Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Ya desde arriba del camión, sentado en la caja frente a Montoya, que seguía traqueteando las mandíbulas, Gustavo Sintora vio la cara renegrida de Ansaura, el Gitano, al volante de otro camión, con el motor arrancado y esperando la orden del comandante Cabezas para escapar de allí. Más lejos, borroso, vio gesticular, sin más sonido que el de los alaridos metálicos que pasaban por encima de ellos, al sargento Solé Vera, que agarraba a Doblas por la espalda, por el correaje que llevaba alrededor del pecho, y lo sacudía para bajarlo del montículo desde el que el otro seguía disparando. Volvió la cara Doblas, la frente manchada de sangre o tierra roja, parpadeó, le dijo una palabra al sargento y señaló el trapo goteante de sangre que había sobre el cañón. Miró de nuevo al frente, el campo sobre el que se acercaban los soldados enemigos, y ya se giró y emprendió una carrera lenta, pesada, al lado del sargento hasta el camión en el que estaban Sintora y Montoya. Sintora oyó su respiración, cuando Doblas pasó por al lado del vehículo, corriendo hacia la cabina. Era el bufido de un animal, cálido, vivo, que Sintora creyó seguir oyendo en las vibraciones del camión cuando el motor arrancó y el pequeño convoy se puso en marcha.

Fue después de cruzar el río, cuando las explosiones empezaron a alejarse y la realidad fue recobrando sus dimensiones, cuando Gustavo Sintora se dio cuenta de los arañazos que llevaba en las manos, un corte profundo en un dedo, y del desgarro que tenía en el pantalón, en la pierna derecha. Y sólo entonces, al mirarlo y ver la tela del pantalón manchada, notó la humedad que le bajaba por el tobillo y le encharcaba el pie. Se levantó el pantalón y vio una herida limpia, dos labios de sangre en la pantorrilla. Ningún dolor. También se dio cuenta de que veía borroso, de un modo distinto a como veía antes de usar las gafas. Se desató con cuidado la cinta con la que llevaba amarradas las gafas y comprobó que tenía un cristal partido, manchado de barro.

Mientras limpiaba con saliva el barro e intentaba unir lo más posible las dos partes del cristal, fue cuando el camión se detuvo y el teniente Porto Lima y un soldado saltaron a tierra para recoger al soldado herido de metralla en el pecho, el que murió al poco rato y sólo decía, entre górgoros de sangre y tos, me llamo Jeremías Ponce, allí tumbado mientras los demás lo miraban en silencio, unos tapándose los oídos para no escuchar el estruendo de los aviones, otros nada más que temblando y Gustavo Sintora limpiándose las gafas y volviéndoselas a colocar con mucho cuidado, atándose en la nuca la cinta, ya sucia, de Serena Vergara, un campo de girasoles arrasado de barro y sangre.

Sólo el teniente Porto Lima permaneció junto al soldado herido, hasta que murió, agarrándole las manos, diciendo su nombre, Porto Lima, cada vez que el otro decía el suyo, Jeremías Ponce, sin que ninguno de los dos pudiera oírse. En el instante en que el soldado cerró los ojos, el teniente se levantó y se fue al otro lado del camión, a encender un cigarro y sentarse en un saco que había al fondo, sin importarle ya los vuelcos y golpes que diera el cadáver de Jeremías Ponce. Miraba al suelo de madera, Porto Lima llevaba una estrella roja en el pecho.

Con cuatro, quisá con seis comunistas como el teniente tendríamos la guerra ganada y no estaríamos ahora metidos en esta mierda ni le habrían reventado el pecho a este hombre, decía Montoya, ya con el temblor de la mandíbula atenuado, mientras ataba a la puerta trasera del camión al muerto Jeremías Ponce, que estuvo casi tres horas botando por los carriles que había parejos al río, el casco del soldado muerto rodando como los huesos metálicos del Textil en su ataúd, hasta que la hilera de camiones, ocho o nueve, llegó a una explanada donde varios oficiales gritaban a una nube de soldados, alineándolos.

A Sintora lo llevaron al lado de unas tiendas de campaña donde estaban los heridos. Un cabo apuntaba el nombre y miraba el tipo de herida de cada soldado. A Sintora le cosieron la pierna por la tarde. La noche transcurrió en calma, apenas interrumpida por algunos disparos, por alguna explosión que retumbaba a lo lejos, quizá al otro lado del río. Montoya y el capitán Villegas fueron a verlo a la mañana siguiente. Elegante, casi limpio, el capitán le sonrió a Sintora y le preguntó si lo habían tratado bien.

– Procura que no te metan más hierro en el cuerpo. El cuerpo nada más que tolera el hierro de la vida -le dijo al irse el capitán, erguido, pasando entre la tropa herida, mirando al frente.

– Podías haberlo visto anoche, Sintorita, una gallina con sus polluelos. Nada más que le faltó poner un huevo. Él, el comandante Cabesas y el teniente Porto Lima casi fusilan a un brigada nada más que porque no quería darnos el rancho -decía Montoya viendo alejarse al oficial-. Porto Lima le metió el cañón de la pistola por la boca, le echó un diente abajo al fulano aquel, y el capitán, con la vista, nada más que moviendo un poco los ojos, le dio la orden de disparar. Fue el comandante Cabesas, que estaba allí arreglando su cama, el que en el último momento le dijo a Porto Lima que no apretara el gatillo, si es que el capitán Villegas no se ofendía, si se iba a ofender, que disparase, una, dos o las veses que quisiera. Villegas hiso un gesto de cortesía, indicándole al comandante que hisiera lo que creyera oportuno. No sé si lo tenían preparado, pero a mí me paresió que de verdad le iban a meter una bala en la asotea. A él, al brigada ese, también le paresió. Tenía los pantalones cagados cuando Porto Lima le sacó la pistola de la boca, toda echando sangre. Disen que además del diente le rompió la tela del paladar, al defensor del ayuno.

Yo miraba a Montoya y lo veía lejos. No importaba que apenas estuviera a medio metro de mí en aquella mañana helada. Yo sentía el pulso de la sangre en la herida de la pierna y en el dedo medio seccionado y notaba que aquél era el latido del tiempo, que me alejaba de todo. Sentía mi vida anterior en otro continente. Los años en Málaga trabajando en el tranvía quedaban en un túnel que había detrás de otros muchos túneles, más allá de los días de fuego y nieve que acabábamos de vivir y que parecían años, más allá de los meses pasados en Madrid, y los túneles que me alejaban de la carretera de Almería, de los amigos que tenía en Málaga, Palomo, Utrilla, de Mari Carmen Molina, la joven morena con la que alguna noche me perdí por las tapias de la Pelusa, donde ahora no paraban de fusilar prisioneros. Y sólo veía cerca la cara, la mirada, de Serena Vergara. Sabía que tenía que salir vivo de allí, que la guerra, la vida, me la iba a devolver, no importaba de qué modo.

Cuando Gustavo Sintora se reintegró a su grupo unos días después, la calma ya era absoluta. El invierno y la intemperie eran los únicos enemigos de los soldados. El destacamento, con la unidad entera del comandante Cabezas, fue trasladado a un pueblo de piedra y adobe por el que ya había pasado la guerra. Casas derruidas, restos de animales muertos y el viento levantando una música extraña entre las paredes caídas. El destacamento y algunos hombres del comandante Cabezas se instalaron en una cuadra apenas tocada por las bombas.

El año iba llegando a su final y los soldados pasaban los días jugando a las cartas sobre los pesebres abandonados. Algún atardecer aparecían en la plaza del pueblo dos gitanas salidas nadie sabía de dónde, una joven, con el pelo negro virando a azul, siempre callada, y otra mayor que, según decían, era la madre de la otra. La vieja, encorvada y arrastrando una pierna, daba varias vueltas a la plaza repitiendo el supuesto nombre de la joven, Zoraida, Zoraida, la niña mora, decía mientras Zoraida, o como se llamase, permanecía en el centro de la plaza, mirando desafiante.

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