Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El Nombre que Ahora Digo: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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– Buenos días, ¿es usted la mujer de mi vida?

– Y usted, joven, ¿es la persona que me va a traer cada día cien toneladas de amor?

– Sí, si usted se lo merece.

– Lo veo muy enclenque para tanto esfuerzo.

– Llevo toda la fuerza del mundo latiendo en este pecho, si mira bajo la camisa podrá ver mi corazón, es de vidrio, transparente mi pecho.

Hablaban y alrededor de ellos pasaba la gente. Corrían algunas personas y parecía que se riesen de lo que ellos se reían. Un niño señalaba una esquina y corría hacia ella. El verano era un latido fuerte, caía azul la luz del cielo, empezó a arremolinarse la gente en la dirección que el niño había corrido y Sintora y Serena, todavía con las risas y las palabras de amor, avanzaron hacia donde se dirigía apresurada la gente. Entraron en una calle más estrecha, con menos luz que aquella de la que venían. A lo lejos, ante un portal, había grupos de personas que miraban hacia arriba, señalaban hacia alguna ventana. Las risas dejaron de oírse, se escuchaba algún grito y Serena y Sintora empezaron a andar con más lentitud, sin dejar de mirar al frente, a aquellas personas, las ventanas del edificio donde no distinguían nada.

Lo van a tirar, gritó al pasar corriendo por su lado una mujer, y no se sabía si su grito era de alegría o de miedo. Llegaron hasta la espalda de los primeros corros de gente Sintora y Serena. De Falange, decía el niño que habían visto correr. De Falange, le repetía el niño a unos amigos, y señalaba arriba. Y fue entonces cuando Sintora, en un balcón del tercer piso, vio asomar a un hombre bajo y robusto que tiraba con fuerza de una cuerda. Al otro extremo de la cuerda, con las manos atadas en la espalda, apareció un hombre joven, rubio, que fue recibido con un griterío. Hubo aplausos, risas y amenazas, también algún lamento. Al lado del joven rubio entró en el balcón un individuo que en la mano llevaba una pistola. La levantaba en alto mientras hablaba a la gente de la calle algo que apenas podía oírse. Sólo palabras sueltas, Falange, madre, Dios, volar, conseguían atravesar el rumor de abajo. Al joven rubio se le habían derretido los huesos, se doblaba sobre sí mismo, la carne, los músculos, todo él convertido en una gelatina blanda. Parecía que lloraba. Se desmoronaba. Serena agarró la mano, el brazo de Sintora. Vámonos, le dijo en un susurro. Pero él se quedó inmóvil. El niño que habían visto correr abría los ojos, una sonrisa le abría la cara. Voy a mearme en tu cara cuando te estés muriendo, fascista, gritó una mujer al lado de Sintora. Vámonos, repitió Serena, la cara escondida en el pecho de él. La mujer volvía a gritar, la mirada iluminada de alegría, la lengua un látigo de sangre. Arriba, el hombre bajo y el de la pistola intentaban levantar al joven del suelo, el rumor de la calle se hacía quebradizo. Lo pusieron de pie, con las rodillas reblandecidas por el miedo. La mujer de los gritos se subió la falda, doblando la cintura se sacó con esfuerzo una braga vieja, gritó de nuevo con la prenda en la mano. Sintora notaba en su pecho el estertor de Serena, que levantó la vista y vio los ojos de Sintora justo cuando en el balcón el joven rubio, con las manos en la espalda, era colocado con el vientre sobre la baranda y el tipo bajo y robusto le levantaba las piernas, que volaron por encima del balcón, la cabeza, el cuerpo, cortando el griterío. Hubo un disparo, silencio, y ya vino el retumbar no se sabía si de las carreras o del interior de la tierra, un movimiento de hormiguero, empujones y de nuevo gritos, el llanto de Serena y su voz diciendo, No, dos, tres veces, no.

Intentó andar Sintora y se notó el cuerpo rígido, las piernas sin piernas. Abrazó a Serena, le besó la frente y mientras se la besaba, en el portal del edificio por el que el joven había sido arrojado al vacío, vio la melena pelirroja, la cara de la Ferrallista. Se dio la vuelta rápido, agarró por los hombros a Serena Vergara y la llevó hacia el extremo de la calle por el que habían venido. Todavía se cruzaron con algunos curiosos que corrían en dirección contraria a ellos. La Ferrallista ha estado a punto de vernos, dijo Sintora. La Ferrallista, repitió, sin decírselo a Serena, murmurando las sílabas con la vista perdida, viendo en las paredes, en los carteles y en las vidrieras al joven rubio desplomándose, encogiéndose contra el suelo del balcón. La Ferrallista, no nos ha visto, decía. Serena Vergara, al oír aquel nombre, se separó de él, andaba deprisa, miraba hacia atrás y lloraba. El cielo se había oscurecido, la tarde de verano se había borrado de repente. Unas nubes negras habían asomado por encima de los edificios y el día se acababa como si hubieran transcurrido horas desde el instante en que habían entrado en esa calle y aquel joven rubio hubiese estado cayendo en el vacío no se sabe cuánto tiempo. La vidriera frente a la que habían estado hablando, jugando a no conocerse, estaba en sombra y parecía vieja, ensuciada por años de abandono.

Anduvieron hasta los alrededores de la Puerta de Toledo. Caminaron callados, encerrado cada cual en sí mismo, y allí se despidieron con el solo roce de una mano sobre otra, los dedos de Sintora en los dedos, en el dorso de la mano de ella, una brisa tibia que pasara por la piel. Las sombras entraban y salían del pecho de Sintora. Respiraba sombras, el corazón me latía con un pitido y en el interior de mi pecho anidaban pájaros silenciosos que mordizqueaban, sin dolor, la esponja rosa de mis pulmones. Llegó a los alrededores de la Casona y en mitad de los jardines se detuvo y miró despacio el tronco cansado de los árboles, la frondosidad negra de sus hojas. Por encima de ellos vio el cielo, revuelto de luz blanca, luna, y nubes que se amontonaban en un fárrago desordenado, en un caos de sombras y resplandores. Oía las nubes, que crujían al pasar sobre la luna, rechinando como barcos cargados de herrumbre.

Fue entonces cuando el cabo Solé Vera, al entrar en la Casona, se detuvo en la escalinata del edificio y se quedó mirándolo. «No sé qué vería ese muchacho en el cielo, qué pensamientos estaban trabajando dentro de su cabeza, pero me dieron ganas de acercarme a él, porque me pareció que estaba viendo el futuro, los días que a él y a todos nos están esperando. Y sentí que su miedo o su pena también eran míos», le escribió mi padre, el cabo Solé Vera, a mi madre.

Pero ni en el destacamento ni en la Casona nadie parecía entonces temer por el futuro. O quizá ocurriese que nadie se atrevía a hablar de sus temores y cada cual los padecía para sí y en silencio. Sólo a veces veían murmurar con las caras ensombrecidas al teniente Villegas y al cabo Solé Vera. Pero como en el plazo de una semana ambos fueron ascendidos y el teniente pasó a ser el capitán Villegas y el cabo el sargento Solé Vera, todos diluyeron aquellos gestos preocupados en la celebración de los ascensos, y ni siquiera importaba ya que las actuaciones artísticas y las corridas de toros se fueran espaciando y cada vez los hombres del destacamento pasaran más tiempo inactivos, Doblas reparando motores, el capitán Villegas y el sargento Solé Vera perdidos por las oficinas, Ansaura, el Gitano, tumbado en la caja de algún camión murmurando el nombre de su mujer, y Montoya y Sintora vagando por las explanadas y la cantina del Centro Mecanizado.

También iban con más frecuencia a la casa del Marqués, a ver al Textil y a Sebastián Hidalgo. Sintora casi aprendió a distinguir a los primos de Corrons, al Sordomudo, a Asdrúbal, que era el que tenía una cicatriz debajo de la boca y la cara más cuadrada que los demás, las cejas igual de pobladas pero más cortas. A Armando, que tenía un dedo menos en la mano derecha y a cada momento andaba arrugando la nariz para sorber una mucosidad que no tenía. A Amadeo, que tenía todos los dedos, sin cicatriz y con la cara un poco más estrecha.

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