Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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Cogimos el ascensor hasta el último piso. Al otro lado de unas puertas de cristal se abría un local amplio, alfombrado, con una barra tenuemente iluminada y numerosas mesas con veladores, considerablemente espaciadas entre sí. En la pared del fondo se abrían unos ventanales que daban a la Gran Vía. Al ver a Lewis, un camarero que parecía estar sobre aviso nos condujo a un rincón donde había dos butacones de cuero, delante de una chimenea en la que ardía discretamente un leño, de espaldas al bullicio del bar. Sin mayor dilación, Abe retomó la conversación en el punto exacto donde la habíamos dejado en Chicote.

Cada vez que me viene el recuerdo de aquella noche, dijo, lo primero que veo es la luna, redonda y enorme, sobre la plaza de Certaldo. Umberto Pietri guardó la foto de la miliciana entre las páginas del libro que llevaba en el bolsillo y siguió hablando. Cuando recibió la orden de incorporarse al Escuadrón de la Muerte, Teresa Quintana estaba embarazada de seis meses. Un amigo común, Alberto Fermi, le prometió cuidar de ella, sólo que también él estaba pendiente de que lo trasladaran en cualquier momento a su unidad. Pietri no se lo dijo a Fermi, pero tenía la certeza absoluta de que una vez que se separara de ella, jamás volvería a saber nada de su compañera, y efectivamente así fue.

Encima de la mesa, había una botella de agua mineral. Pietri se la llevó a los labios. Bebió con gran esfuerzo, mientras la nuez le subía y bajaba frenéticamente a lo largo del cuello. Le pregunté si se encontraba bien. Evitando mirarme a los ojos, me dijo que le habían detectado un tumor en el hígado y quizá le quedaran un par de meses de vida. Guardó unos momentos de silencio antes de decir que desde que le habían dado la noticia le empezó a rondar por la cabeza la idea de ponerse en contacto con su hijo.

[Gruesa anotación a lápiz azul, tachada pero perfectamente legible: Conmigo]

Por lo menos, que sepa lo que pasó, dijo, con un hilo de voz, aunque a estas alturas puede que no tenga sentido. No es sólo por él. Antes de reventar tengo necesidad de contarlo todo, aunque sea una sola vez.

[…]

Después de acabada la guerra, siguió diciendo Pietri, no volví a saber nada ni de Teresa ni de Alberto ni de nadie, de lo cual me alegré, como entenderás en su debido momento. Es decir, no supe nada hasta el día que Alberto Fermi se presentó inopinadamente aquí en Certaldo.

¿Cuándo fue eso?

En octubre del 46, el día exacto no lo sé.

[Hay un hiato en el texto.]

Cuando le llegó la orden de incorporarse a la Brigada de Luigi Longo, Alberto Fermi, Ben Ackerman y Teresa Quintana se reunieron en el Aurora Roja. En el momento de despedirse, Ben y Alberto intercambiaron direcciones. Estos gestos resultan casi siempre inútiles en tiempos de guerra, sin embargo en cuanto puso un pie en Brooklyn, Ackerman le escribió a Fermi, dándole cuenta de todo lo que había ocurrido desde que se separaron. Quería que supiera que Teresa había muerto al dar a luz, pero que el niño se había salvado, que en el hospital todos pensaron que Ben Ackerman era el padre y que él no hizo nada por aclarar que no era así. Y, en efecto, figura como tal en el Registro Civil. En su poder obra una partida de nacimiento, perfectamente legítima. Poco después, contrajo matrimonio con Lucía Hollander. Cuando repatriaron a las Brigadas, Lucía y él se llevaron al bebé a Estados Unidos y lo criaron como si fuera su hijo.

Pietri sacaba fuerzas de flaqueza, desgranando datos que a mí me resultaban cada cual más sorprendente que el anterior. Me dijo que se alegraba de que el hijo que había tenido con Teresa hubiera encontrado una familia. Durante muchos años, prácticamente nunca le dio por pensar en él. Andando el tiempo, alguna vez recordaba que existía y se preguntaba cómo podría ser, pero todo quedaba en la esfera de lo imaginario, no es que tuviera interés por conocerle. Sólo ahora que se sabía tan próximo a morir sentía… No era sólo por su hijo, volvió a insistir. Más bien tenía necesidad de contar lo que le había pasado al Escuadrón. Por eso, mi aparición le parecía una señal.

No estoy seguro de estar reproduciendo con exactitud las palabras de Abraham Lewis. Si hay alguna incoherencia aquí, la culpa es mía, porque él me refirió los hechos con absoluta claridad y orden. Es posible que las emociones que despertaba en mí lo que decía tiendan a desdibujar su narración. Lo cierto es que estando con él en el bar de aquel hotel, de cuando en cuando se me perdía su voz, igual que me ocurre también ahora que trato de transcribirla en el Cuaderno. En muchos momentos no sólo dejaba de oírle sino incluso de verle. Pero mis sentimientos no cuentan, lo único que importa es dejar constancia de todo por escrito.

Mientras le oía hablar, una cosa me llamaba cada vez más la atención, dijo Lewis: ¿Por qué se turbaba tanto Pietri cada vez que mencionaba el Escuadrón de la Muerte? Por fin, decidí preguntarle a quemarropa qué había ocurrido exactamente en la ermita de Santa Quiteria. Pietri agitó la mano derecha como si estuviera apartando una telaraña, y clavando en mí unos ojos detrás de los que se asomaban los de la Muerte, escupió estas palabras:

Los traicioné, Lewis. Se perdió la unidad. Murieron todos… Conservé el pellejo a cambio de que los sacrificaran como a conejos. Soy un cobarde y un traidor. Por eso estoy vivo.

Me engañaba a mí mismo. Mis sentimientos sí contaban. Cuando Abe me hizo aquella confesión, algo se tambaleó dentro de mí. Sentí que se me nublaba la vista. Miré a mi alrededor, escrutando las tinieblas del bar. Volvió a adueñarse de mí aquella sensación que me asaltaba cada poco, desde que puse un pie en Madrid. No quería estar allí. Me sentía mortalmente agotado.

¿Qué… qué hora es, Abe?

El brigadista se inclinó hacia mí.

Todavía no he terminado, Ackerman, dijo con voz casi sibilante, pero si quieres lo dejo.

Me rendí ante la evidencia y dije:

Ahora ya es tarde. Sigue hasta el final.

Pietri rompió a sudar copiosamente. Parecía librar una batalla terrible consigo mismo. Por fin, movió la cabeza y me pidió disculpas, diciéndome que lo mejor era dejar las cosas como estaban. Había en su mirada un fondo de desamparo que me impulsó a decirle que me contara lo que quisiera, que yo estaba perfectamente dispuesto a escucharle.

Se levantó y dejando un billete encima de la mesa murmuró, más bien para sí:

Lo mejor que puedo hacer es largarme. De todos modos me alegro de que se haya cruzado en mi camino, sargento Lewis.

Pero no se iba, seguía allí de pie, con la mirada ausente. Estaba tenso y me contagiaba su tensión.

Lo que he confesado hace un momento, dijo por fin, no se lo había contado nunca a nadie. No es que me arrepienta, sólo que no he hecho más que destapar algo muy oculto. Y ahora que he empezado, me doy cuenta de que me gustaría que me escuchara hasta el final. Por otra parte, soy perfectamente consciente de que no tengo derecho a pedirle una cosa así. El hecho de que los dos hayamos sido brigadistas no me otorga ningún privilegio.

Pietri se apoyó en la mesa y me preguntó si al pasar por Castelfiorentino con mi mujer habíamos subido hasta las inmediaciones del monasterio de San Vivaldo. Hice un gesto negativo con la cabeza y me explicó que quedaba al suroeste del pueblo, pasada la antigua villa de Montaione, en una zona de bosques.

Como si diera por hecho que nos volveríamos a ver allí al día siguiente, me indicó cómo llegar en coche y precisó que él llegaría en torno a las ocho de la mañana, antes de que el calor empezara a caer a plomo. Era mucho lo que le pesaba en la conciencia, dijo, pero recalcó que si decidía no acudir a la cita lo entendería. No me dio la mano antes de irse. Se limitó a alejarse hacia el otro extremo de la plaza, caminando con paso inseguro.

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