Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Serena Vergara acariciaba con sus dedos el papel del paquete, abierto por la caída y a través de él podía verse una tela que no se sabía si era azul o verde, brillante y con lentejuelas del mismo color. Miró Serena a la niña, le sonrió y le dijo, Dile cómo te llamas, Luz, y cuántos años tienes, él se llama Gustavo. La niña devolvió la sonrisa de la madre a Sintora, hizo un gesto vago con la mano que no se sabía si indicaba cuatro, tres o cinco y se cubrió la cara con un babero de rayas. Ella se giró para mirarme, más rápida que la noche primera, los ojos se le habían empañado con brillo de lágrimas, negaba con la cabeza y en la mano tenía un trozo de papel arrancado del paquete. Yo sólo dije, Sabía que él no estaba, y la miraba a ella y miraba el reloj de madera negra que había en la pared, su esfera amarilla, unas tazas de porcelana celeste cuidadosamente alineadas. Y sentí ternura por aquel orden, por el tirador roto del mueble, por el espejo descascarillado que había sobre él. Y en el espejo se reflejaba su perfil y yo la miraba a ella fuera y dentro del espejo.
– No lo soporto más, no sé lo que está pasando ni qué estáis haciendo, pero no lo soporto más -Serena Vergara ahogaba la voz, miraba a la niña, que volvía a esconderse detrás de sí misma.
– Quería verte. Quería verte y en el destacamento me han dicho que él se ha ido fuera, y querían entregarte esto. Y saber si él estaba aquí. Yo quería verte.
Alargué la mano muy despacio y con la yema de mis dedos rocé el dorso de la suya. A ella la respiración le subía desde el vientre hasta los hombros. Frente a mí había un cuadro con árboles muy grandes. Parecían nubes rojas. Había un lago en el que los árboles se reflejaban.
– ¿Has venido para averiguar si él estaba aquí? -preguntó Serena.
– Sabíamos que él se ha ido a Valencia. En el destacamento están asustados.
– Yo también estoy asustada, llevo nueve años asustada. Y no es por la guerra, ¿sabes? La guerra no me da ningún miedo.
La niña había dejado de jugar, llamaba a su madre, y Serena, dejando que sus palabras flotaran en el aire, todavía mirándome, se dirigió hacia la niña y la sacó de la silla, la abrazó, le besaba la frente y le hablaba en voz baja. Pasó por mi lado con ella y le dijo a la niña que me dijera adiós y que se iba a dormir porque tenía mucho sueño, y Serena abrió una puerta y yo entreví una cama, una mesilla de noche oscura, la pared de cal amarilla. Avancé unos pasos por la habitación en la que yo estaba, oía la voz de Serena hablándole a la niña, acaricié el vestido de Salomé Quesada, el papel áspero que lo envolvía. Sobre la mesa había un trozo de tela, unas tijeras, en la pared la foto de un hombre con el pelo blanco y los ojos parecidos a los de la niña, la camisa abrochada hasta el cuello.
Mi padre, dijo la voz de Serena a mi espalda. Había perdido la rigidez de la cara y en los labios tenía el asomo de una sonrisa triste. Flotábamos en el aire, separados por el aire, uno a un metro del otro, lejos. Yo, sin querer mirarlo, miré el pasillo que conducía a la calle, y a Serena le acabó de asomar la sonrisa y casi otra vez lágrimas, y me dijo que estaba cansada, y la sonrisa le formó dos arrugas, apenas el dibujo de una cuchilla, a cada lado de la boca y la lejanía se evaporó, y aunque ya podría haberme acercado a ella y haberla abrazado y besarle la sonrisa y las lágrimas que no le salían de los ojos, ante mí estaba la visión del cuarto del que ella acababa de salir, la pared desnuda de cal, el trozo de la cama que allí había y el presentimiento del olor que debía de envolver aquella habitación. El olor de Corrons, el vaho de sus pulmones.
Serena Vergara pasó una mano por la mejilla de Sintora, se cogió de su brazo y lo acompañó hasta la puerta:
– Dile al teniente que esté tranquilo, arreglaré el vestido pronto -y cuando ya Sintora había salido de la casa y ella lo miraba irse, con la sien apoyada en el borde de la puerta, dijo, ya con otra voz-: No ha ido a Valencia, quiere que yo lo diga si alguien pregunta, pero no ha ido allí. Va a volver esta madrugada, quizá al amanecer.
Y yo seguí andando, ya sin querer oírla hablar más de él. Crucé el portal, las voces de los vecinos sonaban ahora más lejos. Delante de mí estaba la noche, y el camión, un animal dormido, esperándome al borde de la acera. Y en la espalda sentía otra oscuridad, el peso de la pistola.
La batalla estaba próxima, la guerra se removía bajo la tierra, alimentando la savia de aquellos árboles que despertaban al calor de la primavera. Y aquella sangre blanca también venía por dentro de mis venas, entonces. 1938.
Hubo días de tensión en el destacamento. Ansaura, el Gitano, apenas rezaba por las noches el nombre de su mujer, y a cada paso rompía su susurro para preguntarle a Montoya qué pensaba él que estaba pasando. El cabo Solé Vera se quedaba a veces mirando el humo de su cigarro, sin decir nada, todo lo contrario que Enrique Montoya, que en ningún momento paraba de hablar, con las eses de su jerga más pronunciadas que nunca. El Textil casi no decía la leche que mamaste, la cicatriz se le marcaba severa en el rostro, y Gustavo Sintora los observaba a todos, atento a cualquier señal que pudiese orientarlo en aquellos sucesos que parecían afectar a todos menos a Doblas, que seguía tranquilamente inclinado sobre sus motores, jadeando al mismo compás de siempre y bebiendo el vino negro de la cantina al lado del cabo Solé Vera.
La conversación que el cabo Solé Vera y Corrons tuvieron dos días después de que Sintora estuviese en casa de Serena tampoco sirvió de nada. Corrons, con la vista muerta y los párpados descolgados, intentó tranquilizar al cabo. Lo único de importancia que había ocurrido, decía, era que habían perdido un dinero, el del rescate de aquella monja o lo que fuera, un dinero que por otra parte nadie parecía dispuesto a dar. Por lo demás, ella estaría ahora lejos o escondida en cualquier parte sin querer acordarse de la casa del Marqués ni de nada de lo que allí pasaba. El que huye no mira atrás, cabo, le dijo Corrons a mi padre antes de comentarle cómo había encontrado Valencia y la moral de victoria que allí había, por más que algunos renegados lo llenaran todo de malos augurios. Cobardes, mi cabo, a esa gente había que darle paredón, se sonrió mirando con sus ojos de pantano los ojos de mi padre.
Y aunque todos tenían la certeza de que Corrons ocultaba algo, el paso de los días, sin que hubiera ninguna novedad y en casa del Marqués todo continuara sin alteración visible, hizo que la tensión se fuese atenuando. Poco a poco, Ansaura, el Gitano, volvió a susurrar el nombre de su mujer, acelerado, queriendo recuperar las horas perdidas. A Doblas le había procurado Sebastián Hidalgo oro suficiente para que le instalaran una nueva muela. Acabarás con más dientes que un tiburón, le dijo Montoya, con más hierro que todos tus camiones, sosio. El Textil también volvió a sus bromas y, por última vez, entre los soldados se llegó a pensar que la guerra podía ganarse.
La cantante Salomé Quesada, satisfecha por el trabajo de Serena, insistió para que la modista fuese con ella a las actuaciones para ajustarle el vestuario en el momento de salir a escena, tal como correspondía a su auténtica categoría. Y así fue cómo en algunas ocasiones Serena Vergara y Sintora salieron juntos de Madrid en los vehículos del destacamento, y no importaba que no pudiese acercarme a ella, yo la veía sentada frente a mí, hablando con el músico Martínez o con el cantante Arturo Reyes mientras los campos pasaban por nuestro lado, y aquel vestido suyo de flores amarillas que en una ocasión se me confundió con un campo de girasoles volvía a estremecerse con el aire del camión, y era como si ella se llevase consigo parte del campo cuando ya habíamos dejado atrás el campo, y los girasoles parecía que se le hubiesen prendido a la piel y volaran a su alrededor.
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