Eduardo Lago - Llámame Brooklyn

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Una historia de amor, amistad y soledad. Un canto al misterio y el poder de la palabra escrita.
Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.

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No sé, Gal.

¿Qué cojones quieres decir? Te lo he leído de cabo a rabo y ahora, ¿no puedes opinar?

Si no había pruebas suficientes, no lo podían condenar. Sería otro.

Peor me lo pones: en ese caso el verdadero culpable anda impunemente por ahí.

Gal, no deberías empezar a beber tan temprano.

No sabía que te preocupara tanto mi salud.

Subraya sus palabras bebiendo un trago directamente de la botella antes de añadir:

A mí la piedrecilla que se me queda bailando en el zapato es la suerte de esa chica, Monika Beerle. Me molesta que en el artículo prácticamente no se diga nada de ella. Ni un detalle sobre su historia familiar. Ni siquiera se menciona su edad. Es casi como si fuera un accesorio del caso.

Perdona, Gal, lo que bebas o dejes de beber no es asunto mío. De todos modos, para quien sí ya va siendo hora es para mí. Gracias por dejarme pasar, y por la conversación. Ahora tengo que ir al periódico. Si no te importa, voy a dejar la maleta en el despacho de Frank. Si lo ves antes que yo, dile que volveré a recogerla por la tarde.

Por toda respuesta, Gal saca un bolígrafo del bolsillo de la camisa y se enfrasca en sus papeles.

A media tarde, un viento pegajoso recorre la avenida. Sé que Frank aún no ha llegado porque el Plymouth no está delante del Oakland. Ernie lee el New York Post en la barra, con la pipa entre los dientes. Echo en falta a Gal. Quizá no estuve demasiado atento con él por la mañana.

Ernie, ¿dónde se ha metido Gal?

Aparta el tabloide y quitándose la pipa de la boca contesta:

Ni puta idea. Cuando llegué a eso de las tres, aquí no había ni dios. ¿Y tú dónde te has metido? Hace días que no te veo.

En Chicago. ¿Entonces no sabes nada de Gal?

Ya te he dicho que no. Esta mañana lo dejamos aquí, con un juego de llaves, pero cuando vine a abrir el bar, había ahuecado el ala. Como comprenderás, no llevo la cuenta de lo que hace el personal; bastante tengo con lo mío.

¿Qué tal andaba Gal estos días?

No me he fijado. La verdad, no sé a qué viene tanta preocupación por él.

¿Y si le ha pasado algo?

¿Algo como qué?

No seas cínico. Sabes perfectamente a qué me refiero.

Olvídate de Gal, se sabe cuidar sólito.

¿Hablaba mucho de Nadia últimamente?

Ernie suelta un bufido.

Ya empezamos. Ni lo sé ni me interesa. Por cierto, ya que hablas de mujeres, se acaba de instalar en el piso de arriba una preciosidad. No tendrá ni veinte años.

Me sorprende el comentario. El motel es tema tabú en el Oakland, y si alguien sabe que es así, es Ernie Johnson. De haber estado Frank delante no se habría atrevido a hacer un comentario como aquél.

Ten cuidado con lo que dices, Ernie.

Me pregunta si quiero beber algo, riéndose para sus adentros. Le pido una heineken. Pone una botella helada delante de mí, masculla algo ininteligible y desaparece detrás del Post . Me dirijo a la mesa donde estuve sentado con Gal por la mañana, la mesa del capitán. Al apoyar la cerveza en el mármol, me viene a la cabeza su imagen, leyéndome la noticia del juicio de Rakowitz, pero en seguida se superpone un recuerdo mucho más remoto.

(Voy bien, ¿verdad, Gal? Los diálogos sin entrecomillar, entrelazados con la acción, como a ti te gustaba. Y ahora voy a hacer algo que también he aprendido de ti: intercalar fragmentos de mi diario. Nunca tuve ocasión de decírtelo, pero fue así como te conocí.)

Dylan Taylor me dijo que en la antigua iglesia de Saint Anne, en Montague Street, daban El parque de los ciervos , de Norman Mailer.

¿Te apetece cubrirlo? Igual se presenta Mailer, vive allí mismo. ¿Por qué no te pasas?

¿Mailer vive en Brooklyn Heights?

Así es. En plena Promenade. El último de una larga estirpe. No tiene perdón que todavía no conozcas el barrio. Espera un momento.

Sale de mi cubículo y a los treinta segundos vuelve del suyo con un libro. Lo tira encima de la mesa. Es Los perros ladran , de Truman Capote

¿Y esto?

Échale una ojeada al capítulo titulado «Una casa en Brooklyn Heights». Volviendo a lo de Mailer, con algo escueto basta. Digamos que con unas 300 palabras vale. Lo podemos sacar el sábado.

El texto de Capote se lee en menos de veinte minutos. Tiene razón Dylan: Thomas Wolfe, W. H. Auden, Hart Crane, Mariane Moore, Richard Wnght, los Bowles, el propio Truman Capote, entre otros que ahora no recuerdo, habían vivido en los Heights. Mailer no figura porque era un desconocido cuando Capote compiló la lista.

Le dije a Dylan que me daría una vuelta por las calles del barrio después de la función.

Algunas estampas de mi cosecha: los faroles de gas de Hicks Street; el marco de una ventana a través de la que se veía la imagen silenciosa de una chica tocando el violín, como un fotograma de película muda; el callejón de Grace Court, como un lienzo de Vermeer, con el suelo irregularmente adoquinado, los enormes portones de las antiguas caleseras y los garfios de donde se colgaba el heno que servía de alimento a las caballerías; los bajorrelieves de las enormes puertas de metal de la iglesia maronita de Nuestra Señora del Líbano, procedentes de la fundición del Normandie .

Al doblar la esquina de Hicks con Atlantic, vi el rótulo . Oakland, Bar & Grill , decían las letras de neón rojo y blanco, encima de un ventanal hecho con bloques de cristal esmerilado. La puerta era de hierro y estaba pintada de negro. La empujé, con cierto esfuerzo. Al otro lado, un pasillo estrecho, de techo alto y al fondo, unas cortinas de terciopelo rojo. Al apartarlas tuve una sensación opuesta a la que se experimenta al despertar. Me había adormecido y, dejando atrás el mundo de la vigilia, penetraba en un sueño. Había llegado a un local que estaba hasta los topes de gente disfrazada. Me pareció un baile de máscaras que se estuviera celebrando en un cabaret antiguo, o el salón de baile de un crucero. La pared de la derecha estaba cubierta por una red de pescar, entre cuyos pliegues sobresalía una escotilla.

La barra quedaba a la izquierda. Siguiendo su trayectoria, un panel de madera caía en picado del techo, ostentando toda suerte de utensilios relacionados con el mundo de la marinería: cordajes, boyas, salvavidas, fanales, un timón… En el centro, un espejo en cuya superficie habían pintado las banderas de Dinamarca, Estados Unidos y España, formando un aspa. Contra la pared, hileras de botellas, flanqueadas por más objetos de tema marítimo: un faro en miniatura, los bustos de una sirena y un capitán de barco, un juego de luces, enroscado alrededor de unos mástiles. Al fondo, a la derecha, había dos cabinas de teléfonos junto a una máquina de discos. El techo y las columnas estaban adornadas con guirnaldas de papel, de colores estridentes. Dos de ellas formaban un arco por el que se accedía a la pista de baile. En las paredes había fotos y carteles (recuerdo uno que anunciaba una novillada en la Plaza de Toros de Sada, con fecha de 1910), así como repisas situadas a alturas diferentes, en las que se acumulaban maquetas de navíos, algunas de gran tamaño, metidas en urnas de cristal.

Entonces lo vi. Era un hombre de unos cincuenta o cincuenta y cinco años, el único en todo el local (aparte de mí) que no llevaba máscara ni disfraz. Estaba sentado en un rincón, incomprensiblemente ajeno a lo que acontecía a su alrededor, escribiendo en un cuaderno. En torno a él había una nube de humo que parecía más espeso que el que flotaba en el resto del local, como si una campana de cristal lo mantuviera aislado de los demás. De cuando en cuando se interrumpía para darle una calada al cigarrillo o para beber.

De pronto, alguien que llevaba una capa de plumas y una máscara de búho me agarró con fuerza del brazo y me arrastró hacia la barra. Introduciendo un vaso de plástico en un bol donde había un líquido de color rojo, me dijo en español que me lo bebiera de un trago. Hice lo que me decía. Era un brebaje fortísimo, que me llenó los ojos de lágrimas y me hizo toser. El tipo soltó una carcajada, me dio una máscara de aspecto tan monstruoso como la que llevaba él y hasta que no consiguió que me la pusiera no me dejó en paz.

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