Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Por el pueblo oyeron carreras, voces, y al poco el capitán Villegas entró en la cuadra. Mandó a los hombres salir al exterior y formar delante de los camiones. A lo lejos se veían resplandores a los que seguía un tambor sordo, cada vez más cercano. El río se llenaba de fuego. Un teniente al que ni Sintora ni los demás hombres del destacamento habían visto nunca les gritaba que quien no avanzara en el combate sería fusilado sobre el terreno, que los sargentos tenían autoridad para disparar sobre los oficiales que retrocedieran y que las familias de los desertores serían represaliadas.
El comandante Cabezas apareció ante los focos de los camiones. Andaba despacio. Dio órdenes al teniente desconocido y al capitán Villegas. Dos soldados iban a subir su cama de hierro en uno de los camiones, pero el comandante los detuvo con un gesto. Les mandó que la depositaran en el suelo, se quedó mirándola y de una patada la volcó sobre el barro antes de dirigirse al primero de los camiones y subir a él. Los vehículos pusieron en marcha sus motores. Apagaron las luces y empezaron a avanzar en un convoy lento. Adónde nos llevan, le preguntó un soldado con mellas a Sintora, y, sin esperar la respuesta de su compañero, el hombre arrugó la cara y empezó a gemir.
Las manos se le traqueteaban con un temblor acelerado. Los demás lo miraban con la cara blanca, los labios delgados y los ojos aumentados por el miedo. El soldado que estaba junto a él, muy joven, miraba al exterior, a los otros camiones, al campo, que se llenaba de resplandores suaves, color de fuego. Entre las piernas del hombre mellado se empezó a formar un charco, los pantalones se le mojaban con un líquido que se extendía rápido por la tela. Entonces me acerqué a él, mi cara a su cara. Adónde nos llevan, le pregunté yo, mirando con mi cristal partido sus ojos llenos de miedo. Adónde nos llevan, mamá, le volví a preguntar, y él se quedó con los párpados abiertos, ya sin llorar, viendo mi sonrisa y cómo retiraba mi cara de su lado y recostaba mi cabeza contra la lona del camión y cerraba los ojos detrás de las gafas. Vi a Montoya mirándome, abrazado a su fusil. La guerra venía conmigo, me llevaba en su lomo amargo, yo había entrado en su laberinto y estaba dispuesto a vivir en él.
Los camiones se detuvieron en una explanada grande en la que ya había reunidas varias decenas de vehículos. Se apagaron los motores y vino un silencio sólo enturbiado por el eco de las bombas y por el ruido ronco que en la lejanía del cielo levantaban los aviones. Se oyó una voz, gritos, órdenes, golpes en el exterior del camión y de nuevo el teniente aquel que se asomaba a la caja y les ordenaba saltar. Bajaron apresurados, resbaló sobre su charco el mellado, cayó, chocaron con él algunos soldados y, orientándose por los gritos y la confusión de los demás, corrieron a agruparse en medio de la explanada.
En la cabeza del pelotón en el que se encontraban los soldados del destacamento estaba el sargento Solé Vera, que se abrochaba el chaquetón de cuero y se ajustaba el correaje que llevaba sobre él. Por delante andaban de un lado a otro el teniente Porto Lima y el capitán Villegas, a su espalda, sin moverse y mirando a los hombres, fumaba el comandante Cabezas. Sintora, según cuenta en la confusión de su cuaderno, en busca de alguna orientación, miraba la cara del capitán Villegas, que estaba rígida y de continuo, sin inmutar el gesto, daba órdenes. Recordé la cara de la cantante Salomé Quesada, sus cejas, el carmín de sus labios, y recordé su fotografía la primera vez que entré en el despacho del capitán Villegas, cuando yo estaba recién llegado a Madrid y estuve dos días durmiendo en la puerta de su oficina. Recordé la voz del capitán, su gesto y cómo entonces, al salir de aquella oficina forrada de fotografías, andaba entre soldados que lo saludaban sin que él pareciera verlos, viéndolos a todos, como entonces nos veía, sin mirarnos.
Hablaron el capitán Villegas y el comandante Cabezas, se saludaron de forma militar y cada uno se dirigió a uno de los dos grupos en los que habían dividido a los hombres. El comandante Cabezas dio una orden al teniente Porto Lima y éste les gritó a los soldados, que se pusieron en marcha, a paso rápido, siguiendo al comandante, que ya se había perdido en dirección a una loma pedregosa y llena de arbustos. Corriendo en la cola del grupo, Sintora vio pasar a los soldados Cañeque y Castro. La luz de la noche les había puesto lívida la piel. Castro se había afeitado la barba y Cañeque llevaba mirada de loco.
Esperó Villegas a que los hombres del comandante Cabezas se perdieran en la oscuridad, y luego hizo un gesto al teniente que les había hablado. El teniente, corriendo hacia la parte trasera del grupo y montando su pistola, les gritó que abrieran las filas y siguieran al capitán, que ya había empezado a correr despacio en sentido contrario al que lo habían hecho el comandante Cabezas y sus hombres. Subían una pendiente donde el barro se hacía cada vez más blando.
Resbalábamos. Hacíamos el ruido que los desdentados hacen al masticar. Montoya venía a mi lado y al mirarme me decía, Sintorita, qué lejos, Sintorita, qué lejos está Fransia, y yo sentía el trapo de las gafas, los girasoles sucios acariciándome la nuca, Serena, y corría sin mirar el suelo, viendo cómo delante de mí corrían hombres, espaldas, codos, manos y fusiles, cada uno con su respiración, cada uno con su barro y el peso de su cuerpo, y a mi espalda sentía a Doblas, veía a Ansaura a mi lado, delante, moviendo los labios con la cara desfigurada, otro hombre saliéndole desde lo hondo de la cara, afilándole las facciones. Nos masticaba con su ruido el barro, y por encima de él se nos acercaba, nos acercábamos al ruido de las bombas. Detrás, daba gritos el teniente sin nombre.
Pasamos bajo unos árboles, uno de ellos ardiendo, el resplandor de la llama nos ponía cara de muertos. Pasamos el pequeño bosque, escuálido, sin más vegetación que la de los raquíticos árboles, llegamos a un llano en el que nos esperaba el capitán Villegas. Empujaba con energía a los hombres y los hacía entrar en la boca de una trinchera por la que avanzábamos golpeándonos los brazos y los hombros contra el barro de las paredes. Sentí su mano en mi espalda, delicada, empujándome hacia la muerte. Olía a tierra y a basura y en los bordes de la zanja se percibía el temblor de las explosiones. Oí gritos, Que viene, que viene, y luego los silbidos.
Hubo un destello. Se sacudió el mundo, hierro, carne, fuego, la cabeza del revés, caí al suelo, el miedo corriendo veloz, un circuito eléctrico por todo mi cuerpo, alguien me pisaba el brazo, las piernas, corrían sobre mí, y llegó otra explosión, quise levantarme, tenía barro en la boca, dentro de la garganta y me vino una arcada, vomitaba mientras me ponía de pie y de mí apartaba un peso, un cuerpo que se resbalaba por el barro. Montoya me dio la mano, me miró con los ojos abiertos y tiró de mi guerrera. A mi espalda oía cómo resoplaba Doblas, le hablaba entre gritos y con la respiración cortada el sargento Solé Vera. El capitán corría por encima de nosotros, fuera de la trinchera, adelantándonos, gritando, el barro de sus pies nos salpicó la cara, por encima de su cabeza, por al lado de su cuerpo, había silbidos de fuego. Lo vi saltar dentro de la zanja, la pistola en la mano y un resplandor de bombas iluminando su silueta.
Llegaron a un cruce de trincheras, un ensanche donde el capitán Villegas supervisaba el estado de sus hombres. A su lado vieron a Ansaura, el Gitano, cojeando levemente, atándose un trapo por encima del barro que le rodeaba el tobillo. Las bombas pasaban por el cielo, altas, e iban a estrellarse a lo lejos. Sintora se limpiaba de barro las gafas con el cristal rajado.
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