Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Bajó del camión el sargento Solé Vera y empezó a descender el cerro, andando entre las piedras, sin apartar nunca la vista de aquel hombre que caminaba entre los vehículos que todavía quedaban en la llanura. Se detuvo el sargento a una decena de metros del capitán Villegas, que tenía el uniforme sucio, con manchas de barro y sangre. A la altura del pómulo derecho, una herida limpia, un corte ancho, le dividía la cara, subrayándole de rojo la mirada. El capitán parecía más delgado que unas horas antes, y los dientes le asomaban bajo el bigote impecable aunque pastoso de sangre. Parecía que los dientes le hubieran crecido. Tenía una manga de la guerrera rajada, con restos de una sangre oscura que le asomaba por la mano que sostenía la pistola.

– Capitán, nos vamos. Los hombres del destacamento, yo con ellos, volvemos a Madrid, después cada uno a su casa.

Se quedó en silencio el capitán, la mirada perdida como cuando pensaba en la cantante Salomé Quesada. Luego, habló:

– No había tierra para que cayeran tantos muertos.

Los soldados del destacamento, Doblas, Ansaura, el Gitano, Montoya y Sintora, iban llegando a la altura del sargento y todos, en silencio, se fueron deteniendo a su espalda.

– Nos vamos, capitán. Volvemos a Madrid -repitió el sargento.

– No sé si pensar, Solé, que también me han matado a mí. Que soy un muerto, que estoy muerto como los hombres que venían conmigo -los soldados miraban a su capitán en silencio. Sobre el río, a lo lejos, flotaba una nube de humo lento que se iba confundiendo con la niebla, y por encima de las palabras del capitán había un tambor disparejo de detonaciones aisladas. El capitán los fue mirando con calma, los ojos muy serenos-. Y aunque vengan los años y viva, una parte de mí estará ya muerta para siempre, Solé, Doblas, Ansaura, Montoya, Sintora, a vosotros también os han matado en ese fanguizal, no importa dónde vayáis.

Su voz se había afilado. Aquello era la guerra, aquel hombre que venía de entre los muertos y en la mano ensangrentada sostenía una pistola, y nosotros, nosotros, soldados perdidos en una niebla distinta a la que se había tragado a aquellos hombres, también éramos la guerra. Doblas, Solé, Ansaura, Sintora, Montoya, dijo el hombre, solo, frente a quienes lo abandonaban, vosotros sois la guerra. Y yo, mirándolo, supe que años después aquellas palabras que oía en el helor de la tarde seguirían llegando, limpias, nítidas, al corazón de mi cabeza, pero entonces sólo sentía cansancio y frío, y la imagen del capitán, herido, vencido, apenas me producía emoción, sólo una pregunta acudía a mi mente, saber si aquel hombre era el mismo que el que tantos meses atrás había visto con su uniforme impecable sentado en su oficina llena de fotografías de artistas, enamorado de una cantante de cejas alargadas y negras, una pregunta que me inquietaba al interrogarme a mí mismo, al preguntarme si yo era yo, al preguntarme quién era aquel soldado que en medio de la mañana, con las gafas atadas a la nuca por un trapo de flores sucias, miraba desde una distancia muy lejana al capitán Villegas.

– Nos vamos -dijo el sargento, y su mano se puso despacio en la mano, en la sangre, en el hombro herido del capitán, y sus cuerpos se juntaron en un abrazo frío.

Los hombres del destacamento no se acercaron al capitán Villegas. Lo miraron desde la distancia y uno a uno fueron dándose la vuelta, volviendo a subir, en silencio, con el crujido de las piedras, hacia el lugar en el que estaban los camiones de aquel destacamento que ya no existía, que en realidad había dejado de existir un día lejano, quizá la mañana aquella en la que una bomba había caído sobre el coche negro y de morro alargado de Paco Textil, o tal vez el mismo día que habían abandonado Madrid camino de aquella ciénaga humeante y lejana que ahora se extendía a los pies de aquellos hombres que, reunidos delante de los camiones, se habían detenido a escuchar a Ansaura, el Gitano.

Los miraba con la cara esquinada Ansaura, y decía las palabras muy despacio, separándolas entre sí por un silencio largo, por una duda que se iba disipando a medida que hablaba. Decía que a él le gustaría volver a Madrid para buscar a Corrons, por si había algo nuevo que cobrar, pero que Corrons se habría ido a Valencia o a donde fuese y que él ya había dicho casi dos millones de veces el nombre de su mujer:

– Mi mujer se llama Amalia Monedero -dijo, como si nadie le hubiera oído nunca en los dos últimos años, cada noche, a cada momento, decir el nombre de su mujer-. Mi mujer se llama Amalia Monedero -repitió con lentitud, los ojos demasiado negros para ser ojos, el flequillo cortado en diagonal sobre la frente sucia de barro, el pie vendado-, y por muchas veces que digo su nombre esta guerra no se acaba nunca, no importa lo que digan los oficiales de ahí abajo, que todo está perdido -señaló con la barbilla la llanura por la que se movían hombres y vehículos-, no sé a qué se refieren cuando dicen que todo está perdido ni quién es quién lo pierde. Ya no puedo decir más el nombre de Amalia sin verla a ella, a Amalia, mi mujer. Por eso no voy a Madrid y por eso también dejo al capitán, por irme a Barcelona, a no decir más el nombre de mi mujer, a verla. Así es como se acabará la guerra de verdad. Cuando la tenga delante y ya no diga más su nombre.

Lo miraban en silencio los hombres. Montoya con el ceño fruncido, como si viera por primera vez al Gitano, Sintora apoyando el cuerpo en su fusil, cansado y sin escuchar, Doblas con la respiración ahogada y lenta, y el sargento Solé Vera observándolo de reojo, la vista repartida a medias entre el campo por el que todavía andaba el capitán y la figura de Ansaura, el Gitano, que seguía hablando, despacio, renegrido:

– Me voy a llevar un camión a Barcelona, sargento, el de la Doce, o si tú quieres el Chato. Más que nada porque en las casas esas donde hemos estado durmiendo, en una de ellas, la de piedra grande, he visto una máquina de coser y me la voy a llevar, para Amalia, para mi mujer -había un aire de desafío en sus palabras-. Es una Singer. Y me la voy a llevar para que me haga trajes y para que se los haga ella, para ponérselos y para venderlos. Va a ser costurera, Amalia Monedero, la mejor de Barcelona, cuando acabe la guerra.

Nadie escuchaba ya a Ansaura, el Gitano. Los hombres del destacamento se habían girado y, como el sargento, miraban el humo del horizonte, la llanura en medio de la que el capitán Villegas hablaba con otro hombre, quizá un oficial, que avanzaba delante de un pequeño pelotón del que separaron a un individuo que, antes de que a los oídos de los soldados del viejo destacamento llegase el desordenado redoble de los disparos, ya había caído fusilado, encogido, pequeño, y que se estiró, se abrió como una flor nocturna y rara al recibir el tiro de gracia, un débil crujido en la distancia, que el oficial con el que había estado hablando el capitán Villegas le soltó en la cabeza. Y cuando el sargento Solé Vera empezó a caminar hacia el camión que tenían más cerca, ya nadie le dijo nada a Ansaura, sólo Montoya, que le susurró, Adiós, Gitano, me alegro de no volver a verte, de no oír más tus ronquidos ni la mierda de tus resos. Y lo último lo dijo Montoya ya sin mirar a Ansaura, andando hacia la parte trasera del camión, aupándose para subir a la caja.

Dejó escrito Sintora que Montoya llevaba los ojos brillantes, y que cuando el traqueteo del camión se puso en marcha y empezaron a alejarse de la colina, de la llanura, la silueta de Ansaura, el Gitano, se quedó sola delante del camión de la Doce, con la pierna vendada por encima del pantalón, el flequillo de alquitrán pegado a la frente y la piel y los ojos llenos de tizne, y le pareció a Sintora que Ansaura todavía seguía hablando, despacio, al camión que pasaba delante de él, a los hombres con los que había compartido dos años, más de veinte meses que ahora se desintegraban en la nada, y que ya, silenciosos y derrotados, se alejaban para siempre de su vida, o a las piedras que lo rodeaban. O tal vez a su mujer, Amalia Monedero, diciéndole al oído que pronto estaría en Barcelona, anunciándole su llegada con una máquina de coser Singer y que ella, Amalia, Amalia, Amalia Monedero, iba a convertirse en costurera, en la mejor costurera de Barcelona.

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