Índice de contenido
¡No creas todo lo que te digo! (Saga "No creas" - Parte I)
Portada
Capítulo 1: Casualidad
Capítulo 2: Máscaras
Capítulo 3: Confiar
Capítulo 4: Furia
Capítulo 5: Vos sos la alegría
Capítulo 6: "El miedo no me tiene"
Capítulo 7: Frenar
Capítulo 8: Cuerpos
Capítulo 9: Confusión
Capítulo 10: "Y yo soy dolor"
Capítulo 11: Puente
Capítulo 12: Mentira
Capítulo 13: "Vacas"
Capítulo 14: Red
Capítulo 15: Tan distinta
Capítulo 16: Vida privada
Capítulo 17: Para siempre
Capítulo 18: Otra mirada
Capítulo 19: Tres o ninguna
Capítulo 20: Las manos en el fuego
Capítulo 21: Una extraña
Capítulo 22: Perdón
Carta de Ámbar a Thiago
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
A los habitantes de mi corazón
y a vos, que estás leyendo, que estás conmigo
y me dejás abrazar tu alma.
Capítulo 1
—Contá siempre con todo lo mío, hija; hasta con mi complicidad.
Luego la miró profundamente a los ojos, le dio un tibio beso en la frente, plata para el almuerzo, y quitó el seguro de la puerta para que Ámbar pudiera salir del auto y entrar al colegio. Su papá siempre tenía las palabras precisas para tranquilizarla y hacerla sonreír. A veces sentía que podía leerle, no solo la mente, sino también el corazón. En ese momento no dijo una palabra, solo respondió con una breve sonrisa y un abrazo.
Aquella mañana llovía a cántaros, como si el cielo se hubiese solidarizado con su mal humor. Se tapó la cabeza con la mochila, corrió torpemente esquivando charcos y baldosas rotas y entró a la escuela, sin ganas de nada, ni de hablar. Ese día, soportar el colegio, a los profesores y hasta a sus propios compañeros era más difícil que cualquier otro. En el único momento en que Ámbar pudo frenar sus pesados pensamientos fue cuando Thiago se puso a cantar a los gritos All about that bass, arriba de una silla, con la bufanda de la profesora en la cabeza simulando un sombrero que le quedaba muy gracioso, y un borrador como micrófono, mientras todo el curso estallaba en risas. Thiago sabía hacerla reír y olvidar.
Lola, Vicky y Ceci, su grupo de mejores amigas, estaban en su mundo, bah, en realidad, en el “Mundo Lola”, como siempre. Recién cuando comenzó el recreo se percataron de los ojos hinchados de Ámbar, producto de haber estado llorando durante toda la noche.
—Eu, ¿qué pasa? ¿Estás llorando? –preguntó Ceci mientras le daba un mordisco a un alfajor.
—Sí, te noté la cara hinchada cuando entraste pero no te quise preguntar porque, no sé... –dijo Lola, mientras Ámbar pensaba: ¿Porque qué? A veces necesito que me preguntes. Jamás se lo diría.
—Nada, me repeleé con mi mamá anoche, y me sacó la notebook y el celular por una semana.
—Nooo, bajón –acotó Vicky mirando para otro lado, buscando al chico de quinto que le gustaba–, pero, ¿qué hiciste?
—Mi mamá se levantó para ir al baño como a las cuatro y media de la mañana y como vio luz en mi habitación, entró y yo estaba con la computadora, en Twitter, y se recalentó.
—¡Noo! ¡Qué tarada! ¿No la escuchaste cuando se levantó? –preguntó Lola con tono burlón–. Bue, ya fue, tampoco es tan grave, es una semana no más, de última usás Twitter desde nuestros celus o cuando vamos a la casa de Ceci. ¡Ay boludas, hablando de Twitter, me olvidé de contarles que ayer me faveó Mauri!
Como era habitual, Lola cambió completamente el rumbo de la conversación y terminó hablando de ella. Los tiempos que cada una tenía para compartir sus tristezas y sus alegrías con el grupo eran establecidos por ella, que sin la necesidad de decir nada, con un gesto o una mirada, lograba que todas le hicieran caso. Era indiscutiblemente la líder del grupo. Sus curvas, su gran altura y su personalidad desinhibida la hacían parecer mayor, por eso ella era la que iba al frente en cualquier situación. Lola era una de esas amigas que confunden sinceridad con crueldad, que opinan cuando nadie se los pide, que gritan todo el tiempo para que jamás quede alguien sin oírlas, que necesitan burlar y menospreciar a los demás para sentirse grandes; superficialmente linda y seductora, profundamente fea y sombría. Bastaba con mirarla por unos minutos a sus enormes ojos miel para ver su oscuridad, aunque eso era algo difícil de lograr porque Lola también era una de esas personas incapaces de sostener la mirada por más de un par de segundos. Tenía dos hermanas mellizas más grandes a las que seguía e imitaba en todo. No había mejor plan para un viernes que organizar un pijama party en la casa de Lola una noche en la que sus hermanas y sus amigos hacían previa ahí para después salir a bailar. Las cuatro miraban todo como si se tratara de una película. Cada tanto buscaban excusas para acercarse y formar parte, al menos, por unos minutos, y desfilar frente a los ojos de los chicos más grandes. Escuchaban, observaban y aprendían movimientos, palabras, modos que luego imitaban. A Ámbar era a la que peor le salía porque nunca le había gustado eso de copiar a los demás, creía fuertemente que lo importante era ser uno mismo sin imitar a nadie, pero también sabía que para encajar, ciertas impostaciones eran necesarias. La razón por la que había tenido problemas con su mamá aquella mañana tenía, de algún modo, que ver con eso. Ámbar se había quedado hasta la madrugada hablando por mensaje directo con uno de los amigos de las melli, que ni siquiera le gustaba, pero el solo hecho de sentirse interesante para un chico más grande le generaba una extraña forma de plenitud. Pero Ámbar no llegó a contarle a sus amigas cuál había sido la verdadera razón de la pelea con su madre, Lola ya se había encargado de acomodar el tema en el olvido.
El espeso malhumor que la acompañó aquella mañana se interrumpió en medio de la hora de Matemáticas, cuando los celulares vibraron en los bolsillos de todas, menos Ámbar, al mismo tiempo. Era un mensaje que Vicky se había ingeniado para mandar sin mirar, desde abajo del banco, a “Vacas”, el grupo de WhatsApp que tenían y en el cual compartían fotos, imágenes y todo lo que les pasara durante el día, por más intrascendente que fuera.
Lola leyó el mensaje y sigilosamente se lo mostró a Ámbar. Cada vez que la profesora giraba hacia el pizarrón iban poniéndose histéricas, de a una y en silencio, haciendo extrañas muecas con la boca y los ojos, diciéndose, sin decir palabra: VAMOS.
Julián Rivera era un “popu”, que es como llaman a los chicos y chicas que tienen muchos seguidores en Twitter; él tenía más de tres mil, entre los cuales Ámbar era un número más. Era rubio, de ojos enormes, casi transparentes de tan claros. No era muy alto y aunque eso no se percibía en las fotos, se sabía por los comentarios de quienes alguna vez lo habían visto andando en skate con sus amigos o, algún viernes, en Ruta, la cervecería del centro. Tenía cuerpo de dieta y gimnasio y una sonrisa perfecta de mil dientes blanquísimos. Usaba expansores y tenía tatuajes desparramados por todo el cuerpo que exhibía constantemente en Twitter.
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