Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Sintora fue a casa de Corrons. A casa de Serena Vergara, y conoció a su hija, que se llamaba Luz. Todos los hombres del destacamento, salvo el teniente Villegas, habían salido con dos camiones para llevar por varios pueblos a un grupo de toreros. El novillero Ballesteros, todavía con el vendaje en la frente, y su cuadrilla hacían el paseíllo con el puño en alto. Enrique Montoya decía que aquél era uno de los trabajos más repugnantes que había hecho en su vida, transportar toreros, y que cuando viviera en Fransia con sus viñedos y su mujer de ojos asules aquello le paresería una pesadilla, no la guerra, sino los toreros, sus trajes, sus piruetas y su manía de descuartisar animales vivos. Y todavía en el camino de vuelta iba diciendo Montoya que sentía arcadas y ganas de vomitar viajando con tanto matarife y que nada más que quería llegar a la Casona para meterse en agua y quitarse de ensima el olor que los otros traían.
Pero al llegar a la Casona los hombres del destacamento se encontraron con algo extraño. Había caído la noche y los faros de los camiones alumbraron en el jardín a Paco Textil. Dejó que los toreros bajaran de los camiones y se fueran dispersando y después, cuando el cabo Solé Vera, Ansaura, Doblas, Montoya y Sintora se quedaron con él, les dijo que habían surgido problemas en la casa del Marqués. La novicia Beatriz, la joven de ojos negros y pelo al rape, se había fugado, había desaparecido a pesar de la vigilancia de los hombres de Corrons. Ni el Marqués ni los otros rehenes habían visto nada ni nunca la habían oído hablar de fugas, pero ella se había evaporado.
Se miraron los hombres del destacamento. El Textil observaba al cabo, y el cabo Solé Vera dijo que quizá no se había fugado, que quizá había ocurrido otra cosa.
– Entonces es que Corrons nos quiere robar nuestra parte. La ha entregado, a la niña, y nos va a robar lo nuestro -Ansaura bizqueaba la oscuridad de sus ojos, se le atravesaba la mirada-. Cabo, Corrons nos está engañando.
– El Sordomudo, Asdrúbal y todos ésos están raros -intervino el Textil-, pero Corrons no nos va a engañar, es leal, a su manera.
– Cabo, míralo, nos está robando -los ojos se le hacían más negros a Ansaura, el Gitano- lo nuestro.
– A lo mejor nos estamos preocupando sin ningún motivo -al Textil parecía que la cicatriz le hubiera crecido y le tirase de la boca hacia abajo-. Lo malo sería que la niña estuviera suelta por ahí sabiendo todo lo nuestro.
Volvieron a mirarse todos en silencio.
– Dónde está Corrons -le preguntó el cabo al Textil.
– Me parece que ha ido a Valencia a un asunto del partido -estaba diciendo Paco Textil cuando en la escalinata asomó la figura del teniente Villegas.
El teniente bajó la escalinata despacio, con la sonrisa, pero al acercarse supo que ocurría algo y que era algo relacionado con la casa del Marqués. Dejó la sonrisa el teniente. Preguntó por los días pasados fuera y si había alguna novedad. Nos miró a todos y a mí volvió a sonreírme. Le dijo al cabo que le diese los pases y los justificantes que debía firmar y el cabo los sacó del interior de su chaquetón de cuero. El teniente nos dio las buenas noches, le puso una mano en el hombro al cabo y entraron en la Casona y Ansaura, el Gitano, escupió en el suelo y volvió a decir que Corrons nos estaba robando. Montoya miraba al cielo. Oh, mi casa de Fransia, decía, qué voy a haser yo cuando llueva, esta puta tierra me va a poner la mortaja.
– Esta puta tierra me va a poner la mortaja, lo estoy viendo. No me mires así, Doblas, es la verdad -decía Enrique Montoya mientras el cabo Solé Vera volvía a aparecer en la escalinata. Traía algo bajo el brazo, y todavía, antes de que mi padre hablara, añadió Montoya-: Qué voy a haser, si hay dolor que sólo sea lluvia, lo dijo un poeta.
– Lo que traigo aquí -dijo el cabo moviendo el paquete liado en papel- es un vestido de la novia del teniente, algo de mucho lujo por lo visto, que quiere que se le entregue en mano a Serena Vergara para que ella, y no ninguna otra trabajadora de ese taller de costura donde nada más que se hacen harapos de poca elegancia, le arregle los bordados y las lentejuelas y la madre que la parió. Y digo que para qué vamos a esperar a dárselo a Serena mañana si ahora se lo podemos llevar a su casa y ver qué se sabe de Corrons en su propia casa. -Miró el cabo a Gustavo Sintora y volvió a sopesar el traje bajo su brazo-. A lo mejor tú puedes averiguar más que otro.
– Así acabas de entrar en la sosiedad del crimen -suspiró Montoya. Se le notaba el asco.
Cogí el paquete, blando y sin peso. Olía a perfume el papel áspero. Miré los ojos de los hombres pero sólo vi los del cabo Solé Vera, sin color en la noche, mirándome. Y ya no me dijo nada, sólo le hizo una señal con la sien a Ansaura, el Gitano, indicándole uno de los camiones en los que acabábamos de llegar. Encendió un cigarro y en la llama de la cerilla vi el color miel y las manchas verdes de sus pupilas.
Enrique Montoya, sin que nadie le dijera nada, se unió a Ansaura y a Sintora cuando iban a subir al camión. Nesesito un paseo, fue lo único que dijo. Ansaura, el Gitano, conducía deprisa, todavía bizqueando. Viajaron callados hasta llegar a una calle con edificios de tres o cuatro plantas frente a los que se extendía la tapia larga y gris por detrás de la que se iban y llegaban los trenes a Madrid. Detuvo el camión Ansaura y miró a Sintora, el alquitrán de los ojos brillándole. Montoya se metió la mano en la guerrera y sacó de su interior un arma.
– La pistola del cabo -le dijo a Sintora, ofreciéndosela-. Por lo que pueda pasar. Éste es el seguro -le señaló una palanca negra.
Sintora dejó el paquete en sus rodillas. Cogió el arma. Se la metió en la parte trasera del pantalón. Ansaura, el Gitano, seguía mirándolo, volvía a bizquear. No te vayas a dar un tiro en el culo, le dijo Montoya antes de que se bajara del camión. Cruzó la acera y entró en un portal oscuro y con olor a humedad. Se oían voces apagadas que venían de ¡os pisos de arriba. Un ruido de radio, y me pareció que entraba en el portal de mi casa y que olía el olor que cada noche me llenaba la boca y la ropa cuando volvía de trabajar y en el caracol de las escaleras iba escuchando cada noche las mismas voces y yo corría escaleras arriba, por ver si el mundo cambiaba.
Llamó Sintora a la puerta de la planta baja que le había indicado Montoya. No oyó nada, luego pasos, los pasos de Serena, y después su voz que preguntaba quién era. Soy Gustavo Sintora, del destacamento, vengo a traer un vestido para Serena Vergara, dijo él, con una entonación neutra, pensando más en Corrons que en Serena. Hubo un instante de silencio, luego el crujido de la cerradura. Y apareció Serena Vergara, unas arrugas en la frente y una mirada alrededor, antes de preguntarle a Sintora qué estaba haciendo él allí.
– Para traer un vestido de Salomé Quesada.
– ¿Qué estás haciendo tú aquí? -repitió Serena-. Eres. ¿Te has vuelto loco?
– El teniente me ha dado un vestido, dice que Salomé Quesada ya ha hablado contigo.
La miraba sin prestar atención a lo que decía, y era como si lo que yo decía lo dijese otra persona, con la boca le hablaba unas palabras y con los ojos otras que decían, Serena, soy yo, he venido a verte, soy yo.
– ¿Y no me lo podíais haber dado mañana, el vestido? Estás loco.
Yo sabía por su forma de hablarme que Corrons no estaba en la casa, pero no me movía de la entrada, sólo la miraba, y mi boca hablaba.
– Me han dicho que es urgente, que la cantante tiene prisa.
Serena Vergara cogió de un brazo a Sintora, tiró de él hacia el interior de la casa y cerró la puerta. El paquete con el vestido cayó al suelo, se agachó ella a recogerlo y sin decir nada se adentró en la casa. La seguí despacio por un pasillo de penumbra al final del que se veía una luz y unos muebles oscuros. Miraba las paredes, el sitio donde ella vivía, y al llegar a la habitación iluminada volví a ver a Serena apoyada en una mesa, de espaldas como la noche que la había visto a lo lejos en la nave de las bombillas y las máquinas, pero ahora se la veía débil y estremecía los hombros, la luz era pobre y en un rincón, sentada en una silla alta, había una niña que me miraba con los ojos claros y muy abiertos, y ya no supe dar ningún paso más.
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