Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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No hizo ninguna pregunta el mago. Suponía o sabía que los hombres habían abandonado su unidad. Seguir el destino sin que el destino quiera que lo sigamos es una torpeza, habéis hecho bien haciendo lo que habéis hecho, que no sé ni me importa lo que es, dijo después de asegurarse de que el capitán y Ansaura estaban vivos y de decirles que quizá quisieran saber algo de lo que había ocurrido por allí, por la Casona, y también por Madrid en los últimos tiempos.

Se acomodaron los hombres alrededor de una de aquellas mesas alargadas y el mago empezó a contarles, mientras masticaban con crujido de piedra los garbanzos, que en la Casona todo se había venido abajo y que ya nadie se ocupaba de mantener aquello:

– Los que pudieron se fueron. La gente empieza a irse a Valencia, otros se van a Cartagena. Otros desaparecen como si nunca hubieran existido. Seguro que están haciéndose camisas de color azul y bordándose unos yugos y unas flechas de fantasía. Eso sí que es magia y no lo que hacía yo con mi pobre caballo Ulises, que no sé si estará vagando por las caras ocultas del universo o, una vez pasado por las tripas de algún caníbal de pueblo, se encontrará convertido en abono de algún huerto de papas. Al final viene a ser lo mismo una cosa que otra. De la gente conocida os diré que el novillero Ballesteros, que ya me parece que se quedará para siempre con el pañuelo vendándole la cabeza y con la frente herida, dejó unos trastos de matar por otros y está ahí, en el frente, pegando tiros, como Rosita Pedrero, la Dinamitera, a la que ya no le quedan bombas que tirar. A ver si le mandan un paquete sus amigos de Asturias, con chorizos y bombas.

– Así es como se ganan las guerras, con chorisos y bombas, y no con los perdigones estos ¿no, mago? -dijo Montoya apurando los últimos garbanzos de la cacerola.

– Sí, pero nosotros, como no sea otra, me parece que ésta no la vamos a ganar -contestó el mago, supervisando con la mirada el vacío absoluto de la cacerola, de la que Doblas, mojándose de saliva las yemas de los dedos, chupaba los restos de sal y tizne.

– La guerra, desía Ansaura, el Gitano, es una puta de mucho postín, y nesesita que se esté muy ensima de ella, dándole lo que pide.

– Será así, como tú lo dices o dises, Montoya. Madrid está inundado de octavillas, todas las mañanas nos bautizan los aviones con papeles que nos dicen lo bien que vamos a estar cuando entren nuestros amigos de enfrente. Primero nos tiraban bombas, luego panes y ahora bombas, muchas bombas, y lectura. Son muy amables. Con el faquir Ramírez no lo fueron demasiado, la verdad. Se perdió por ahí, en una borrachera que cogió, tomando con el ventrílocuo Domiciano una bebida mejicana que no sé de dónde sacaron. El ventrílocuo se fue a dormir y el otro, muy curtido con la herrumbre pero muy poco con el alcohol, se dedicó a vagar por ahí, se metió en campo enemigo y le echaron mano. Dijo que era faquir y que si lo dejaban era capaz de comerse un fusil por piezas. Le cosieron la boca con alambre, para que no comiera más chatarra, le dijeron. Le ataron las manos atrás, también con alambre. Iban a coserle el culo, pero lo encontraron muy sucio, ya sabéis, y acabaron por dejarlo tirado en una zanja después de jugar a descargarle en la cabeza pistolas sin munición. Llegó aquí casi desangrado, con las manos medio cortadas por el alambre y la boca cosida. Se la tuvieron que abrir entre un médico y un mecánico. Aquí te habríamos necesitado entonces, Doblas.

– Eso con un cortafríos, o con una sierrecita del doce, depende -se encogió de hombros, humilde, Doblas, los labios con un arrebol de tizne.

– Extravió el bigote ese que siempre llevaba por los bolsillos, el bigote y algo más. A Domiciano se lo llevaron para la radio de Valencia, para hacer voces. Los músicos Martínez y Lobo Feroz desaparecieron una noche, ya saben ustedes cómo son los músicos, se van siempre sin decir adiós. Una mañana vimos que no estaban, nada, ni una nota, ni una señal. La Ferrallista y su marido, el enano Torpedo Miera, sí están. El enanito cada día está más envalentonado y dice que va a hacer valer sus años en Italia y que cuando lleguen los nacionales eso va a contar mucho. Habla del Duce y casi todo lo dice en italiano, o por lo menos como él piensa que es el italiano. Y el otro enano, Visente, también está, ahí en el taller de costura, que ya casi apenas funciona, sólo queda una cuarta parte de las trabajadoras, y la mitad del tiempo están sin hacer nada, no hay ninguna tela que zurcir.

– ¿Y Corrons? -preguntó escueto, mirando al mago a los ojos, el sargento Solé Vera.

Mis ojos viajaron lentos a la mirada, a los labios, al rostro del mago Pérez Estrada, que alzó la barbilla y dijo, Está.

– Está, pero se le ve poco. No aparece por aquí porque por aquí no tiene nada que hacer. Es decir, aquí ya apenas viene nadie, la cantina ya la estáis viendo, vacía, ya no hay bodas, como antes, y sólo de tarde en tarde viene Corrons, a mirar. Su mujer, sí -miró el mago directamente a Sintora al decir sí, y luego siguió hablando a los demás-, es de las pocas que quedan, ya sabéis, era la jefa o una de las jefas, nunca he estado yo muy al tanto de las jerarquías, salvo de la mía propia que está muy por encima de cualquier otra.

En el jardín oí vasos y pensé, liberado por las palabras del mago, pensé que podían ser los pasos de Serena, los pasos en la hierba, los pasos en las hojas, Serena de nuevo, su voz como lluvia en la costra reseca de mi pecho, de nuevo Serena, otra vez, para siempre. No importaba ya lo que el mago siguiera diciendo, que intuía, que sospechaba por los movimientos de Corrons, por lo que decía y también por lo que no decía, que quizá pronto fuese a salir de Madrid. En el jardín había pasos y los pasos iban hacia el taller de costura, acallando la voz del sargento Solé Vera que le decía al mago, a todos, que no iban a ocultarse, que iban a actuar con naturalidad el tiempo que les quedara de estar en Madrid, que para todo el mundo habían vuelto al Centro Mecanizado. Un fogonazo apareció por la ventana, iluminó de blanco la cantina, sus paredes vacías, la cara de Doblas, y luego vino un estruendo, rodar de piedras en el cielo. Tormenta, dijo el mago. Y una lluvia de gotas gruesas empezó a estrellarse alocada contra los vidrios de la ventana, a agitar las ramas de los árboles, y yo quise ver que en sus puntas aquellas ramas no estaban desnudas y que había unas yemas que quizá muy pronto se abrirían en hojas, en verde, en otro mundo.

Fuimos caminando por las calles, a la luz del día, a paso rápido, a casa del Marqués. El sargento abría la marcha y nosotros le seguíamos, los fusiles al hombro, los pies asomándole a Doblas por delante de las botas abiertas, dejando gotas de sangre que yo iba pisando. Había adoquines levantados, camiones y hombres armados en las aceras. Barricadas y niños. Ojos que nos miraban. En el jardín de la Casona había sido yo quien había mirado a todas partes, al edificio oscuro donde estaba el taller de costura, en medio de los árboles, con las luces encendidas, tristes. Una bombilla estaría alumbrando de amarillo los hombros de Serena como a m í me alumbraba la lluvia. La piel de su cuello, sus manos alumbradas de amarillo mientras en el fango del jardín, en el agua de las aceras, antes de que la lluvia la borrase, yo pisaba la sangre de Doblas y miraba los ojos de los hombres.

El ascensor estaba desfondado, hundido en su foso. Subieron la escalera de la casa del Marqués, crujiendo la madera de los peldaños. El descansillo de la planta principal se encontraba vacío, no estaba ni la mesa ni ninguno de los primos de Corrons. Se miraron los hombres. El sargento Solé Vera se tocó bajo la chaqueta de cuero la culata de su pistola, comprobando el lugar exacto en el que la tenía antes de señalarle la puerta a Doblas. El mecánico la golpeó. Hubo ruido, voces ahogadas y pasos rápidos. Montaron los hombres sus fusiles, desenfundó la pistola el sargento y todos se alejaron de la puerta, el sargento situándose a un lado, pegado a la pared, Doblas apoyado en el tabique de enfrente y Montoya y Sintora bajando los primeros peldaños de la escalera.

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