Eduardo Lago - Llámame Brooklyn
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Un periodista del New York Post recibe la noticia de que su amigo Gal Ackerman, veinticinco años mayor que él, ha muerto. El suceso le obliga a cumplir un pacto tácito: rescatar de entre los centenares de cuadernos abandonados por Ackerman en un motel de Brooklyn, una novela a medio terminar. El frustrado anhelo de su autor era llegar a una sola lectora, Nadia Orlov, de quien hace años que nadie ha vuelto a saber nada.
Llámame Brooklyn es una historia de amor, amistad y soledad, es un canto al misterio y el poder de la palabra escrita. Una novela caleidoscópica en la que, como en un rompecabezas, se construye un artefacto literario insólito en la tradición literaria española.
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¿Cuándo fue todo eso?
Vamos a ver. Ben nació en 1907 y May, no lo sé muy bien. En torno a 1910, calculo, eran casi de la misma edad.
¿Te llevabas bien con él?
¿Con el abuelo David? De maravilla. Lo quería con locura. Mi abuelo y yo teníamos una relación muy especial. Le encantaba venir a verme los domingos y llevarme a conocer Brooklyn. Sobre todo le gustaba ir a sitios donde además de pasarlo bien, aprendíamos algo. Era un fanático de la historia de Brooklyn. Tengo recuerdos muy vividos de las visitas que hacíamos al Astillero, al Jardín Botánico, a Prospect Park, al Museo de Bellas Artes, a la Biblioteca Pública, a Red Hook, a muchísimos sitios. Una de mis excursiones favoritas era cuando me llevaba a pasear por Brooklyn Heights. Se conocía al dedillo la historia de cada edificio. Era miembro de la Historical Society of Brooklyn. Allí era donde recopilaba el material que luego empleaba en las crónicas que escribía para el Eagle . Pero la maravilla de las maravillas era cuando me llevaba a Coney Island. Me nombró su «ayudante de investigación» y nos pasamos dos veranos yendo allí, varias veces a la semana. La verdad, es una lástima que nunca llegara a escribir aquel libro, después de toda la información que había llegado a reunir. ¿Has estado alguna vez en Brooklyn, Abe?
Negó con la cabeza, sonriendo:
No, pero después de hoy, ya no tengo excusa.
La verdad es que es un universo inabarcable.
¿Y dices que nunca te hablaba de política?
Ni por asomo. Yo sabía que era anarquista, porque se lo oía decir a todo el mundo, aunque no tenía una idea muy clara de lo que quería decir aquella palabra. Estaba obsesionado con la cultura y el progreso. Le gustaba llevarme a todo tipo de actos culturales: conciertos, conferencias, de vez en cuando, al cine o al teatro. Tan sólo en una ocasión me llevó con él a un mitin.
¿Qué años tendrías tú?
Quince, pero lo recuerdo vivamente. Mi abuelo y yo hablábamos de muchas cosas, pero por extraño que parezca lo que más nos unía eran los largos momentos de silencio que compartíamos. Nos entendíamos perfectamente sin necesidad de hablar. Muchas veces, yendo en metro o en tranvía, cuando el ruido era excesivo, en lugar de alzar la voz para hacerse oír, mi abuelo interrumpía lo que me estuviera contando y se quedaba callado. En seguida me acostumbré a sus silencios. Aquel día, al salir de la estación de metro, en lugar de ir hacia el mercado de Fulton, me llevó a Boerum Hill, sin darme la menor explicación. A mitad de manzana, vimos una aglomeración de gente que aguardaba delante de las puertas de un teatro. Si no me equivoco, aún sigue en pie. El caso es que nos sumamos a la multitud e hicimos cola para entrar. Recuerdo que dentro del vestíbulo había tres puertas muy altas, pero mi abuelo me llevó de la mano hacia una escalera lateral, y al llegar al primer piso entramos en un palco donde había cinco o seis personas, ya sentadas, esperando a que comenzara el acto. Miré hacia abajo. En el patio de butacas se veía un inmenso mar de cabezas, pero también había gente en los pasillos y en los demás pisos del teatro. De pronto se apagaron las lámparas del techo y un susurro recorrió a la multitud. Unos focos iluminaban el estrado, en el que se veían una mesa alargada y unas cuantas sillas. Un grupo de personas subió en fila al escenario y fue ocupando los asientos, mientras la multitud prorrumpía en un aplauso atronador. Una mujer de unos cincuenta años se acercó al podio y se dirigió al público. Apenas me fijé en lo que decía. Me llamaban más la atención otros detalles. Por todo el teatro se veían banderitas rojinegras, y en el estrado había una pancarta. No reparé en lo que decía porque me sentía incapaz de apartar la vista de lo que había en los extremos del escenario. Eran los retratos de dos hombres cuya estatura era el doble de la de una persona normal, pintados con trazos gruesos de colores estridentes. Parecían monigotes sacados de una cartelera de cine. Iban sin chaqueta, con la camisa desabrochada. Uno llevaba pantalón marrón y el otro azul oscuro. Las cabezas eran desproporcionadamente grandes con relación al cuerpo. Lo que más miedo me daba eran los ojos que, a pesar de lo chillón de los colores, a mí me resultaban de lo más real e inquietante. Me daba la sensación de que me miraban exclusivamente a mí, como si me conocieran y me estuvieran acusando de algo inconcreto. Sólo cuando me acostumbré a aquellas miradas conseguí fijarme en lo que decía la pancarta. Ahora no me resulta posible oír aquellos nombres con indiferencia, pero cuando los leí entonces, carecían por completo de sentido:
Sacco y Vanzetti (1927-1952)
Los oradores subían al podio a intervalos regulares. Todos hablaban exaltadamente, profiriendo grandes voces. De vez en cuando, la multitud interrumpía los discursos, lanzando vítores y aplaudiendo. Aunque estaba pegado a él, mi abuelo no parecía percatarse de mi presencia. Ni una sola vez en todo el acto me dirigió la palabra ni me miró. Lo que más me asombraba de su actitud era que, de toda la gente que estaba en el palco, y seguramente en todo el teatro, él era el único que jamás daba una voz ni aplaudía, aunque yo me daba perfecta cuenta de sus cambios de ánimo, porque le veía apretar los puños y fruncir el ceño. El acto fue bastante largo y a grandes ratos aburrido, aunque también es cierto que el apasionamiento de la gente era contagioso, y al cabo de un tiempo, aunque no entendía por qué, cada vez que la multitud aplaudía o gritaba proclamas, yo sentía una extraña mezcla de emoción y miedo.
A la salida, mi abuelo se despidió con prisa de sus amigos y echamos a andar a buen paso, camino por fin del mercadillo de Fulton. En ningún momento hizo la menor alusión al mitin. Al cabo de unos minutos reanudó la historia que había dejado a medio contar, cuando el estrépito del metro ahogó sus palabras, como si en vez de horas, tan sólo hubiesen transcurrido unos minutos. En Fulton me llevó directamente a los puestos de calzado y me ayudó a elegir un par de zapatos. Bueno, en realidad los eligió él, viendo que yo no me decidía por ninguno. Cuando llegamos a casa, se empeñó en que me los pusiera, para que todo el mundo viera lo bien que me quedaban. Luego se fue a la cocina, a tomar café con los mayores, y a media tarde vino a darme un beso y se despidió.
Ben y yo lo acompañamos hasta el porche. Antes de doblar la esquina, mi abuelo se volvió y nos dijo adiós con la mano. El sol estaba muy bajo y daba de lleno en la fachada de casa.
¿Quiénes eran Sacco y Vanzetti? le pregunté a Ben.
De repente me di cuenta de lo mucho que me apretaban los zapatos y me arrodillé para aflojar los cordones.
Quítatelos antes de que te salgan ampollas, recuerdo que me dijo Ben.
Entré en casa con los zapatos en la mano y fui derecho a mi cuarto, seguido por mi padre. Nos sentamos en el borde de la cama.
¿Dónde has oído hablar de Sacco y Vanzetti? me preguntó, y le hablé del mitin al que había acudido en Boerum Hill.
Es su manera de darte a entender que ya te considera un hombre, dijo cuando terminé. Conmigo hizo algo parecido.
Cuatro . BROOKLYN HEIGHTS
19 de junio de 1990
Las 11:29 en el reloj de la gasolinera. El cierre metálico del Oakland, echado. Mi maleta, en medio de la acera, donde la dejó el sikh. La mancha del Chrysler se aleja, una nube amarilla que dobla la esquina como si la succionara una fuerza invisible. El tiempo parece haber encogido desde que puse un pie en Queens. El trayecto entre los aeropuertos de O'Haré y La Guardia se me ha antojado considerablemente más corto que al ir de Nueva York a Chicago. Tiempo interno, mío, subjetivo. Sensación de que las cosas empiezan a transcurrir más deprisa de la cuenta. Tiempo externo, del mundo, inasible. Procuro que no se desengarcen. 9:43. Aparece mi maleta en la cinta de equipajes, la primera y, durante casi un minuto, la única. Vestíbulo de llegadas. 9:45, según el anuncio de Marlboro. En la parada del autobús, un tipo que lleva un turbante de color azafrán prácticamente me arranca la maleta de la mano y me obliga a entrar en su taxi. Las 10:07, según los dígitos rojos del salpicadero, al otro lado de la pantalla de metacrilato. El sikh sonríe, esperando mis indicaciones. Hicks, esquina con Atlantic, Brooklyn Heights, le digo y arranca de una embestida. Las llantas chirrían violentamente al rozar contra el asfalto. Vamos dando volantazos, sorteando camiones, furgonetas de reparto, autobuses escolares. Todo el tráfico de la mañana en la autopista BQE. Me cae bien el taxista. Por alguna razón, su forma violenta de conducir no me inquieta. Me arrellano en el asiento trasero. Leo en la licencia de cartulina amarilla que se llama Manjit Singh. Como si hubiera seguido la dirección de mi mirada, el sikh se lleva la mano derecha al turbante y me sonríe a través del espejo retrovisor. Unos veintidós años, barba negra, los dientes y las encías rojos de betel. Fuera ya de la autopista se relaja. La pérdida de velocidad le da ganas de hablar. Descorre la portezuela de seguridad. Señala con el dedo las mansiones de piedra, edificios señoriales que flanquean calles con nombres de árboles frutales. Quiere saber si vivo en Brooklyn Heights. Voy a ver a un amigo, explico. Asiente. Buen barrio, muy elegante, dice. En la esquina con Atlantic Avenue, Manjit Singh levanta el pie del acelerador y deja que el Chrysler se deslice hasta quedar perfectamente alineado con el bordillo, justo frente al letrero del Oakland. Se baja solícito; con gran economía de movimientos, abre y cierra el capó y deja la maleta en medio de la acera. Se despide con una inclinación de cabeza, juntando las manos a la altura del corazón antes de volver al taxi. Arranca de una sacudida, como hizo en el aeropuerto. Sale de escena dejando atrás una estela de humo que huele a gasolina y a goma quemada.
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