Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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– Ése está pudriendo el árbol con su vómito. Mira las hojas cómo se le caen y se le ponen amarillas al árbol, parese que lo está regando de veneno. A saber lo que tienen los gitanos en las tripas.
Doblas contraía la cara de un modo que no se sabía si estaba al borde de la carcajada o del llanto, casi lo mismo que el faquir Ramírez, que llevaba el bigote puesto y tenía la cara todavía más triste de lo ordinario, la nariz más larga en la cara afilada, y que finalmente se decidió por la risa, una risa que más que risa era un hipo, una convulsión que le sacudía el cuerpo y que levantaba un rumor de metales, ocasionado por los botones metálicos de la guerrera que se había puesto para pasar el frescor de la noche por más que Montoya afirmase que era el ruido de los hierros y tornillos que el faquir llevaba tragados a lo largo de toda su vida.
– Seguro que los tiene ahí, atorados en la barriga. Sin cagarlos -decía Montoya mientras el ventrílocuo Domiciano acababa su discurso y los compañeros de unidad del Textil levantaban sin esfuerzo el ataúd medio vacío y lo colocaban sobre unas cuerdas.
– Adiós, Textil, Textil, Paco Textil -decía por lo bajo Ansaura, el Gitano, que ya llegaba del árbol, con los ojos enrojecidos, no se sabía si por el llanto o el esfuerzo del vómito.
Textil, Paco Textil, Textil fue murmurando, cada vez en voz más baja, el tren de la voz alejándose boca adentro, mientras los hombres bajaban la caja con aquel ruido, ya familiar, de metales chocando entre sí, deslizándose por la madera. De entre las ramas de los árboles pareció venir el rumor de una brisa, la melodía del viento. Era la trompeta del músico Martínez, colocado detrás de todos los asistentes e iniciando un toque triste que suspendía el tiempo y pasaba entre los soldados en un zigzag suave, casi tangible y luego ascendía, se elevaba por encima de las cabezas de quienes allí estaban y por encima de las ramas y las copas de los árboles camino de unas nubes ligeras, blancas, como un día antes había ascendido aquel avión diminuto y tembloroso camino de la nada después de soltar una bomba única y solitaria que se llevó al Textil por los cielos.
Y así , paralizados en el tiempo, los recuerdo a todos como si estuvieran en una fotografía, tatuada en la retina de mi memoria, una fotografía sin colores, con los colores desvaídos. El amarillo del primer árbol saliendo del árbol y extendiéndose por encima de las figuras, palideciendo el verdor de los otros árboles, el rojo de las estrellas que algunos hombres llevaban en el uniforme. El capitán Villegas de perfil y delgado, envejecido por la noche y el alcohol, pálido y en la actitud de una estatua que desafiara la eternidad. Siempre vivirá el capitán Villegas, desmenuzado en mi desmenuzado cerebro cuando mi carne y mis células sean polvo, limo. En la médula de ese polvo de estrellas, navegando por el tiempo hacia el infinito, irá grabada la imagen del capitán, su mirada verde empañada por un velo acuoso, la nariz recta y la luz de la mañana bajando por su mejilla y dorándole la cordillera leve del bigote. Viajarán en el tiempo, más allá de estas palabras que ahora escribo a la luz pobre de un quinqué, Doblas, su guerrera abierta, la cara contraída por el alcohol, los ojos hinchados y la boca grande de batracio o dragón sonriente, Enrique Montoya, los ojos oscuros, bajando los párpados muy lentamente, la foto moviéndose con otra foto que se le superpone, la boca con un gesto de ternura. Ansaura, el Gitano, negra la piel, negra la mirada y negro el pelo en tajo afilado sobre la frente, negras las uñas que se arañan suave la mejilla renegrida de barba, Ansaura, la trompeta del músico Martínez entrando en la imagen como la brisa que estremece la figura congelada del novillero Ballesteros, envuelto por el viento en la bandera de tres colores que no son colores en el casi blanco y negro, en el color sin color de la fotografía, envuelto en la bandera que acaba de quitar de encima del cajón del Textil, el viento abrazándola sobre su cuerpo y la mirada clara sobre el trapo tricolor, hierba en sus pies, tierra de la tumba en las botas gastadas del sargento Solé Vera, el humo de su cigarro congelado entre los labios, la gorra de plato torcida en la frente y su guerrera de cuero abierta sobre la pistola, bóveda de árboles y sombras de hojas que le tiemblan en la cara. Los hombres que lucharon rodeando un boquete en la tierra, una hondonada oscura por la que se perdía el Textil, miradas gastadas por la furia y la sangre, los soldados, en sus hue sos el estruendo de mil bombas, y la mirada corriendo por los rostros, por las figuras, el mago Pérez Estrada, su traje blanco, la estampa de galán de Domiciano, los ojos tristes de un faquir que se siente carne de desgracia, y los héroes heridos, ¿y yo?, ¿cuál es mi laberinto?, ¿dónde estaba yo, dónde estoy, Sintora, en medio de esa fotografía que me arde perennemente en la memoria? ¿Quién es ese soldado con mirada de gafas, con ojos aumentados por el vidrio de las gafas, que mira al frente y que parece altivo a pesar de su cuerpo frágil y su cara de niño abandonado? ¿Quién es ese soldado, Sintora, que entre los soldados mira la cara del fotógrafo y sonríe, escuchando ya el fragor de la batalla?
Sobre la cabeza de los hombres había un terremoto. Crujía el cielo entero, a punto de desmoronarse, metálico y con estruendo de explosiones, sobre la tierra. Pasaban aviones en vuelo raso hacia el combate. Gustavo Sintora miraba a los hombres en el camión, que remontaba desniveles del terreno y se contorsionaba por el barro entre gemidos del motor. Se agarraban los hombres a las correas, a la madera de la caja y al toldo para no rodar como rodaba el casco de Jeremías Ponce, el soldado que habían recogido al lado de una acequia con metralla en los pulmones y que se les había muerto poco después en el camión. Cuando habían empezado los baches y desniveles, Montoya había amarrado el cadáver contra la puerta trasera. Pero al poco tiempo el casco se le había ido de la cabeza y ahora rodaba sobre la madera como dos meses atrás habían rodado los hierros y la carne dentro del ataúd de Paco Textil.
La cabeza del muerto Jeremías golpeaba la madera del portón y uno de sus hombros, rotos los huesos del cuello. La mirada entre los párpados entornados era como la mirada de los hombres que viajaban en el camión, como la de todos los soldados que viajaban en aquella hilera de camiones que bordeaban el río, sólo que su rostro, el del muerto, tenía una apariencia más saludable que la de la mayoría de ellos. Lo pensaba Gustavo Sintora viendo las ojeras de color azul de Montoya, dos días sin dormir, el cuerpo hecho a vivir entre el fango y la nieve de las trincheras y la cara lívida, apenas reconocible entre los rostros de los demás soldados, casi idénticos todos, igualados por la ausencia de expresión. Cadáveres o muñecos de cera, los hombres.
Se resquebrajaba el cielo y en medio del estruendo se oía el mugido de los camiones y el golpear del casco y un zumbido de artillería al fondo. Y entre el estrépito, Gustavo Sintora escuchaba el rumor de la tierra cayendo sobre la caja del Textil cuando todavía estaban en Madrid y el Ebro sólo era un nombre, un río sobre el que su ejército había lanzado una ofensiva que podía traerles la victoria. Ahora era el nombre de la destrucción, el infierno cotidiano que ya se había insinuado en el entierro del Textil, cuando la comitiva se disolvió y allí, bajo los árboles, los hombres del destacamento se quedaron de pie, oyendo cómo el capitán Villegas hablaba con el brigada Garriga, sospechando ambos que sus respectivos destacamentos serían reintegrados a sus unidades y pronto irían al frente.
La muerte del Textil marcó el final de un tiempo. Con aquel soldado de cicatriz larga y bigote de púa, con su gorra de vaina y su coche negro, se esfumaron muchas esperanzas. Y cuando, unos días después del funeral, la cantante Salome Quesada y el solista Arturo Reyes se fugaron de la Casona y huyeron de Madrid camino del otro bando, de otra vida, aquello no fue sino un detalle más que confirmaba la caída, el final de una época Había rumores sobre la fuga, pero la noticia se la dio a los hombres el propio capitán Villegas. Estaban reunidos en la cantina de la Casona, bebiendo despacio aquel vino negro que cada vez tenía más grumo, cuando, pálido y con paso firme, el nudo de la corbata ligeramente torcido y unas ojeras abultadas y marrones, entró el capitán Villegas y, sin sentarse, dirigiéndose al sargento Solé Vera, pero también hablando para Doblas, Montoya, Ansaura, y Sintora, les dijo, sin temblor en la voz:
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