Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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Después de cenar con Rita Reinhardt en un deli de Madison Avenue, Mark regresa a casa. Hace una noche muy fría. Comprueba bien los accesos del estudio. Asegura con llave puertas que no suele cerrar. En el tocadiscos ve un LP de sonatas de Schubert. Entra en el baño, acaricia los botes de barbitúricos, abre y cierra la navaja de afeitar, perfecta en su elasticidad. Suena el teléfono. Mira el reloj, las nueve. Es su hermano Albert, que llama desde California. Las palabras salen del auricular, se expanden por el espacio del estudio y se disuelven. No recuerda cuándo ha colgado. Se quita los zapatos, los pantalones, la camisa. Deja las gafas en la mesilla de noche y se acuesta. Sólo lleva puesta una camiseta, calzoncillos de pernera hasta los tobillos y unos calcetines negros que le llegan hasta las corvas.

En cuanto descubran el cadáver dará comienzo la danza de los millones a costa de mi legado, un vómito incesante de dinero. ¿Te acuerdas, Willem, de cuando no vendíamos nada? Ahora todos quieren su tajada. Desde la muerte se divisa bien el porvenir. Un día vas a tener alzheimer, de Kooning, pero les va a dar igual. Indiferentes a tu transparencia angelical, la transparencia de quien ya ha empezado a irse de la vida, te sentarán delante de un lienzo, rodeado de brochas, pinceles y pigmentos. Tú no los reconoces, no reconoces a tus hijos, a tus mujeres, son ellos los que te hablan desde aquí. Pinta, viejo maldito, haz más dinero, te dirán. Tú te callas porque ves lo que ellos no pueden ver. En el lienzo harás brotar los cuerpos femeninos, los ojos y los dientes, aquellas sonrisas torvas, y las formas y colores que tanto les inquietaban, pero que aprendieron a amar, porque les proporcionaban unas cantidades delirantes de dinero. Les pondrás nerviosos cuando llegue el momento de firmar. Firma, viejo idiota. Te veo babeando, mientras retiran los lienzos, las cuentas numeradas en Suiza, todo muy despacio, porque sólo de pensar en lo que van a ganar se corren. ¿Lo ves? Por haber vivido tanto. Yo seguiré el consejo de Nietzsche. Me quitaré de en medio antes de que sea demasiado tarde.

Una cucaracha asoma por detrás del cenicero, se encarama al borde de cristal, inclina las antenas sobre las dunas de ceniza y continúa en dirección al libro que hay junto a la lámpara, atraviesa por entre el nombre y el apellido del autor, William Gibson, y desaparece por detrás del cable de la lámpara. Rothko apaga la luz. Un resplandor difuso flota en el estudio. Horas después, la sirena de un coche patrulla lo saca de su estupor. Se levanta, entumecido. Da varias vueltas por el estudio. Ve el paquete de Chesterfield, pero no le apetece fumar. Lanza una ojeada en dirección a la cocina y va allí. Abre y cierra el grifo del fregadero y sigue hasta el baño. Se ve en el espejo, gordo, viejo, calvo, los pelos se agitan como patas de insecto alrededor de la epidermis craneal. Tras los cristales gruesos de las gafas, los párpados hinchados, los ojos de miope.

No puedo soportar mi cuerpo. El tuyo es tan hermoso y joven, ¿por qué me lo das, Rita? Después del aneurisma, apenas soy capaz de hacerte el amor. Estoy podrido por dentro, empiezo a oler a viejo. Ese olor nauseabundo que se pega a las sábanas, a las paredes, una vaharada que alcanza las pituitarias de la gente en cuanto les abres la puerta, es el olor de la muerte.

Gracias al sinequan cuando llegue el momento de la verdad estará bastante sedado. No sentirá el dolor. Navaja de barbero, completamente nueva, de hoja muy brillante y doble filo. Envuelve una contera con un Kleenex para poder sujetarla con firmeza. Con la mano derecha, efectúa un corte de prueba, ve surgir un surco blanquecino en la dermis, que en seguida se va empapando de líquido rojo. Aprieta la hoja con fuerza, efectuando un corte profundo en el pliegue inguinal del antebrazo derecho. La sangre brota abundante, pero no siente nada. Ha transcurrido un segundo cuando, como un espadachín que hace saltar el florete de una mano a otra, coge la navaja con la izquierda y efectúa un segundo corte usando la fuerza que le queda, que aún es mucha. La sangre mana simétricamente, cayendo en chorros gruesos en el cuenco del lavabo. Con la vista aún sin nublar, se tiende en el suelo boca arriba y extiende los brazos.

Siento que me acerco a mi madre. En el transatlántico, camino del Nuevo Mundo, cuando el oleaje mecía tan violentamente el barco que yo creía que nos íbamos a hundir, ella me ponía la mano en la cabeza y cantaba. No sabía que sería así, pero quién entiende la muerte. De pronto la empecé a echar tanto de menos que empecé a pensar que en la muerte sería como una flecha negra capaz de volver a entrar en el útero. En algún lugar me espera, y cuando penetre en su vientre y vuelva a oír el latido de su corazón, entre el cordaje de las venas, en el espacio interestelar que flota dentro de ella, podré mirar al mundo a través de sus párpados transparentes, y lo veré a él, al farmacéutico que nos abandonó, al esposo de mi madre. ¿Quién entonará el Kaddish por él, por ti, madre, por mí, por todos nosotros? Yisborach, v'yistabach, v'yispoar, v'yisroman, v'yisnaseh, v'yishador, v'yishalleh, v'yisshallol, sh'meh, d'kudsho, b'rich, hu. Me gustaba escucharte, Rita, me quedaba entumecido cuando me hablabas de tu madre, tu padre, tu hermana pequeña, muertos en los campos de exterminio. A veces los llamabas en sueños. Yo me quedaba mirando tu piel tan blanca, la luz lechosa que irradiaba tu cuerpo. Para arrancarte de tu angustia, te buscaba para hacer el amor. Tus jadeos traían ecos de otros tiempos, de otros hombres, tus labios llenos de mi espuma, y los pájaros, de un junio muy tardío, extrañamente sin calor, anunciando la mañana.

A las 9:02 el ayudante del pintor, Oliver Steindecker, entra en el estudio. Buen chico Oliver, un poco tímido. Abre con llave la primera puerta, le sorprende que esté echado el cerrojo de la segunda. No se oye nada dentro. Da una voz. No responde nadie. Duda antes de decidirse a entrar. Ve a lo lejos la cama deshecha. Al llegar al espacio que es a la vez baño y cocina, descubre el cuerpo de Mark Rothko boca arriba. Una corriente de hielo azul le congela las venas. Corre al estudio de Lidov y se dirige con voz entrecortada a su ayudante, Frank Ventgen. Efectúan dos llamadas telefónicas, una a la policía y otra para pedir una ambulancia. La segunda sobra. Un médico residente que está haciendo las prácticas en el vecino hospital de Lenox Hill certifica que el anciano está muerto. El primero en llegar es Theodoros Stamos, un pintor joven que le profesa una admiración sin medida al maestro. Stamos está temblando. Su columna vertebral registra resonancias magnéticas que llegan desde el cuerpo del amigo muerto. Le pide la cámara fotográfica a Lidov. No te creas, el tipo tenía un equipo bastante sofisticado. Era el momento adecuado, antes de que llegara la policía. Habría sido una foto inolvidable. Un fiambre ilustre para la eternidad. Pero Lidov se negó. Anne Marie y Steindecker avisan a su esposa Mell y la traen en taxi al estudio. Los detectives tienen poco que indagar. Son gente normal, que cree en su trabajo. Irlandeses, chicos de barrio que aprendieron lo que hay que aprender de la vida en las calles de Brooklyn. Están de más, como el ambulanciero. Para ellos el día no ha hecho más que empezar. Estos días les acompaña en sus rondas un tal Paul Wilkes, que está escribiendo un reportaje para el dominical del New York Times . Cuando se publique, el 19 de abril, el periodista presentará los hechos acaecidos a lo largo de tres semanas, como si todo hubiera ocurrido en un solo día. La casualidad ha querido que precisamente no estuviera con ellos la mañana del suicidio de Rothko. Mala suerte, con lo que tiene de literario un acontecimiento de ese calibre. A Lappin le gusta leer, detalle que a Wilkes le parece interesante. En su reportaje cuenta que esos días el detective está leyendo El padrino . Hace poco se leyó House Made of Dawn , de N. Scott Momaday, el último Pulitzer, y La Ascensión y Caída del Tercer Reich . Lappin echa un vistazo a los títulos que hay desperdigados por las mesas. Encima de la mesilla de noche ve Misa de difuntos , de William Gibson. El título le llama la atención, y lo abre. Los capítulos están estructurados conforme a las partes de la misa. Introito. Ofertorio. Oficio de tinieblas. Un libro extraño, una meditación sobre la muerte, mezclada con recuerdos personales y composiciones poéticas. Empieza a leer un poema, pero lo abandona a las pocas líneas. En el living hay un libro de gran formato, la biografía de Arshile Gorky. Lo hojea, contemplando las láminas en color. Observa con detenimiento la reproducción de un cuadro en el que se ve al artista adolescente con su madre. En una frase cogida al vuelo, lee que el pintor era de origen armenio. Sus cuadros le parecen extraños, no le gustan, y cierra el libro. En una mesa baja ve una novela titulada Melmoth el errabundo , de Bernard Malamud. Le suena el nombre del autor. En una estantería, La leyenda del santo bebedor , de Joseph Roth. El nombre no le dice nada.

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