Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Corrió escaleras arriba Sintora, oyendo cómo los vidrios del portal y los primeros peldaños y la reja del ascensor se quebraban con las balas de la ametralladora. Olía a guisos y a pólvora. La penumbra parecía cargada de ojos, de ojos que no miraban, de ojos cerrados, de bocas que expulsaban aquel vaho que me rodeaba. Yo estaba dentro de un pulmón enfermo, dentro del pecho de un muerto, y respiraba su aire, su oxígeno muerto. Estuvo allí, sentado en la escalera, sentado como había estado sentado Montoya en los peldaños de la casa del Marqués, igual de herido yo, aunque sin herida, mi amigo con el pecho roto y la voz, una palabra en los labios, sacramento, hasta que los disparos de la calle se debilitaron.

Se asomó Sintora al portal, el fusil apuntando a la fachada de enfrente, a las ventanas, a otros portales. El camión de la torreta y las planchas de metal se perdía por una de las calles que salían de la glorieta, lento y pesado el escarabajo de hierro, cabeceando y ronco. El hombre muerto con el bastón y el periódico seguía tumbado en el suelo, parecía haber cambiado de postura en el sueño de la muerte. Corrió Sintora, se alejó del portal y de la glorieta. Iba orientándose por calles por las que nunca había transitado, reconociendo nombres, algún edificio visto alguna vez desde los camiones del destacamento. Todo era gris, sólo gris y frío, y en una esquina alguien había encendido un fuego que con sus llamas de color naranja figuraba un boquete, la tronera por la que podía verse la vida, lo que había detrás de aquel decorado sucio, por el que yo andaba, Madrid.

Y así, con la tarde ya vencida, llegó Sintora a la Puerta de Toledo. No había ruido de explosiones en el frente. Los campos y los edificios bombardeados durante tantos meses habían dejado de respirar, una bruma helada caía sobre ellos. Sin árboles. La noche se los iba comiendo con dentelladas lentas, los tragaba despacio. Sintora andaba pegado a la tapia que separaba la calle de las vías del ferrocarril. Avanzaba lento y con la vista fija en la lejanía de la otra acera, en el portal y en las ventanas de la casa de Serena Vergara, de Corrons. Llevaba un corazón en el pecho y otro latiéndome en el cañón del fusil. Y cada uno trabajaba por su lado, bombeándome su sangre y su miedo, los dos. Se detuvo el del pecho cuando a lo lejos vi la figura de la niña, sentada en los escalones del portal. Pero la niña no era la hija de Serena Vergara. Lo supo Sintora cuando avanzó unos metros más y vio que la niña aquella era mayor que la hija de Serena. Tenía una muñeca, un nudo de trapo con cabeza de lana amarilla entre los brazos, y se retiró al ver llegar al soldado, que entró en el portal.

Rezaba sin rezar. Levantaba los pies del suelo con mucho cuidado, simulando que no andaba. Vi la cara de Serena abriéndome la puerta, aquella noche, meses atrás, la llamarada de su fuego. La niña me miraba desde la entrada del portal con los ojos redondos. Con la mano en el gatillo. Me paré delante de la puerta. Ya no tenía corazón. No había ruidos, la niña avanzaba a mi espalda, silenciosa también. Alerta. Olí el olor de Serena y vi los muebles, la luz de las habitaciones, la cama con su colcha de rombos. Pegué la cara al frío de la puerta, a la madera y sólo oí voces de otras casas. Puse la boca del cañón contra la puerta y la golpeé, y sólo hubo el ruido del fusil en la puerta. La niña había empezado a subir los peldaños de la escalera, me miraba con los ojos todavía más redondos, asomaba la muñeca, la almohada de trapo, por encima de la baranda para que también me viera, le murmuraba al oído, a la estopa, a la lana, Míralo, me señalaba. Había unas gotas, tres, de sangre en el suelo. Tres estrellas de cien puntas, delante de la puerta. Me volvió al pecho el corazón, se me fue el miedo y me vino otro miedo, y en el tránsito de los miedos golpeé la puerta, con la mano y el fusil que tenía en la otra mano. La niña escondió la muñeca, se tapó los oídos y dijo no está.

Se volvió Sintora a mirar a la niña. Los ojos redondos estaban ahora cerrados, la muñeca en el suelo. No está, volvió a decir, ya con cara de llanto la niña. No voy a hacerte nada, mira no voy a hacerte nada, bajaba Sintora los brazos, el fusil. A mi padre lo mataron con los tiros, los fascistas, dijo la niña entre ahogos. Yo no voy a matar a nadie, tú eres una niña, no voy a hacerte nada, ¿quién no está?

– Se han ido con las maletas, la Luci.

– ¿Luz, la niña?

Se quedó callada la niña, ya sin llorar, con la cara de miedo, desconfiada.

– ¿La niña que vive aquí?

Afirmó, leve, con la cabeza. Miró Sintora la sangre, la puerta.

– Y su padre -dijo la niña con un asomo de voz-, y la madre de la Luci.

Me moví despacio. Vi otra gota de sangre en el suelo, separada de las demás. Por donde yo había venido. Mi abuelo también tiene gafas, dijo la niña. La miré, se reía ahora como se ríen los locos, seguía moviéndome, andando hacia la calle aunque todavía no sabía adónde iba. Había más gotas de sangre, algunas pisadas, restregado el marrón de la sangre en la suciedad del suelo. La niña subía la escalera a saltos, arrastraba, daba golpes la cabeza de la muñeca, la estopa amarilla, en el borde de los escalones. Gritaba mamá, no sé si la muñeca o la niña o quizá alguien en los pisos altos de la casa. Y corrí, miré desde la calle las ventanas de Serena, y volví a verla, su sonrisa, su mano en mi cuello, de pronto la mano del soldado resucitada en la espalda de la mujer, meses, años atrás, cuando yo era otro.

Gustavo Sintora, el soldado con gafas y miedo, miró las tapias del ferrocarril, el ladrillo rojo con corona de cemento. Y empezó a andar rápido, a acelerar el paso en medio de la noche, casi corriendo entre la tapia y los troncos de unos árboles de corteza negra que iban parejos a ella, sin hojas ni apenas ramas los árboles y el pecho de Gustavo Sintora. A veces miraba el suelo y entre mis pies creía ver manchas de sangre, pero sólo eran mis pies y su movimiento, la noche y sus sombras. Y pensaba de quién era aquella sangre, la que sí había visto, en la puerta de Serena.

Había soldados en los alrededores de la estación. Colas de gente mostrando sus documentos. Hombres con brazaletes blancos. Banderas y ruido dentro del edificio. En un rincón, cerca de las taquillas, se calentaban dos soldados con las llamas que salían de un bidón, el humo ennegrecía las paredes y el techo, y el relumbre de la llama alargaba las sombras y les daba aires de fantasmagoría. Miraba las caras, andaba decidido, un niño se rió al verme las gafas, tropecé con un anciano que dormía o se había muerto en el suelo, me solté el brazo de alguien que me lo agarraba, entré en los andenes, y miré, miré el suelo por si veía sangre, miraba las caras por si veía a Serena, a Corrons, y el dedo acariciaba el arco del gatillo, el fusil que llevaba en bandolera.

Caminaba entre la gente, Sintora, su cabeza perdida entre tantas cabezas, su cuerpo como una brizna de paja entre la paja, una gota de agua llevada por el agua de un río. Miró algunos trenes y algunas ventanillas, muchas caras y alguna nuca en las que en una primera mirada creyó reconocer las caras y las nucas, y también los hombros, también las espaldas, las manos, de Serena Vergara, de Corrons, llegué a verme a mí mismo, mirándome, mi cara en el cuerpo de otro soldado, de otro hombre, miraba, pero no miró Sintora la ventanilla en penumbra donde un hombre herido, con el dedo metido en el gatillo de su pistola y la pistola metida en el bolsillo de su abrigo, estaba sentado frente a su mujer, frente a su hija, llorosa, de ojos claros.

El hombre era Corrons, y estaba herido de bala, por una bala de mi padre, debajo de las costillas, un tiro limpio que le había entrado y salido en una trayectoria corta, sin llevarse ni tocar ningún órgano, sólo rompiendo músculo y alguna vena menor, derramándole una sangre que continuaba empapándole el paño, la compresa que en su casa se había colocado. La mujer era Serena Vergara, que miraba con los ojos borrosos de lágrimas a su marido, a su hija, abrazándola, apretándola contra su pecho, para que la niña no la viese llorar, para que la niña no le viese el dolor ni el miedo, para que no viese nada.

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