Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Dos días después de que se fueran el sargento Solé Vera y Doblas, salió Gustavo Sintora en un nuevo tren camino de Málaga. La guerra había terminado, por más que continuara todavía su trabajo de destrucción y muerte, por más que su estela se prolongara durante no se sabe cuántos años en la vida de muchos de aquellos hombres, para los que la batalla y la huida no acabaría nunca. Pero volvieron los años a reunirlos, volvieron con el tiempo a saber unos de otros. Volvió con el tiempo a saberse de los hombres que lucharon.
Vivían en Málaga el sargento Solé y Doblas, también Sintora, los ojos creciéndole lentamente detrás de las gafas. Y un día, once años después de que ellos llegaran, por separado y vencidos, de Madrid, entró por la puerta del café Cruz el comandante Villegas. No vieron sus rasgos con el contraluz y la claridad que, poniéndole aureola de santo, llegaba de la calle, pero en aquella figura alta y delgada, el sargento Solé Vera reconoció a su antiguo capitán. Y dejó de hablar el sargento que ya no era sargento, miraron a donde él miraba, su ayudante Doblas, el Toto y el padre de Luisito Sanjuán. Venía algo demacrado, con las ondas de su tupé en orden y pintado de canas, el bigote recto y un abrigo colgando del brazo, el comandante Villegas, que ya también había dejado de ser comandante, y militar, soldado. Se quedó allí de pie, dejó que mi padre se le acercara y se abrazó con un gesto lento al que había sido sargento Solé Vera. Se abrazaron los dos hombres despacio, dándose palmadas suaves en la espalda, con las sienes juntas y los ojos abiertos.
Mi hermano, que había estado hasta un momento antes cogido de la mano de mi padre, lo vio. Y vio cómo Doblas dejó su vaso de café en el mostrador y casi se puso firme para darle la mano al hombre que llegaba de tan lejos, de tanta guerra. Y aunque yo todavía no estaba en el mundo, ni sabía que el mundo existía, supe lo que ocurrió. Me lo contó mi hermano muchos años después, y también me dijo que al poco, esa misma tarde, se reunió con ellos Gustavo Sintora, que ya había dejado su empleo en los tranvías y llevaba unos meses trabajando en los talleres del diario Sur. Tenía unas arrugas finas por debajo de los ojos el comandante Villegas, y la mirada más triste, con un atardecer por dentro de las pupilas que Gustavo Sintora había visto alegres y en movimiento en medio de una habitación llena de fotos de artistas. Y esa noche, cuando ya el padre de Luisito Sanjuán se había retirado y a mi hermano lo había dejado mi padre en la casa, los supervivientes del destacamento, con el Toto de añadido, vieron cómo la oscuridad todavía se hacía más densa en los ojos de su antiguo jefe.
Hasta ese momento de la noche no hablaron de la guerra, sólo de los años, de los trabajos, de la dureza de la vida, pero entonces le contaron el fusilamiento de Ansaura, el Gitano, del que el comandante había tenido alguna vaga noticia a la que no había querido dar crédito, y también le contó el sargento Solé la muerte de Enrique Montoya, los últimos días de Madrid. Y el comandante, ya metido en la madrugada y en los vahos del alcohol, sin perder el gesto y sin que el nudo de la corbata se le ablandara un milímetro en el cuello, contó su salida de Barcelona, convertido ya en comandante, habló del camino a la frontera de Francia, el ejército en retirada mezclado con la población civil por las tierras de Gerona, mujeres que arrastraban maletas, mulos muertos, soldados heridos con vendas de mugre, coches abandonados y sin combustible en las cunetas, niños que entre los brazos llevaban un cachorro de perro, la cadena de montañas delante de ellos y la carretera serpeando cuesta arriba. El mar a un lado y el invierno dándoles azote. Una desbandada de cientos de miles de personas en medio de la que él intentaba avanzar con los suyos.
En los puestos fronterizos se acumulaba el caos. En medio del desastre, la unidad del comandante Villegas cruzó la frontera en perfecta formación y orden. Había hombres que llevaban tierra española en el puño, otros lágrimas en los ojos. Fueron desarmados nada más pasar al otro país, iban con toda la ropa puesta, porque no les dejaban llevar bultos ni macutos, nada en las manos. Días después, cuando ya toda esperanza estaba perdida, seis de sus soldados llevaron a hombros hasta el patio de un pequeño cementerio el ataúd de Machado envuelto en una bandera de tres colores. Estuvieron durmiendo en las playas de Argeles, en boquetes que excavaban en la arena para no morir de frío. Aunque comíamos, dormíamos y nos daban el trato que se les da a los animales, nadie se comportó como un animal en aquel campo de concentración, por lo menos en el lado de dentro de las alambradas, dijo el comandante Villegas, alumbrado su perfil por la luz endeble de uno de los quinqués del Cámara, ya sin ruido de clientes ni botellas, los camareros poniendo las sillas sobre las mesas y andando de puntillas al pasar por al lado de aquel hombre que rodeado de silencio hablaba pausado y firme.
Estuvo con los partisanos y combatió contra los alemanes, el comandante Villegas. Nueve años de guerra, tanta destrucción ha pasado por delante de estos ojos, susurró mirando las pinturas, los campos y las mujeres dibujados en las paredes del Cámara. Entró con la primera columna en las calles de París, el día de la liberación. En el primer carro de combate que pisó los Campos Elíseos iban dos malagueños, dijo con una sonrisa, Me acordé de ustedes, allí, tan lejos, sin saber si me acordaba de muertos o de vivos. Conoció a una francesa, pequeña y rubia, como la mujer de los sueños de la que siempre hablaba Montoya. Murió de una enfermedad del pecho, a los dos años de estar con ella. Quizá no fue la mujer de mi vida, pero la quería, y era dulce, dijo el comandante, y los hombres del antiguo destacamento pensaron todos en aquella cantante de cejas corridas y ojos negros, Salomé Quesada, que huyó con el solista Arturo Reyes llevándose para siempre la vida y el corazón de Villegas, quien, una vez muerta la joven francesa, vivió en Lyon, trabajando en una oficina de patentes, y ya cansado de estar lejos de su patria, se había decidido a volver.
Se despidieron en silencio los hombres, al amanecer, sus pasos resonando cada uno en una dirección distinta en el cruce de la calle Larios y la Alameda. Pero con el paso de los días volvieron a encontrarse, en el café Cruz, en el Cámara o en Los 21. Pasaron los años y la guerra se fue convirtiendo en una niebla entre la que de vez en vez asomaban rostros de fantasmas. Con el tiempo se unió a aquellos hombres que habían atravesado la guerra juntos Sebastián Hidalgo, llegado de la cárcel de Madrid, condenado siempre por sus estafas y falsificaciones. Y Sintora, que ya trabajaba redactando los sucesos del periódico, le buscó empleo allí, repintando fotografías, corriendo las cejas de los asesinos, frunciéndoles el ceño, borrando arrugas a los próceres, como en otro tiempo había hecho en Madrid. Yo lo vi el día de su llegada a Málaga acompañado de Sintora y Doblas, pequeño y sonriente, con una chaqueta oscura sentado en el patio de mi casa, tomando un refresco de limón con espuma de bicarbonato, haciéndome juegos de manos entre los mazos de margaritas que nacían en los arriates.
Vi a Sintora, a Doblas, a mi padre, el sargento Solé Vera, y a Sebastián Hidalgo sin saber quiénes eran, sin saber qué vida ni qué hombres se ocultaban detrás de aquellos rostros arañados de arrugas y cicatrices. Con el tiempo fui intuyéndolo, adivinando algunas historias, sabiendo otras. Oí hablar del mago Pérez Estrada, de nuevo actuando en los cabarets de Barcelona, compartiendo a veces cartel con el famoso mago Chin Lu y sacando al escenario bandadas de palomas y jóvenes vestidas con alas de ángeles, ya nunca a su caballo Ulises, perdido en la nada del espacio, pero siempre con un inmaculado frac de resplandeciente raso blanco, el mago, tan distinto su destino al del faquir Ramírez, que ya nunca quiso acercarse a cuchillo, chatarra ni metal alguno y que, ya para siempre con el bigote pespunteado de cicatrices, encontró lugar en una panadería de Talavera, amasando la materia blanda de la levadura, sólo en la madrugada, oyendo el eco de las bombas en lo hondo de sus oídos y comprobando cada amanecer, con la primera luz del día, que el mundo continuaba en paz, que en los campos de Talavera seguían germinando las cosechas y que el estruendo de las bombas sólo había estallado en la fragua de su cerebro.
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