Están hablando de ti, dijo Melanie.
Tom se encogió de hombros.
No te preocupes, nadie sabe qué aspecto tengo.
¿Pero quién es V.? preguntaba Cohen.
Una diosa, dijo Blum. Stencil la busca a través de diversas manifestaciones de la historia reciente. Un ideal, una mujer, de la que sólo se conoce la inicial de su nombre, un nombre que puede ser falso por lo demás: V.
En ese sentido (dijo Gengis Cohen, alerta por si le caía otro guantazo, pero Pierre ya se habían llevado a Chandler [de lo contrario Cohen no habría abierto el pico], quien se encontraba en plena crisis de su éxtasis lisérgico, en un catre de la habitación contigua, donde babeaba palabras sin sentido), Stencil es una representación de la persona del lector, o lectora, mejor lectora, del mismo modo que es mejor decir Diosa que Dios.
Oye, que esa tesis es mía, dijo Harry Blum.
Y lo sigue siendo, no es más que una alusión, un homenaje, si prefieres, repuso Cohen.
Pynchon salió de la cocina con dos sixpacks de cerveza, me agarró del brazo y me sacó de la habitación. ¡Edipa! dijo desde la escalera, vámonos de aquí. Melanie salió corriendo.
¿Quién toca en el Inverarity?
The Paranoids.
Perfecto. Que alguien se haga otro porro.
Desde abajo, oímos a Gengis Cohen y Harry Blum, que seguían perorando:
Gengis Cohen: Una asociación espectral, que opera de manera underground: Tristero, Tristero. ¿Su misión? Ralentizar la entropía, aminorar la proporción de desorden, basta de irrelevancias, redundancias y desórdenes, basta de desorganización y pérdida, y desperdicio. Todo esto, lamentablemente [sic], tiene que ver con un inmenso desperdicio al que ponemos por nombre lenguaje.
Harry Blum: El símbolo central de la novela, la V-2, concita en sí dos formas. Alude a la mejor novela de nuestra historia, Moby Dick . La V-2 es a la vez la Virgen y la Dinamo, pero mejor, mejor aún, volviendo a la simbología melvilliana: es la Ballena Blanca y el Pequod a la vez.
Tom Pynchon: Pon la radio, Edipa, haz el favor. Ya lo tenía claro, pero después de ésta, te juro que no me va a volver a vislumbrar nunca el careto nadie. Voy a dejar chiquito a Salinger. Hablando de todo, ¿tú cómo te llamas? dijo, dirigiéndose a mí.
[Apéndice: Rechazos]
Envié el texto de ζЛ a un total de 14 publicaciones. 10 no se molestaron en contestarme ni en devolverme el original, las otras cuatro eran notas de rechazo. Las tres primeras decían:
Verbalmente inventivo, pero excesivamente soez e irreverente [Eric Sorrentino, The Nation ]
Abominable. No sé por qué me molesto en contestarle [Cynthia Lump. Story ]
Nadie le publicará esto, Ackerman. ¿Por qué desperdicia de este modo su talento? Envíeme algo cuando esté sobrio, y hablamos. [Ron Abramovicz, Atlantic Monthly ]
Lo último que recibí fue una nota con membrete del New Yorker , escrita a mano, que decía:
«Los informes de todos los lectores acerca de su farsa eran tan virulentos, que me picó la curiosidad y decidí leerla. No es publicable en una revista como la nuestra, aunque creo que haríamos bien en jugárnosla de vez en cuando apostando por bazas que no acabamos de entender. Le deseo suerte, señor Ackerman. Ojalá no sea la última vez que me tropiezo con su nombre. Atentamente,
William Maxwell.
P.S.: Perdone la intromisión, pero ¿de verdad conoció a Pynchon?»
Domingo, 18 de mayo de 2008; 6:00 a.m
No, tampoco lo he leído, Néstor. Le he dicho repetidamente que mi interés en todo esto no es de orden «literario», aunque entiendo que su caso es diferente. Para mí Brooklyn no es una novela. En cuanto al otro tipo de documentos, de ellos prefiero no hablar por ahora. Son los únicos que cuentan, para mí. Mi relativa falta de interés por los textos literarios no debe preocuparle. Lo pienso poner todo en sus manos.
Miércoles, 21 de mayo de 2008; 10:05 a.m
Querido Néstor: (Felicíteme! Soy una mujer libre. He entregado todos mis trabajos. Lo voy a celebrar con mis amigas. Me beberé una copa a su salud.
Viernes, 23 de mayo de 2008; 9:56 a.m.
Néstor: Me voy al campo con Samantha, a casa de sus padres. Ahora que tengo la cabeza libre de obligaciones académicas, pensaré con tranquilidad en todo esto. Le alegrará saber que después de los comentarios que me ha enviado usted, me ha entrado curiosidad por leer los textos literarios.
Viernes, 23 de mayo de 2008; 8:30 p.m.
Querido Néstor: Le escribo desde Williamsport, Pensilvania, donde los padres de Samantha tienen una casa a orillas del río Susquehannah. Es un lugar precioso, ¡Qué extraño el poder de la ficción! Y qué distinto del resto del material que he examinado. Había leído algunas cartas, no todas, y ninguno de los cuentos. Lo he hecho hoy, empezando por los dos que le había mandado a usted. En fin, falta muy poco para que nos veamos. Le volveré a escribir desde Nueva York cuando esté a punto de salir. Un abrazo de la mujer sin nombre (¡qué alivio saber que además de paciencia tiene usted sentido del humor!).
Lunes, 26 de mayo de 2008; 6:02 a.m.
Querido Néstor: Sólo confirmarle que salgo mañana en un vuelo de American Airlines. Nos veremos en Cádiz. Le llamaré al teléfono que me indica. Ardo en deseos de verle en persona.
Quince . LLÁMAME BROOKLYN
Cádiz, junio de 2008
Descubrí el Oakland en plena crisis de mi matrimonio. De día, en el periódico, todo iba bien, pero cuando se acercaba el final de la jornada, me ponía a buscar excusas que retrasaran el momento de volver a casa. Llegué incluso a alquilar un cuarto en el Hotel Seventeen, cerca de Gramercy Park. Lo de ir al Oakland empezó por casualidad. Un viernes llevaba más de media hora solo en la redacción, incapaz de resolverme a salir a la calle, a pesar de que no tenía absolutamente nada que hacer. Nat, el guardia de seguridad, tocó en el cristal con la culata de la linterna y me preguntó si todo iba bien. Le dije que sí, pero comprendiendo que era absurdo seguir allí más tiempo, me resigné a abandonar mi cubículo y salir del edificio. En Lexington, en lugar de bajar al andén donde paran los trenes que van en dirección Uptown & The Bronx, busqué instintivamente la entrada que dice Downtown & Brooklyn, al otro lado de la avenida. Al llegar a Borough Hall dejé que mis pasos me llevaran al local de Frank Otero. A partir de entonces, empecé a pasarme por el Oakland varias noches por semana. No sé muy bien qué significaba aquel bar para mí. Por una parte, era como estar en España, una España distorsionada, de caricatura; por otra, y por alguna razón eso me resultaba reconfortante, estando allí tenía la curiosa sensación de que me encontraba un poco fuera de la realidad.
El dueño, Frank Otero, me cayó bien desde el principio. Me gustaba su forma de entender la vida. Era un tipo despreocupado, generoso, con don de gentes, abierto (a su manera, también tenía su lado oscuro). Le encantaba entablar conversación con desconocidos. Tenía la habilidad de conectar con cierto tipo de individuos que el mundo considera perdedores y si en su deambular por la vida alguno de ellos acababa varado en su territorio, se apresuraba a ofrecerle protección. Por lo que se refiere a Gal Ackerman, me fui acercando a él de manera gradual. Durante los primeros meses, me limité a observarlo desde lejos. Su comportamiento era difícil de prever. Podía pasarse semanas enteras bajando religiosamente a escribir al bar, dos veces al día, una por la mañana y otra a media tarde. Se sentaba en una mesa al fondo del local y se sumergía en su mundo, indiferente a cuanto pudiera estar sucediendo en torno a él. De repente, un día cualquiera, desaparecía sin dar ninguna explicación, y ni siquiera a Frank le habría resultado posible dar cuenta de su paradero. Al cabo de un tiempo indeterminado (podían ser días o semanas) volvía a hacer acto de presencia y se ponía a escribir como si hubiera estado allí la tarde anterior.
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