Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Y como si fuera un muerto, como si fuera un espectro, alguien que venía de otro mundo, vieron un día, cerca de la Puerta del Sol, Doblas y Sintora, al Marqués. Se lo encontraron de improviso, al girar una esquina y tropezárselo de frente. El viejo hizo amago de huir, pero el propio asombro de los dos soldados, casi la alegría pintada, entre las cicatrices de los vidrios y los perdigones, en la cara de Doblas y la sorpresa inocente en los ojos de Sintora, lo hicieron detenerse.
Nunca me habían visto ustedes al sol, es lo primero que les dijo. Llevaba un abrigo militar, y bajo él podía vérsele el batín de seda roja. Ahora va a ser a ustedes a quienes encierren y fusilen, les dijo con una sonrisa, también inocente, sin atisbo de venganza. ¿Y Corrons?, le dijo Sintora, con la esperanza de pronto renacida, por un instante, antes de morir de nuevo por aquel gesto del hombre anciano, encogido de hombros, diciendo: Ya no hay Corrons, ya no hay más Corrons, ni más cautiverio, me escapé, y ahora viene mi libertad, que no es la de ustedes.
Y entonces, caminando junto a Doblas y a Sintora, cubriéndose a cada paso el cuello y las orejas con las solapas del abrigo raído, les contó el Marqués que, en su casa, al llegar Montoya, él, lo mismo que todos los que allí había, supo lo que iba a ocurrir. Sabía que se lo iban a llevar con ellos, que la hora de su viaje había llegado. Sabía que lo iban a matar, y para perder la conciencia, para no darse cuenta del trance, sacó la botella con restos de coñac que tenía escondida entre unos cojines destripados. La apuró de un trago, mientras en la habitación de al lado oía los gritos y luego los disparos, y nada más apurarla, nada más tragar la última gota de alcohol, fue al cuarto de baño y allí se bebió el éter que tenían en un frasco de cristal.
Y era tanto el miedo que, acabado el éter, el Marqués, dando tumbos y oyendo los gemidos y nuevos gritos, otro disparo, encontró en un rincón una botella de gasolina y fue a bebérsela ante la mirada indiferente del abogado Cantos. Le había dado dos buches largos a la gasolina cuando Corrons y uno de sus hombres, Armando pensaba él, irrumpieron en la habitación y de un golpe le arrebataron la botella de los labios. Me partieron este diente, dijo, señalándose la boca, sin tiempo de que ni Doblas ni Sintora vieran nada. Buscaron al cura, que había desaparecido no se sabía cómo, quizá escondido en la biblioteca, detrás de unas tablas huecas que allí había, después mataron al abogado, a sangre fría. A él se lo llevaron. Vio a uno de los hombres de Corrons, Asdrúbal, muerto, Montoya a su lado, también muerto, pensó él, en la entrada de la casa. Y ya en la escalera notó, más por lo ingerido que por la contribución del miedo, que las piernas se le doblaban cada una para un lado, y que cada una bajaba los escalones a su manera y sin saber cómo se hacía aquella operación.
Todo empezó a oscilarle en la cabeza, notó que las tripas se le desbarataban. Lo empujaron dentro de un coche, y lo llevaron por las calles de Madrid, que él no reconocía, por el tiempo sin verlas, por las bombas o por la intoxicación que llevaba por las venas y el entendimiento. Le temblaban los dientes, se le desmoronaban y aquella tierra que creía tragar le producía arcadas y vahídos. Los hombres no hablaban, y cuando hablaban los oía muy de lejos, como si Corrons y los suyos viajaran en otro coche. Se le nubló la vista y todo lo que miraba lo veía incendiado por una llamarada roja, el cielo, las casas y la gente, todo lo veía tintado con el color del infierno. Detuvieron el coche delante de un edificio del que colgaba una bandera comunista, o quizá fuera de otro color, pero él la veía roja. Corrons se bajó, el Sordomudo con él, y ambos entraron en el edificio, que, efectivamente, tenía una hoz y un martillo grabados en la puerta. Otro de los hombres, Armando creía él, se quedó de pie delante del coche, Amadeo al volante. Hubo unos disparos, alguien corría por la azotea de uno de aquellos edificios y apuntaba a la calle. El Marqués, indiferente a las carreras de la gente, a los disparos que rebotaban a su lado, se bajó del coche y se perdió por una esquina, sin que ninguno de los hombres de Corrons, Amadeo ni Armando, distraídos por los tiros, advirtieran su huida, hecha sin disimulo ni estrategia, pues según contaba, se alejó del coche dando tumbos y haciendo eses, notando cómo todo era pasto de un incendio enorme, de unas llamaradas que alcanzaban a tintar el color del cielo.
No supo lo que ocurrió. Se despertó ya de noche, delirando y medio congelado en un escalón. En una calle que no conocía. Ahora vivía en un túnel del metro, volvería a su casa cuando las tropas entraran en Madrid. Se quedó mirando a Doblas y a Sintora con una sonrisa antes de despedirse de ellos y perderse calle abajo, su cuerpo insignificante dentro de aquel abrigo grande y sucio. Un fantasma más en aquel mundo de fantasmas, escribió con su letra menuda Sintora. Y allí mismo, en aquella calle por la que habían visto alejarse al Marqués, oyeron un ruido de gritos y tambores, correr de gente y vítores. Se miraron en silencio Doblas y Sintora. Los ojos de Doblas eran los ojos de un animal, vaca o dragón, ojos tristes, tapados por párpados de peso y rodeados por aquella nube de cicatrices menudas. Pensé que aquéllos eran los ojos de la derrota, los ojos de un animal en la cara de un hombre.
Oyeron acercarse el ruido y se retiraron de la calle, doblaron una esquina, y desde lejos vieron el ondear de banderas. Iba una columna de marroquíes desfilando con un redoble pobre de tambor, y por su lado corría la gente dándoles aplauso y alzando el brazo con el saludo del fascismo. Marchaban rápido, iban limpios y alimentados, con su piel negra y la mirada negra. Y yo miré a Doblas otra vez y le vi la boca abierta, el grosor de los labios, la saliva brillándole entre los hierros de la boca, por abajo los moros y su desfile, la música de su victoria, la bandera de dos colores, y vi que una lágrima o un sudor repentino le bajaba por la cara y serpeaba por entre las costuras que el plomo y las postillas del vidrio le habían dejado en la piel, con sus ojos de animal triste, Doblas, y me vino el temblor del frío, y parecía que me fuese a desmembrar y que cada parte de mí se fuese a caer por su lado, de tanto como temblaba, iba a salirme de mi cuerpo, y Doblas, sin mirarme, mirando el desfile, dijo sin voz, sólo con el vaho de la voz, Vámonos.
Los detuvo cerca de la Casona una columna de soldados que llevaba escolta de camisas viejas. Ya se habían desprendido de sus fusiles, los habían arrojado unos cientos de metros más abajo, entre los arbustos de un terraplén. Encañonados y con amenazas, un falangista le escupió a Sintora en las gafas y tuvieron que ponerle una bayoneta en el cuello a Doblas para contenerlo, fueron llevados a un solar cercano al que iban llegando los soldados de la victoria y nuevos presos.
En una de las esquinas del solar, debajo de unos chopos, pusieron de rodillas a uno de los presos, un oficial, y le dieron un tiro en la cabeza. Le cubrieron la cara con las ramas de un árbol. Y todavía estaban riéndose los soldados que habían disparado sobre el militar cuando a lo lejos Sintora vio aparecer en medio de un nuevo grupo de hombres al sargento Solé Vera. Venía todavía con la cojera, con su gorra de plato torcida, el viejo capote sobre su guerrera de cuero rota y andando derecho, destacando entre aquellos hombres que se torcían por la mansedumbre natural del miedo. Por detrás vi asomar el traje que había sido blanco del mago Pérez Estrada y la figura menuda del faquir Ramírez. Oí la respiración de Doblas, su fuelle ronco, al verlos. Habían dejado libre al enano Visente. A la Ferrallista la habían encontrado ahorcada en su habitación de la Casona, había escrito el nombre de Montoya en un papel y lo tenía apretado en una mano. Su cuerpo, me dijo el mago, se había alargado con el ahorcamiento, y era un ciprés blanco, pálido, sin viento ni aire que lo meciera.
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