A través de esos escritos supe quiénes eran aquellos hombres que combatieron en una guerra lejana, cuando ellos ya habían desaparecido del mundo, cuando ya sólo vivían en los cuadernos de Gustavo Sintora. Ellos son el rostro y la voz, la memoria de aquellos otros miles, millones de seres que sin dejar nombre ni huella vivieron los años de la furia. Todos quedaron retratados en esos cuadernos de pastas oscuras y viejas por aquel soldado joven y con gafas que ya para siempre fue un hombre sin patria, porque su verdadera patria nunca fue un territorio o una bandera, sino una mujer, una mujer que tenía el resplandor de los veranos en la mirada, el reflejo del fuego ardiendo bajo la piel. Aquélla fue en verdad su patria y por ella siguió luchando, sin importar que estuviera lejos o perdida para siempre.
La guerra ya para siempre iría con él, tronando secretamente en el silencio de su vida. No pudo el tiempo, el duro trabajo de los meses y los días, borrar aquel rumor. No pudo el olvido vencer a Gustavo Sintora. Quizá aquél fue el único triunfo de su vida, el único combate del que aquellos soldados salieron victoriosos. Con su letra ya endeble y temblorosa lo dejó escrito en el último de sus cuadernos. Ansaura, el Gitano, mi amigo Enrique Montoya, Doblas, el sargento Solé, el capitán Villegas, los hombres que lucharon, cada día atraviesan sus fantasmas mi vigilia y van a reunirse allí, en lo hondo de mi sueño para resucitar una ciudad perdida, un tiempo de combate y furia en el que ahora, en la distancia, sé que alcancé la plenitud de mi vida. Si por algún camino oculto pudiera, yo volvería al fragor de aquel tiempo, volvería a escuchar el claxon del coche alargado y negro del Textil, las risas de Enrique Montoya o las canciones que en los escenarios pobres de los pueblos entonaba la cantante Salomé Quesada, el rumor de la cantina y la voz alegre del mago volando por encima de él. No importa que luego vinieran los disparos y la huida, la derrota, porque allí estaría ella, una mujer con un campo de girasoles ondeando en la piel. Nada importaría que ya para siempre también yo fuese un soldado perdido en la niebla, como aquellos jinetes que en el Ebro, entre casas derruidas y tanques quemados desaparecieron de la faz de la tierra, tragados por el furor de la batalla. Ni siquiera sombra ni cenizas, ni siquiera cadáveres mutilados quedó de ellos. Igual que tantos a lo largo de los siglos, desaparecieron del universo como si nunca hubieran puesto pie en él, como si nunca hubieran existido, borrados del tiempo como yo con ellos quedaría borrado en este instante si tras de mí no dejase la huella humilde de estas palabras que escribo, el nombre que ahora digo. Serena.
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