Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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En el hotel no me podía dormir. Lo que me había empezado a contar Pietri despertaba en mí un profundo sentimiento de rechazo, y sin embargo estaba seguro de que al final acudiría a la cita. Leí lo que decía la guía acerca de las villas de Certaldo, Montaione y Castelfiorentino. A ti, que eres escritor, te hará gracia saber que Boccaccio pasó en Certaldo los últimos trece años de su vida, en un lugar conocido como Castello, que según dicen, es el escenario del Decamerón . La historia de Castelfiorentino también tenía su cosa, pero lo que más me llamó la atención fue la descripción de un laberinto de capillas erigido en las inmediaciones del monasterio de San Vivaldo.

Por la mañana temprano le conté a Patrizia a grandes rasgos mi encuentro de la víspera, y le confesé que había decidido llegar hasta el fondo de la historia de Pietri. Quedé en volver por el hotel hacia la hora del almuerzo. El viaje en coche fue muy corto. Llegué al jardín de cipreses centenarios donde Pietri me dijo que me esperaría. Lo encontré sentado en un banco de piedra, junto a un muro semiderruido en el que se abría una ventana ojival desde donde se dominaba todo el valle. Llevaba una camisa blanca, remangada, pantalón negro y sandalias.

No sabe lo que le agradezco que haya venido, Lewis, dijo cuando llegué a su lado. No las tenía todas conmigo.

Fue todo lo que le dio tiempo a decir. De repente el rostro se le contrajo en una violenta mueca de dolor y le sobrevino un ataque de náuseas. Apoyado en el alféizar de la ventana, daba grandes arcadas, intentando vomitar, pero lo único que logró fue escupir un hilo de saliva rojiza. Hice ademán de ir a ayudarlo, pero me lo impidió con gesto resuelto. Al cabo de unos minutos se limpió los labios con un pañuelo y apoyándose en la columna que partía en dos la ventana, señaló hacia un punto del valle.

Vivo en Certaldo, dijo pero el trabajo lo tengo en Castelfiorentino. ¿Ve aquella nave de tejado rojo, junto al puente, donde hay un puñado de coches aparcados? Es mi taller.

Cuando se sintió con fuerzas, me propuso efectuar un recorrido por las capillas. Me las iba señalando, contándome anécdotas, sin entrar en ninguna. Por fin llegamos hasta una tapia cubierta de hiedra y apartó unas matas, dejando un boquete al descubierto.

Todo el lugar está lleno de escondrijos así. De pequeños veníamos mucho a jugar aquí. Figúrese, para un niño no puede haber nada más fascinante y misterioso. Me atrevería a decir que en cada rincón del bosque he dejado algún recuerdo. Es un lugar simbólico. Son muchas las cosas que hice por primera vez aquí. Entonces todas las capillas estaban intactas. Cuando volví al bosque de San Vivaldo, después de la guerra, la mitad se encontraba en ruinas. En cierto modo me alegré. El pasado no se puede cambiar y las heridas de las piedras me hacían pensar en las mías. Sígame.

El interior estaba en tinieblas, apenas horadadas por algún rayo de luz que se filtraba entre las grietas. Umberto Pietri extrajo una linterna del bolsillo y la encendió. Echó a andar despacio, proyectando la luz sobre las paredes. Entre grandes desconchados, se distinguían vestigios de lo que parecía ser un antiguo fresco. Estábamos frente al muro más alejado de la entrada, al fondo de la capilla. Pietri lo barrió con la luz de la linterna.

El Tabernáculo de los Condenados , dijo. ¿Lo ve bien, Lewis?

Grandes manchas de colores desvaídos se disolvían en el espacio, confundiéndose con la penumbra.

¿De quién es?

Es una copia de Benozzo Gozzoli. Por toda la región hay cuadros del maestro. El original está en la Iglesia de Santo Tomasso e Prospero, en Certaldo. Si puede, vaya a verlo con su mujer, está muy deteriorado, pero sigue siendo asombroso.

Acercó un poco más la luz.

Lo he hecho yo, dijo. Tardé años. No tiene mayor mérito artístico. Siempre se me ha dado bien esto. En casa tengo muchas copias de obras maestras, pero el Tabernáculo es distinto. Normalmente procuro restaurar la perfección que tuvieron las obras cuando fueron creadas. Mi intención aquí era preservar con toda fidelidad la decrepitud del original.

Pietri recorrió por partes la superficie del fresco.

Los rostros de los condenados, casi intactos, reflejaban con intensidad su sufrimiento. A medio cuerpo, algunas figuras del Tabernáculo empezaban a perder el color. La parte inferior, de tonos entre grises y rosáceos, hacía pensar en una piel devorada por el cáncer. Tenía razón Pietri, el extraño atractivo de la pintura era el resultado de su descomposición.

Cuando volvimos al jardín, me contó por encima la historia del lugar donde nos encontrábamos.

Vivaldo era un ermitaño oriundo de San Gimignano. Según la leyenda, vivía en el tronco de un castaño hueco. Un día lo encontraron muerto en actitud de orar. Los franciscanos fundaron aquí un monasterio en su honor. Unos doscientos años después de su muerte, un fraile tuvo la ocurrencia de erigir una Nueva Jerusalén en estas colinas. Se construyó un total de 34 capillas que replicaban los lugares de la Pasión. A fin de que el viaje simbólico les resultara más real a los peregrinos, los interiores se adornaron con frescos de terracota policromada y otros materiales. Hoy sólo quedan en pie la mitad de las capillas.

Siguió un largo silencio. Con la mirada perdida en el valle, Pietri dijo:

Ya sé que es un parecido imaginario, pero la vista que se domina desde aquí me hace pensar en Santa Quiteria. Muchas veces, cuando soy incapaz de conciliar el sueño, subo en la camioneta y es como si volviera a vivir aquella noche.

[…]

Llevábamos cosa de tres o cuatro días en la ermita, cuando detectamos movimientos de tropas en los alrededores. Organizamos una batida al amanecer e hicimos prisioneros a cinco fascistas. Antes de que los fusiláramos, confesaron pertenecer a un contingente que se dirigía hacia Huesca. Esa noche me tocó guardia con un tal Salerno, un napolitano que según me confesó había falseado la fecha de nacimiento para poder alistarse. Tenía diecisiete años, dos menos que yo. Estábamos los dos solos en un altozano cubierto de arbustos desde donde se detectaba inmediatamente cualquier movimiento que se pudiera producir en varios centenares de metros a la redonda. Salerno era muy nervioso. Veía enemigos por todas partes; cualquier ruido, el murmullo del río, las hojas de los árboles, una ráfaga de viento, le hacía pensar que se acercaba el enemigo. Al final, consiguió ponerme nervioso también a mí. Cuando salió la luna y se empezó a extender un brillo plateado sobre la arboleda, Salerno se inquietó si cabe más. Le parecía que los arbustos tenían vida. Al cabo de varias horas distinguimos por fin un ruido real. Agazapados detrás de una roca vimos avanzar una columna rebelde entre los matorrales.

Teníamos que dar la señal de alarma, comunicándonos con el puesto inmediato, situado a unos doscientos metros más abajo del nuestro, para que éste alertara a su vez al retén siguiente, hasta llegar al grueso de la guarnición. Se desbarataría así el elemento sorpresa, y de tratarse de una fuerza numerosa, se hubiera podido avisar por radio a otras unidades, pidiendo refuerzos. Por señas, Salerno me apremió a que me dirigiera a la siguiente posición mientras él trataba de atajar desde la retaguardia, pero en mi cabeza sólo había espacio para una idea: salvar el pellejo. Me acerqué a Salerno por la espalda y tapándole la boca, lo degollé con un solo tajo de la bayoneta. Se revolvió un buen rato, pero yo lo sujeté con firmeza, hasta que noté que le había abandonado el último soplo de vida, entonces lo dejé caer. Yo estaba bañado en sangre. Apenas perceptibles, los rumores de la noche formaban un estruendo mil veces superior a las imaginaciones de Salerno. Logré controlarme. Los leves resplandores que habíamos detectado hacía unos minutos seguían allí, destellando entre los arbustos, cada vez más cerca: una hebilla, un casco, un correaje. La columna fascista avanzaba sigilosamente por un sendero que le permitiría llegar a la parte posterior de la ermita sin ser detectada. Era evidente que conocían bien el terreno. Quizá una patrulla como la que habíamos sorprendido por la mañana hubiera logrado explorar las inmediaciones de Santa Quiteria y regresar sin ser vista. Todo debió de ocurrir en cuestión de minutos. Esperé a que pasaran y cuando estuvieron lo suficientemente lejos, cogí un atajo que bajaba directamente hasta el río. No tardó en escucharse el estallido de granadas y el trepidar de las ametralladoras. Debieron de caer como conejos, pero yo me alejaba de allí, libre de peligro…

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