Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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Estoy tan pendiente de sus movimientos, que no me doy cuenta de que tengo todo el cuerpo en tensión, en una postura absurda, ni sentado ni de pie. La miro con tanta fijeza que es un milagro que nadie repare en lo extraño de mi actitud. Tampoco ella, Nadia, se da cuenta. Está tan absorta en lo que hace que en ningún momento llega a tener conciencia de que al fondo de la sala de lectura hay alguien que la escruta como si le fuera la vida en ello. Un usuario, un hombre de unos cincuenta años que lleva una cazadora vaquera, se acerca al mostrador, impidiéndome que la pueda seguir viendo. Sólo entonces noto la tensión de mis propios músculos y por fin me dejo caer en la silla, tratando de relajarme. Encima de la puerta de salida, un reloj marca las cinco y veinte. Hoy la biblioteca cierra dos horas antes que ayer, a las seis, justo cuando sale ella. Decido hacer tiempo, hojeando un volumen que he cogido al azar de uno de los estantes. Ni siquiera he registrado el título, en el que reparo ahora. El silencio , de John Cage. Lo hojeo distraídamente y cuando termino cierro las tapas, lo dejo a un lado de la mesa y saco el libro y el cuaderno que llevo en la carpeta. Es un gesto mecánico, sé que me resultaría imposible leer ni escribir nada. El tipo de la cazadora regresa a su pupitre y Nadia se pone de pie. Vuelvo a clavar en ella la mirada. Se dirige a la pared del fondo y se sube a una escalerilla para coger un libro de una de las estanterías más altas. Al verla de cuerpo entero, reparo en que lleva la misma falda que en Port Authority. Se baja, deja el libro entre los papeles del escritorio y vuelve a desaparecer en las profundidades del archivo. La imagen de sus muslos desnudos me asalta con la misma fuerza que cuando la vi en el autobús de Deauville el primer día. Al cabo de unos instantes regresa con un fajo de documentos atados con una cinta de color rojo entre las manos y se sienta en un escritorio.

El sonido de una campanita advierte a los lectores de que ha llegado la hora de cierre. He conseguido leer un poco. Como saliendo de un sueño, miro hacia el mostrador y me doy cuenta de que ella, Nadia, me está observando. Me siento fuera de lugar, indefenso, absurdo, como un niño sorprendido en falta. Las agujas del reloj están perfectamente alineadas, marcando las seis en punto. Se oye el segundo aviso de cierre. Los celadores se pasean por entre las mesas, haciendo tintinear la campanilla, apremiando a los lectores rezagados. Por un instante, nos quedamos los dos solos en la sala, observándonos de lejos. No soy capaz de apartar los ojos de ella, ni tampoco ella de mí, hasta que, efectuando un giro brusco, recoge sus cosas y se aleja hacia la puerta de salida. Guardo el libro y el cuaderno en la carpeta y me levanto del pupitre. Soy el último en abandonar el archivo y probablemente también el edificio. En la puerta, un celador uniformado de azul me pide que abra la carpeta. Le muestro el contenido y, cuando me da la venia, me apresuro a salir. No la quiero perder, me da miedo que le dé por coger una dirección distinta a la de ayer. Recorro con la vista la plaza Norte y no la veo. Sigo, casi a la carrera, pero nada más doblar la esquina del MET, me detengo en seco. Está allí, de pie junto a la fuente, con las piernas levemente separadas, esperándome.

Brooklyn, 24 de octubre de 1973

Imposible ordenar mis pensamientos ni mis sentimientos. Estaba muy nervioso y me sentía absurdo. Mis acciones eran ridículas, teniendo en cuenta mi edad. Iba a echar a correr cuando la vi delante de la fuente. Era la única figura que se encontraba en aquel sector de la plaza, sola, firme. Detrás de ella, al otro lado de la cortina de agua, se movían algunas siluetas diminutas. Me acordé del verso de la elegía que había estado leyendo: había un dios haciendo remolinos en el río turbio de la sangre. Ahora, el dios de la elegía me ordenaba avanzar hacia ella en línea recta. Contemplé con fruición su imagen. Estaba de pie, con las piernas separadas, el pelo corto, los ojos verdes, la cara ladeada, mirándome fijamente, con un gesto que no era exactamente una sonrisa. Fue ella quien habló primero.

¿Me estás siguiendo?

No. Sí.

Fue lo único que logré articular.

¿Y se puede saber desde cuándo? Quiero decir aparte de la biblioteca.

Desde hace quince días.

Torció levemente la boca. Seguía inmóvil, sin dejar de mirarme.

No es lo que piensas, dije

¿Y qué es lo que pienso?

Creo que me estoy portando como un adolescente, pero en realidad…

Te conozco, dijo, rompiendo a reír de repente.

No supe qué decir.

De Port Authority, hace dos semanas. Me quedé dormida en el autobús, y cuando se abrieron las puertas, me desperté. Cuando me disponía a bajar me topé con toda la cola de viajeros. Nunca he visto una expresión más asustada que la tuya cuando te tiré la bolsa a la cara. Un poco como la que tienes ahora.

Instintivamente, me llevé la mano al lugar donde el broche me había hecho un corte en la mejilla.

¿Eres tú quien fue a ver a Zadie?

¿Zadie Stewart? ¿Tu roommate ? Sí, o sea, no.

¿Eres tú Gal Ackerman?

Sí. ¿Te lo dijo tu amiga?

¿Quién si no? Sólo que la persona que me describió era diferente.

Por un momento quise estar lejos de allí, para poder pensar con claridad, dar con las palabras adecuadas, parecer mínimamente inteligente. Alcé la vista hacia los edificios que nos rodeaban, hacia las nubes, y luego la volví a mirar a ella. Me seguía escrutando, sin decir nada. Lo único que se me ocurrió fue preguntar:

¿Qué hacemos?

Lo que tú digas, contestó.

Me sorprendió el tono decidido, casi cortante de su respuesta. Le propuse que fuésemos al Café Europa. No sé por qué. Nunca voy allí. Echamos a andar juntos. A partir de ese momento, las palabras y los sentimientos se fueron ordenando, poco a poco.

¿Qué sabes de mí? me preguntó.

Muchas cosas.

¿Como qué?

No te lo tomes a mal…

¿El qué? dijo con brusquedad, y matizó: Creo que tengo derecho a preguntarlo.

Sé que naciste en Siberia, en Laryat, que tus padres vinieron aquí cuando eras muy pequeña, que estudias en Juilliard…

Se detuvo, alarmada.

Pero ¿cómo es posible…?

Hizo un gesto que interpreté como un indicio de que iba a huir, e instintivamente la sujeté por la muñeca.

Lo siento… Si no te enfadas, te confesaré algo. Me di cuenta de que no tenía intención de echar a correr. Prométeme que no te enfadarás.

Se zafó de mí. Tenía fuerza. Saqué el sobre de las fotos. Algo imposible de definir flotaba entre nosotros. Le pedí que siguiéramos andando. Un poso de gravedad subrayaba nuestras palabras, nuestros pasos. Era una especie de borrachera inesperada de los sentidos, al menos para mí. Como si llevara siglos esperando a que sucediera algo, y de repente ese algo estaba ahí, a mi lado, desbordándome, de modo que no me resultaba posible controlar mis emociones. Pensé que no era sólo yo, que estábamos los dos en la misma situación, el uno a merced del otro. Metí las fotos en el sobre.

Tendrás que empezar a contarme algo de ti. Hablaba sin acento, pero en su dicción había algo peculiar, cortante, como si le impacientara tener que terminar de pronunciar las frases.

¿Por dónde empiezo? Pregunté.

No sé. ¿A qué te dedicas?

Hago trabajos sueltos, encargos editoriales, corrección de pruebas, traducciones.

También escribo.

¿Qué escribes?

De todo, artículos, algún ensayo, relatos, cosas personales.

¿Has publicado algo?

Me acordé del cuento que Marc había enviado sin consultarme a The Atlantic Monthly .

Todavía no.

Nunca llegamos al Café Europa. No creo que ninguno de los dos supiéramos muy bien qué queríamos hacer. Al pasar por delante de Coliseum Books, no pude evitar pararme a mirar los libros. Era un ritual mecánico. Guardamos unos instantes de silencio, luego bajamos por Broadway, hasta llegar a la catarata de luces de Times Square, justo en el momento en que el sol empezaba a declinar. Estábamos en los confines de mi territorio, en la frontera de Hell's Kitchen.

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