Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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– Así que de Fuerza Nueva.
Poe no supo cómo defenderse de la camaradería de aquel desconocido que le clavaba las uñas en el cuello.
El despacho de don Luis lo presidía el retrato de un Caudillo joven, napoleónico, con un fajín verdoso y esa mirada perdida en el infinito que se les pone a los que han ganado una guerra, han dejado un millón de muertos en los campos de batalla y pueden subir al cielo con el deber cumplido. Debajo del retrato había una bandera descomunal, seguramente traída desde los tercios de Flandes, y sobre su mesa, levantado en un Gólgota de carpetas, un Cristo de metal cromado le servía de pisapapeles.
Al fin soltó don Luis su presa, y fue a sentarse detrás de la mesa. A voces le comunicó a Maigret, y a toda la plantilla de la comisaría, ya que la puerta seguía abierta, que «unos tíos con lo que hay que tener» habían hecho lo que en España había que haber hecho desde hacía ya mucho tiempo, y que las cosas volverían a donde tenían que volver, y de pronto sonó una ventosidad esperpéntica que las reglas de la verosimilitud habrían encontrado demasiado tópica para ser real, incluso en la novela más mediocre, o demasiado pedregosa y atronadora para venir de un hombre tan enteco.
– Es por culpa de los antibióticos. Me dan gases -se disculpó.
Poe estaba cohibido. Maigret había desaparecido y el muchacho no sabía qué pintaba en aquel despacho.
– ¿Y tú eres de FN? -repitió con desconfianza.
Poe respondió con un gesto ambiguo de cejas.
– Sandocán -gritó de nuevo como un energúmeno hacia la puerta en el mismo momento en que rayaba el teléfono de su mesa-. Llévate a tu primo de aquí. Es idiota.
Entró Maigret y lo arrancó de la vista del Comisario Jefe, que hablaba ya por teléfono. Les despidieron varios de sus «a sus órdenes, mi general», y algo de «los maricas y los comunistas», y cuando ya estaban a salvo, aún les alcanzó el vozarrón de don Luis, con un «cerradme esa puerta», seguido de un resoplido de aires marciales.
Maigret llevó a Poe a su laboratorio.
– Pasa -le ordenó, cediéndole el paso.
Se trataba de un cuartucho asfixiante, mal cuadrado y provisional, como Módulo Experimental dependiente del Gabinete de Identificación de la Puerta del Sol, a la espera de mejoras urgentes. Maigret había ingeniado un sistema que le permitía pasar en él cómodamente sentado horas enteras, leyendo sus novelas policiacas, sin que nadie le molestara. Mediante el cableado apropiado, la bombilla roja sobre la puerta se encendía a conveniencia, estuviera o no trabajando.
Le pidió disculpas.
– Es el suegro de Spade.
Poe puso cara de sorpresa.
– ¿No lo sabías?
Era patente que no.
– Ya nos vamos -añadió, mientras se cruzaba en bandolera una máquina de hacer fotos y arrancaba del suelo una maleta de paredes de zinc. Se la pasó a Poe.
– Verás un crimen al natural. Nada que ver con los que salen en las novelas.
Al tiempo que llegaban Maigret y Poe al domicilio de la vieja, en la calle del Pez, llamaba Spade a la puerta del piso en el que seguía viviendo su ex mujer, por encima de la Plaza de Roma.
No le gustaba a Dora que Paco se presentara sin telefonearla con antelación, y mucho menos a esas horas de la tarde. Era de todo punto inadecuado. Entre otras cosas porque compartía el piso desde hacía once meses con un periodista de la edad del propio Paco Cortés, y no quería Dora que nada interfiriese en una relación que al menos le había devuelto la ilusión por la vida.
– Sabes que no me gusta que te presentes aquí, y menos sin avisar.
Dora no estaba dispuesta a franquearle la entrada.
– ¿Está la niña? -se arrepintió de haber hecho una pregunta idiota, y para resarcirse, añadió, mientras arañaba la jamba de madera:
– Dora, estas guapísima…
No tenía aún los treinta años. Verdaderamente era muy guapa, pero no tanto como le parecía a Paco Cortés, que la reputaba, exceptuando a Ava Gardner, la criatura más bella de la creación.
Era tan alta como él. Era morena, con ojos grandes. Pero con todo era su voz lo que la hacía tan atractiva. A veces, cuando estaban juntos, Paco cerraba los ojos y le decía, cuéntame cosas o léeme algo en voz alta. Y se envolvía en aquella voz arrulladora como en un trozo de terciopelo. Qué voluptuosidad. Tenía una cabellera negra de amplias ondas, ojos insumisos, destellantes y negros, una boca proporcionada, lo mismo que la nariz recta y una cara clásica de cariátide.
– …preciosa de verdad.
Era notorio que nadie como Paco Cortés le había dicho jamás esas cosas con tanto encanto, pero había sucumbido tantas veces a esas palabras y a otras parecidas, que la sola idea de ceder un centímetro, hacía que esos mismos cumplidos consiguieran irritarla. Por otro lado le constaba que cosas parecidas había tenido que decírselas a muchas.
– ¿Has venido a decirme eso? -le preguntó secamente, sin moverse un centímetro, cerrándole el paso, con una mano apoyada en la puerta.
– ¿Está el reportero?
Tampoco nadie podía ser tan impertinente.
– Paco, por favor, déjalo estar. ¿Qué quieres? Tengo cosas que hacer.
Paco conocía bien a Dora y conocía bien al género humano, gracias a las novelas policiacas, y se dio cuenta de que la respuesta de Dora a su pregunta sólo podía ser un no. El campo estaba libre. Así que empezó por disculparse adoptando un aire sumiso.
– Lo siento, Dora. ¿Sabes ya lo del Congreso?
Dora asintió con un movimiento apesarado de párpados.
– Me ha llamado por teléfono mamá. Está preocupada por mi padre. Le cogió con la gripe en cama, pero en cuanto se ha enterado, ha salido corriendo a la comisaría. Iba ya bastante cargado. Conociéndole es capaz de cualquier cosa.
– Por eso he venido. Me he preocupado por vosotras. Todos dicen que la situación es muy grave. Creo que estos momentos son para estar con la familia. ¿Puedo pasar a ver a la niña?
Dora estuvo a punto de decirle que ellas ya no eran su familia, pero no tenía ganas de empezar una refriega, y acabó franqueándole la entrada con un gesto de fastidio y resignación.
– Sólo un momento. Luego te vas.
La niña, que jugaba en un rincón, reconoció a su padre y lo recibió con aspavientos de júbilo. Paco Cortés la levantó en brazos y la lanzó a lo alto tres veces, como si fuese la gorra de un cadete, y eso pintó en el rostro de la pequeña una expresión de gozo y de pánico.
Dora contemplaba la escena con una triste sonrisa. El entusiasta delirio que el padre causaba en la pequeña enorgullecía a la madre y la llenaba de inquietud al mismo tiempo. Se echó Paco la niña sobre el brazo izquierdo y con la mano derecha extrajo del bolsillo de la gabardina, una vieja y arrugada gabardina como la de Delley, como la Sam Spade y como la de Sam Speed, una excavadora de hierro que estuvo a punto de rasgárselo por mil sitios con toda suerte de palas dentadas y volquetes. La niña recibió con hurras aquel nuevo juguete que añadió al parque móvil desplegado por el suelo, y se desentendió de su padre.
– ¿Puedo sentarme un minuto?
Dora se encogió de hombros, como ante una fatalidad. Paco se dejó caer en el sofá. Enfrente de él Dora alivió su cansancio en el borde mismo de una silla, recordándole con ello que la visita había de ser breve.
– ¿No está él?
Procuró Paco que ese él, sabiéndolo lejos, sonase lo más educadamente.
– No -respondió Dora, sin que Paco pudiera adivinar si no estaba porque no había llegado o no estaba porque no iba a venir.
– Tengo una buena noticia que darte -dijo Paco Cortés.
Dora no se mostró entusiasmada. Las noticias que su marido le presentaba como sensacionales nunca lo eran, porque nunca llevaban a ninguna parte. «Me parece que quieren traducirme las novelas al inglés. ¿Te imaginas?» «Me ha dicho Espeja que a partir de enero me va a pagar más por holandesa. Se ha dado cuenta de que me podría ir con la competencia.» «A partir de ahora vamos a ser felices, Dora.» Esas eran las buenas noticias de Paco.
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