Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Y también dijo, Ya te dije. Pero yo negué con la cabeza y ella dejó de hablar. Se dio la vuelta para recoger los papeles que había estado mirando e hizo un gesto para retirarse de mi lado, de espaldas. Yo no supe si estaba moviéndome bajo el agua o en medio de un incendio, el oleaje del fuego, y di un paso y hundí mi cabeza en su melena, y ella, volviéndose, me empujó sin empujarme, las manos en mi pecho, primero querían apartarme y luego me agarraron la solapa, la camisa, apretando en un puñado la tela, y apenas vislumbré sus ojos cuando ya sentí la humedad de su boca en la mía, y mi mano, sin creer lo que sus dedos percibían, rodeaba su cuerpo, lo atraía hacia mí y la mano del soldado en la espalda de aquella mujer fue una paloma que volaba de mi pensamiento, Serena venía a mi boca y mi piel estaba en su piel. Ella apartó su cara de la mía y yo continué rodeándola con mis brazos y respirando su aliento. Sus dedos bajaron despacio por mi mejilla. Los ojos se le habían enturbiado, no eran lágrimas, era la respiración del fuego. Me apartó muy despacio, y empezó a andar por aquella bóveda de silencio. Salió hacia el jardín abandonado y yo me quedé en la oscuridad de las bombillas, con el silencio de las máquinas.
Salió Sintora del taller. La noche le devolvió el rumor de la grava y los árboles, pero no el de la música, que había dejado de sonar. Hizo el mismo camino que a la ida, pero no importaron los rodeos para Montoya. Cuando llegó hasta donde estaban los hombres del destacamento, al poner Montoya la vista en él, Sintora supo que su amigo sabía dónde, con quién había estado.
– Sintorita -le dijo-, eres como el enano Visente, dando misa en mitad del infierno.
Corrons ya no se encontraba en el lugar donde Sintora lo había dejado. El grupo que había al pie de la escalinata se había disuelto y ya sólo quedaban allí los músicos Martínez y Lobo Feroz. Sintora buscó a Serena con la mirada.
– Se han ido -le dijo Montoya-. Se acabó por hoy la funsión. Y si quieres que te diga la verdad, prefiero un entierro a una boda como ésta, aunque sea un entierro de ésos en los que le ponen al muerto un pañuelo alrededor de la cabesa y lo tienen allí todo el rato en la cama, mirándote con los ojos esos que tienen los muertos.
Y esa noche, mientras Ansaura, el Gitano, murmuraba el nombre de su mujer y su retahíla de números, elevada la voz por los vahos del vino, acostado en su litera, Sintora fue enterándose, según le iba contando Enrique Montoya, de que mientras él estaba en el taller de costura, a la Ferrallista habían acabado por bajarla de la mesa desde la que estaba cantando, y que el Textil, estimulado por las aberturas que se iban produciendo en el vestido de la mujer, había intentado bailar con ella, ya sin más música que la del trompetista Martínez. Y que, como Paco Textil ya se encontraba casi a punto de consumar el matrimonio de la Ferrallista en el jardín ante la vista de la gente que por allí quedaba, se produjo un altercado.
– Pero no fue el enano Torpedo el que intervino. Disen que estaba dentro de la Casona, que no vio nada, pero a mí lo que me parese es que a pesar de toda su chulería, ese enano es un cobarde -comentaba Enrique Montoya desde su litera, apurando todavía una botella de vino-. No me va a dar escrúpulo colocarle cuernos al miserable. Fue la asturiana, la Dinamitera, que salió de detrás de unas matas, quien cogió al Textil por la espalda y lo apartó de ensima de la Ferrallista, que sólo mentaba mi nombre, con mucho dolor, con dolor y ternura. Papusito, Montoyita, cosas así desía, girando como una peonsa, perdida, mientras Rosita la Dinamitera agarraba un cuchillo con pringue de manteca y se lo ponía al Textil en el pescueso y le desía que le iba a cortar los huevos y esas cosas que disen las señoras enfuresidas. Pero la Ferrallista ya me había encontrado y quería abrasarme. Olía a mucho vino, y los pelos, con ese color que no sé cómo le han puesto, paresían greña. Pero aun así te digo, Sintorita, que preferiría ahora estar hablando con ella y no contigo.
En la cama de Ansaura se oyó una especie de gruñido que súbitamente acabó con el recuento del soldado.
– Este muchacho se va a fracturar la tráquea de un ronquido. Menos mal que sólo rebusna cuando bebe. Lo deberían declarar incapasitado, lo mismo que a ti. A ti por las gafas, que te las deberías quitar para que te empeoraran los ojos y a él por querensia a su mujer. Que os mandaran a vuestra casa, a ti a trabajar en los tranvías, si es que no los han destrosado las bombas, y a él al boquete ese de sapatero que tiene en el portal de su casa, metido debajo de una escalera por la que sube y baja su mujer a la asotea donde viven, en Barselona. Se vino a Madrid con los anarquistas, el Gitano, y mira dónde ha acabado. Con unos saltimbanquis, en la boda de la Ferrallista.
Se bajó Enrique Montoya de la cama con mucho crujido de muelles y mucha lentitud. Ansaura, el Gitano, emitía unos alaridos sofocados que de un momento a otro estaban a punto de llevarlo a la asfixia. Montoya apuró un último trago de la botella y la dejó en el suelo:
– ¿Tú sabes que lo que toca Martines es una cosa que se llama jass, o sea, jota, a, seta, seta? Dise que lo aprendió en América, de los negros. El Lobo Ferós estuvo con él, tienen una foto, con rascasielos. No como el mierda enano ese que dise que ha estado en no sé dónde de Italia y es una puta mentira.
Se acercó Montoya a la cama de Ansaura y lo zarandeó con fuerza, casi a punto de tirarlo al suelo. Cojones, Gitano, gritó Montoya, y el otro, apenas sin inmutarse, emitió un pitido, una queja y se dio la vuelta. No me ronques más o te meto una bala en el bisoñé, compañero, añadió Montoya antes de recoger la botella y volver a su cama.
– El Textil se quedó un poco sin saber qué haser, con el cuchillo mantecoso en la garganta. El cabo Solé, que estaba con el faquir, no como yo, sino dándole directamente monedas que el otro se tragaba, fue quien le cogió la mano a Rosita y la metió en rasón, mayormente porque la Dinamitera se lleva bien con el cabo y le tiene respeto. Y entonses es cuando aparesió el enano Miera, con su uniforme de marioneta y se vino para su señora, que me la tuve que apartar con mucha fuersa, disiendo bambina mía, cara Dolores, y piccola y toda esa basura. Y se la llevaron, a la Ferrallista, que ya no lloraba ni sabía lo que le estaba pasando.
Y todo lo oía Sintora como si la voz de Enrique Montoya y sus palabras fuesen una telaraña de sonidos que iba formándose en la oscuridad, y a través de esa gasa espesa Sintora veía sus propios recuerdos. Una y otra vez volvía a verse entrando en el taller de costura, acercándose a Serena Vergara, volviendo a estudiar aquel gesto de ella cuando lentamente giró el cuello, la melena, y se quedó mirándolo. Intentaba revivir aquel instante, el momento en que su cara se hundió en el pelo y en el olor de ella. Y en su propia piel, en sus dedos, buscaba el rastro, el olor que en ella había dejado, tenue, inaprensible, la piel, el cuerpo de Serena Vergara.
Con el olor en mis dedos, estuve mirando la oscuridad hasta que Montoya quedó vencido por el sueño y yo, levantándome muy despacio, me asomé a la ventana y miré los árboles y la noche y la bóveda de cielo bajo la que Serena Vergara y yo respirábamos el oxígeno de la guerra.
Volvió a verla entre los árboles. Volvió Gustavo Sintora, después de la noche en la nave de costura, a esperar a Serena Vergara en la oscuridad, a caminar a su lado y a abrazarse con ella al abrigo de los camiones aparcados en el jardín. Eran dos ladrones que se movían sigilosamente en la noche, robándole vida a la vida. Ella le dijo que sólo tenía un miedo, y no era el miedo de Corrons, su cólera y su pistola, porque ése era un miedo que desde hacía mucho tiempo vivía con ella. Temía que Corrons le arrebatase a su hija, que no la dejara volver a verla nunca más y la niña creciera al lado de aquel hombre. Corrons era la muerte y yo lo veía en su mirada y en sus manos, cuando ponía sus ojos muertos en la gente, cuando sus dedos se movían en la lentitud y agarraban un vaso, un cuchillo, otros dedos, la mano de otro hombre.
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