Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Los cuatro hombres del antiguo destacamento recorrieron con el camión carriles, caminos de tierra y barro, esquivando siempre las carreteras rectas que conducían a Madrid. Apuraron el bidón de combustible que llevaban en la caja, Doblas reparó el motor, que humeaba y tenía espasmos incontrolados. Hasta que finalmente, cortada cualquier posibilidad de avanzar por ningún camino secundario y ante la presencia de soldados, no sabían de qué ejército, decidieron abandonar el vehículo. Lo enterraron entre una maraña de zarzas y continuaron su viaje a pie, guiados por un mapa escolar que el sargento Solé Vera, mi padre, había encontrado en una escuela abandonada, en un pueblo medio desierto en el que los cuatro hombres estuvieron refugiados de la nieve que estuvo cayendo durante casi diez días seguidos.

Y en todo ese tiempo, viajando en la caja del camión con Montoya, caminando por el campo o refugiado en la casa abandonada del pueblo, Gustavo Sintora no dejó de pensar en algunas de las palabras que Ansaura había dicho antes de que lo dejaran hablando solo en lo alto de aquel cerro. No dejaba de pensar en Corrons. Pensaba más en Corrons que en Serena. Oía las palabras del Gitano, la certeza con la que había asegurado que Corrons habría dejado Madrid. Intentaba pensar en los pensamientos de Corrons, y en la posibilidad de encontrarlo. Me veía a mí mismo recorriendo Madrid, rastreando por las esquinas de la guerra como un perro abandonado que huele el suelo, las piedras, el aire en busca de su dueño. Y el miedo de no ver a Serena me borraba el miedo de la guerra, de ser encontrado en cualquier instante por una patrulla de cualquier bando y ser fusilado contra una tapia, en un camino, como temía Montoya. Y por las noches miraba los mapas en el libro de niños del sargento. Entre el marrón de las montañas y los nervios azules de los ríos, veía las letras de Madrid, aquellas letras y aquel redondel negro de tinta humilde que me decían el nombre de Serena, el rumbo de mis pasos.

Guiados por el mapa escolar del sargento Solé Vera, oyendo en la distancia estallidos de bombas que no venían de ninguna parte, sólo del silencio que a veces los envolvía, alimentándose de un conejo que Doblas cazó, de unos huevos y una gallina robada, de la leche que unos niños ordeñaban de una vaca recién muerta, de la carne de esa misma vaca, los hombres llegaron a las cercanías de Madrid y en medio de la noche, sin encontrar patrulla ni vigilancia, sólo algún disparo perdido, entraron en sus calles de fantasmas, sin más luz que el resplandor que a veces venía de la Ciudad Universitaria, quizá hogueras o tal vez algún vehículo incendiado que explotaba con un estruendo sordo y hueco, la noche entera una caverna en la que todo resonaba con ruido de bóveda.

Se cruzaron con un soldado borracho, con un hombre que arrastraba un mueble, un aparador, y que se quedó mirándolos con cara de espanto, en silencio hasta que pasaron frente a él, observándolo y sin decirle nada los soldados, que más adelante también se encontraron con una prostituta que sangraba por la nariz, un zapato con el tacón alto y fino, el otro arrancado, y mientras les pedía tabaco ofreció acostarse con los cuatro por ocho, por cinco, por tres pesetas, mirando asustada, de reojo, la boca oscura de las calles, rogando porque no apareciese su Esteban, que la iba a matar al amanecer, a golpes, si no reunía las ocho pesetas que le faltaban. Y siguieron avanzando pegados a las paredes de las casas hasta que poco antes del amanecer llegaron a la Casona y entraron sigilosos en su jardín, los árboles desnudos, garras, dedos y uñas en la noche, en el edificio, que tenía todas las entradas cerradas salvo la puerta renqueante y combada de la cantina.

Y allí estuvieron sentados en medio de aquella sala, sin que a la vista hubiera botella ni alimento alguno con el que pasar el último tramo de la madrugada, delante de las estanterías completamente asoladas, hasta que en la parte superior del edificio empezaron a oír algún ruido, gente que andaba despacio, recién levantada. Los cuatro hombres recogieron sus armas, se distribuyeron por la cantina y estuvieron alerta hasta que oyeron pasos en la escalera. Se detuvieron los pasos en la puerta y la dejaron a un lado, siguieron hacia el jardín y luego retrocedieron.

La figura luminosa del mago Pérez Estrada apareció en el umbral de la cantina, sus brazos alzados, su voz exclamando, alegre, al ver al sargento Solé Vera que todavía le apuntaba con su pistola, Mi sargento, dijo teatral, a la vez que se cuadraba sin querer cuadrarse, burlándose del saludo militar el mago Pérez Estrada. Doblas, Montoya, Sintorita, qué buen niño, Sintorita, que no te has dejado matar. Mi sargento, volvió a decir abrazando a mi padre, al sargento Solé Vera, sin hacer caso de la pistola que él todavía tenía levantada.

– Qué alegría -dijo el mago-. Qué alegría, los soldados del destacamento -repitió mientras sacaba del cuello del sargento una baraja de cartas, mirándolos uno a uno, sonriendo, alegre.

Y entonces, mientras los miraba en medio de la cantina, fue cuando los soldados advirtieron de pronto la imagen real del mago, no la que conservaban en la memoria y había revestido de luz su aparición, sino aquel traje blanco ajado, los zapatos siempre relucientes manchados ahora de barro y un aire que no llegaba al desaliño pero que daba cuenta del cambio, del deterioro al que los habitantes de la Casona debían de haberse sometido en los últimos meses y que ya en las paredes, en las estanterías de la propia cantina, habían percibido los soldados.

– No será que alguno, que el capitán Villegas, que Ansaura, vuestro amigo gitano, que les ha pasado algo en esas guerras que estáis echando todo el rato -dijo el mago advirtiendo la tristeza de los hombres, aunque en el fondo seguro de que era él, su estampa, lo que acababa de provocar aquella súbita melancolía. Sobreponiéndose, sin ofrecer un resquicio al desánimo, fue acercándose a ellos, dándoles la mano-. Qué alegría, Doblas -sonrió con su boca de batracio y el hierro de sus dientes Doblas-, Montoya, Enrique -el mago más sinvergüensa de todas las guerras, dijo Montoya, abrazándose al mago, alegre por primera vez desde que habían dejado al capitán en el Ebro-, Sintora, oh, Sintorita, qué alegría, las gafas rotas, qué pena -titubeó, se emocionó Sintora, y al darle la mano, como si fuera un juego fantástico que el mago Rafael Pérez Estrada acabara de provocar, vio Sintora ante sí el fragor y el humo del campo de batalla, las noches en las trincheras, los muertos, la sangre y el barro, la cara del capitán Villegas al despedirse de ellos, su voz diciendo vosotros, vosotros sois la guerra, la figura de Ansaura, el Gitano, su pierna vendada, hablándole al humo de los camiones, el soldado fusilado en la llanura y los hombres corriendo hacia la niebla, los días andando por el campo, bebiendo leche de una vaca muerta a la que los niños después de ordeñar le habían rajado las ubres con una navaja por ver si encontraban más leche, con una mirada negra de hambre y odio los niños. Todo se le reveló a Gustavo Sintora de un modo más verdadero que como en realidad había vivido aquellos acontecimientos cuando el mago Pérez Estrada se detuvo ante él para darle la mano, los ojos claros del mago, la camisa blanca oscurecida por el cuello, las solapas de la chaqueta con una pátina de derrota.

El mago continuó imparable con su magia, no se sabía si ignorando el desaliento de los soldados o precisamente combatiéndolo con toda su energía. Les dijo que se sentaran y, tocando con la boca una música de tambores, un redoble que también llevaba incorporado platillos y algún eco de trompeta, les anunció que entonces sí que iba a hacer un verdadero número de magia. Retiró un tonel que había cerca del mostrador, levantó dos tablas del suelo y de allí, de una cavidad que al parecer había en la tierra, extrajo, con parafernalia de número circense una botella y una cacerola de aluminio, pequeña y abollada. Sacó de un cajón unos vasos, sirvió un vino que en su aspecto recordaba al líquido negro y áspero que siempre habían tenido en la cantina y, de nuevo con redoble, destapó la cacerola para mostrar unos garbanzos tostados, con sal y mucha tizne.

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