Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El Nombre que Ahora Digo: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Por la mañana llegó el Textil muy temprano a la Casona, sin darle tiempo al sol para que acabase de salir y gruñendo con su coche en la grava que rodeaba el edificio. Cuando los soldados del destacamento salieron al jardín ya estaba él cansado de fumar y de darse paseos bajo los árboles, con los ojos brillantes y diciendo, ¿Dónde andas?

La leche que mamaste, venga, vamos a cargar los camiones. Y silbando y entre coplas que parecía llevar enredadas entre los labios, se dedicó a la carga de instrumentos y vestuario con tanta energía que cuando Salomé Quesada, Arturo Reyes, el faquir Ramírez y los músicos llegaron a los camiones, el Textil estaba en la cantina apurando su cuarta o quinta copa de anís y ya cantando abiertamente, ante la presencia imperturbable del novillero Ballesteros, todavía la cabeza con la venda, unos quejidos que parecían flamenco.

Acompañando a Enrique Montoya y a Sintora, que eran quienes habían ido a buscarlo a la cantina, el Textil, con su gorra de vaina echada para atrás, casi derramándosele por la coronilla, dejó de cantar para entregarse a un tumulto de recuerdos, como dicen que sucede cuando uno está a punto de morirse:

– Estoy destartalado, tanto rato esperando, ahí con el torero ese que nada más que estaba mirándome, Montoya, tú, Sintora, como me miraba mi padre en Ronda cuando yo salía del colegio y él estaba con los pies metidos en la nieve. Mi padre, que era militar y nunca tenía frío. Yo tenía el frío de mi padre y el mío cuando lo veía. Nada más que mi novia Olguita, en Barcelona, me pudo quitar ese frío. Estoy viendo sus ojos ahora, Montoya, los de mi padre digo, y los de mi madre, y sintiendo cómo los dedos de Olga me tocaban la nuca, y es como si la oliera.

– Pues desengáñate, Textil. Nada más que hueles a aguardiente.

– Huelo a Olguita, y el olor que traen las mañanas de verano cuando uno es un niño, y el humo que tenían los cabarets de Barcelona, el maquillaje aquel que se ponían las bailarinas y el sudor que le salía a cada una. Un día te voy a contar, Sintora, mi vida en Barcelona, os voy a enseñar Barcelona a los dos, vais a saber quién es el Textil.

– Barselona y lo que a tu antojo le cuadre, Paquito, pero antes vamos a ver si acabamos la mierda bélica -decía Montoya, ya en el jardín de la Casona.

Y era verdad que el verano olía al verano de la infancia, al primer verano que uno reconoce, cuando ha descubierto que el tiempo y la vida existen y que uno es carne de tiempo, vida, verano que pasa, siega, campo de trigo el cuerpo y la piel, cielo en las pupilas y el verde de los árboles como una frontera que nos protege de la intemperie en la que vamos a vivir.

Al ver el estado en el que se encontraba Paco Textil y la alegría con que se manejaba, no quisieron la cantante Salomé Quesada y su acompañante Arturo Reyes viajar en su coche y prefirieron la incomodidad de los camiones al riesgo de una conducción poco fiable. La tropa es una borracha, dicen que murmuró la cantante frunciendo la negrura de sus cejas. Salieron de la Casona y de Madrid los tres vehículos en convoy, primero el coche de morro largo, negro y con las letras UHP pintadas a brochazos blancos, y luego los camiones del sargento Solé Vera y de Ansaura, el Gitano.

Atravesaron prados yermos y después la ribera de un río que tenía una escolta de árboles muy pálidos. Gustavo Sintora iba en la cabina del primer camión, al lado del sargento Solé Vera y de su ayudante Doblas, que, como la primera vez que viajó con ellos, lo apretaba con su respiración contra la puerta, sólo que ahora el soldado de las gafas tenía la distracción de Paco Textil, que iba delante de ellos con su coche negro, tocando el claxon y agitando en un saludo alegre su mano por la ventanilla. Sonaba cascada la bocina del Textil, y con aquel juego suyo de escalas musicales arrancaba una sonrisa de la boca del sargento y de la caja del camión, donde viajaban un par de músicos y los cantantes Salomé Quesada y Arturo Reyes, un canto que llegaba atenuado a la cabina y cuya melodía, más que lejana, sonaba como si la estuvieran cantando en otro tiempo.

Era una melodía más recordada que oída. Y así, del mismo modo, tenue y lejano, cuando remontaban la suave pendiente que llevaba la carretera hacia una pequeña loma, apareció en los oídos de los viajeros un silbido y un eco ronco. El eco parecía crecer de entre aquellos prados y cerros, al lado de la hierba amarilla o entre la verdura aterciopelada de los arbustos que se perdían por la ribera de un nuevo arroyo. Y de pronto se separaron el eco y el silbido, cada uno viajó en una dirección distinta, el eco empezó a alejarse y el silbido se hizo intenso, se confundió con el claxon del Textil que sacaba otra vez la mano por la ventanilla, saludando, silenció la melodía de los cantantes, hirió los oídos y se hizo un cuchillo, rápido, feroz en los tímpanos. Un alarido. Frenó el camión, gritó el sargento Solé Vera y ya la mano del Textil no estaba, no estaba su coche, ya no estaba la carretera ni el claxon ni los campos de trigo, sólo una cegadora y violenta nube de humo. Un resplandor, una luminaria y mucho después un estruendo que estalló cuando el coche de Paco Textil ya volaba desintegrado, faros, ruedas, hierros y polvo de cristales, por encima de los árboles, y empezaba a bajar de nuevo al suelo, convertido en una lluvia de chatarra, tuercas y muelles que caían sobre el trigal amarillo como un chaparrón disperso y ruidoso.

La leche que mamó, dijo Doblas, que se quedó sin respirar, más morado que de costumbre y con los ojos muy abiertos, viendo cómo todavía caían sobre los cristales y el morro del camión trozos del coche de Paco Textil y, probablemente, del propio Paco Textil. La leche que mamó, repitió cuando ya del chubasco de hierro sólo quedaba una niebla negra y el eco ronco que antes habían escuchado renacía de nuevo, ya claro y rotundo, pasando por encima de sus cabezas convertido en la mancha alargada y gris de un aeroplano que se perdía hacia las montañas con un petardeo tartamudo y metálico.

Se quedaron los hombres inmóviles en sus asientos, mirando al frente, con la nube de polvo ya disuelta y el coche del Textil repartido en calderilla por el campo, la carretera humeante y con una tronera negra y profunda en el medio. Sólo cuando ya habían pasado uno, quizá dos minutos, vieron Sintora, Doblas y el sargento Solé Vera a Ansaura, el Gitano, avanzar a pie, muy despacio, hacia el lugar por el que se habían esparcido los restos del automóvil. La leche que mamó, volvió a decir Doblas. Lo miró el sargento con la vista perdida y, sacando, no se sabía para qué, su pistola de la cintura, se bajó muy lento del camión. Le siguieron Sintora y Doblas, a los que, ya delante de los camiones, se les unieron Enrique Montoya, el faquir Ramírez y un par de músicos. El cantante Arturo Reyes tenía la cabeza asomada por el toldo del camión y dentro se escuchaba, como antes la melodía, el llanto lejano, remoto, de Salomé Quesada.

Había mucho silencio, mucha paz. Se oía cómo la brisa soplaba en nuestras orejas, y también el ruido de los pies aplastando la hierba seca. Algunos trozos de coche crujían por su cuenta y desprendían un vapor que parecía vaho humano. Había un olor a grasa quemada, a guiso de carne adobado con romero. Andábamos como sonámbulos y el sargento llevaba su pistola apuntando al frente, temiendo que de entre aquel desguace se levantara no se sabía qué fantasma.

Enrique Montoya avanzaba tocando la chatarra con la punta de su fusil. Doblas miraba muy despacio los restos y con el pie levantaba algún trozo de chapa, una puerta, que era la pieza más grande que había quedado del coche, un pedazo de rueda. Gustavo Sintora se ajustaba las gafas, y por ninguna parte veía nada que no fuera hierro y metales retorcidos. Anduvieron unos minutos rastreando el campo, levantando matojos y pedazos de coche, siempre en silencio, hasta que Montoya logró hablar.

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