Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Intentó Sintora entrar en el taller, pero la presencia del enano Visente y las demás costureras, cinco o seis, acabaron por disuadirlo y volvió andando a la Casona mientras Montoya, que había bajado corriendo las escaleras y había cruzado la verja de la calle sin alcanzar a la Ferrallista, desaparecida en no se sabía qué dirección, también regresaba al edificio y se encontraba con su compañero en la escalinata, sin decirse ninguno de dónde venía, comentando, cada cual perdido en su laberinto, cómo les iría al sargento y a Doblas.

Y así, mientras el sargento Solé Vera y Doblas, deambulando por los hangares medio vacíos encontraban en el descampado que había detrás de las naves un camión abandonado por avería y el mecánico calibraba el tiempo y las dificultades de la reparación, Montoya y Sintora pasaron las horas en la Casona, se encontraron con el enano Visente, que los envolvió con sus brazos cortos y, santiguándose y besando el Sagrado Corazón de su detente con los dedos, les preguntaba por el resto del destacamento. Y mientras hablaban con él, ambos vieron a través de la ventana de la cantina pasar, primero, en dirección a la calle, a Serena Vergara, con su abrigo color remolacha, andando al lado de una compañera entre los árboles, y poco después, entrando en el edificio, a la Ferrallista, la nariz afilada y la piel lívida.

Por la tarde continuó la simetría, y además los cuatro hombres tuvieron un mismo testigo de sus actividades. Y así, mientras el sargento Solé Vera ayudaba a Doblas a desmontar el motor del camión averiado y un teniente lejanamente conocido se les acercó para preguntarles qué estaban haciendo, el enano Torpedo Miera apareció por el descampado y los saludó, con su sonrisa blanda y su cara pálida. Se quedó con ellos el enano mientras le decían al teniente que cumplían órdenes del capitán Villegas y el teniente les preguntaba si el capitán había vuelto y ellos afirmaban sin hacerle mucho caso, continuando el trabajo a la vez que hablaban y le prometían al teniente llevarle orden firmada por el capitán para seguir reparando aquel camión.

Y todavía estuvo con ellos el enano unos minutos después de que el teniente se hubiera ido, observándolos, preguntándoles, con las manos en los bolsillos, por el Ebro, por Ansaura, mientras en la Casona, después de hablar con el mago Pérez Estrada, del final de la guerra, del futuro incierto que les aguardaba a todos, Sintora salió de nuevo al jardín y de nuevo se acercó a los talleres, acariciando la costra fría de los árboles, arañándose la mano con su piel áspera. Y mientras él, desde el umbral del taller, miraba la sala vacía, las máquinas solitarias, las bombillas que colgaban apagadas del techo, y avanzaba hacia el fondo de la nave, allí donde estaba la huella de una cruz perdida, en la Casona, Enrique Montoya subía hacia las habitaciones y en el rellano de la escalera se encontraba a la Ferrallista, que se detuvo, y con la respiración, sin voz, decía, Montoya, mi Montoya, a la vez que en el taller de costura resonaban unos pasos, Sintora se giraba y en la entrada veía la silueta, la cara de Serena Vergara, iluminada ahora por la luz de la tarde en el ventanal, avanzando despacio primero, con pasos largos luego, para abrazarse a él como la Ferrallista se abrazaba a Montoya y seguía diciéndole, Mi Montoya, Montoya, te llevo esperando mucho tiempo, abrázame, apriétame, Montoya.

Y mientras Doblas seguía desmontando el motor del camión y el sargento iba ordenando en el suelo las piezas como el mecánico le indicaba, el enano Torpedo Miera caminaba hacia la Casona y Gustavo Sintora volvía a reconocer el olor, la cara, los ojos y la sonrisa de Serena Vergara a la par que la Ferrallista, sin dejar de abrazarse a él conducía a Montoya a su habitación y abriendo la puerta con la espalda, dejándola abierta, lo tumbaba sobre la cama, besándose los dos amantes como se besaban Sintora y Serena, diciéndole ella, Serena, que ya no volvería a separarse de él, que su marido estaba preparándolo todo para irse a Valencia y que había tenido miedo de que él, Sintora, no regresara, de que lo hubieran matado o herido o hecho prisionero en esa batalla de la que en Madrid contaban que había sido como el infierno. Mi pobre niño, le acariciaba Serena la mejilla a Sintora, mientras el enano Miera avanzaba hacia la Casona y Montoya desnudaba a la Ferrallista, que torcía los ojos y le decía, Soy tu puta, Montoya, ya nunca voy a ser de nadie más que de ti, y las palabras se le atoraban a la Ferrallista en la garganta y se le mezclaban con suspiros y quejas, y los ojos ya se le volvían del todo y los párpados le temblaban mientras hincaba las uñas en la espalda de Montoya y unas gotas de sangre asomaban por los costados del hombre y el rumor de sus voces y los quejidos salían de la habitación y bajaban por la escalera.

Dime que me llevarás contigo, dímelo, sonreía Serena, a mí y a la niña, que no nos vamos a separar más. La lluvia volvía a caer, despacio, leve entre los árboles del invierno, y el enano Torpedo Miera apretaba el paso, caminaba por la ribera de los charcos en los que su silueta temblaba con un reflejo de aguas sucias. Seguían trabajando a la intemperie Doblas y el sargento y la Ferrallista y Montoya rodaban sobre la cama dejando un rastro leve de sangre mientras Serena le decía a Sintora que debía irse, que había ido a recoger un vestido, un encargo y que Corrons la esperaba. Volverían a verse al día siguiente, en la parte trasera, se besaban, las manos de Sintora pasaban por el cuerpo de la mujer, recordándola más que deseándola. Salían del taller, adelantada y caminando rápida Serena, con su abrigo y su melena destacando entre la grisura de los troncos, bajo la lluvia, y detrás Sintora, envuelto en su viejo gabán militar, las manos en los bolsillos y el frío y el agua rozándole la cara como Serena se la acababa de rozar al despedirse, mirándola a ella y sin ver la figura del enano Torpedo Miera, que en ese momento subía la escalinata de la Casona y que al ver a Serena y a Sintora recordó lo que la Ferrallista le había contado meses atrás, cuando habían arrojado a un falangista por un balcón y entre la multitud había creído ver a la mujer de Corrons con Sintora.

Se detuvo en lo alto de la escalinata el enano hasta que Serena pasó bajo él y se quedó mirándola, sonriendo y sin decirle nada. Estuvo allí el enano hasta que Serena cruzó la verja y desapareció tras la tapia. Fue entonces cuando entró en el edificio, pasó por delante de la cantina, en la que estaban el mago Pérez Estrada y el faquir Ramírez, intentando encender en la chimenea un fuego con leña mojada. No quiso acudir a la llamada del mago, que, mientras el enano empezaba a subir la escalera, salió de la cantina, llamándolo. Pero ya era demasiado tarde, el enano Torpedo Miera, la cara de niño metido en formol arrugada, estaba en la mitad del tramo, detenido y escuchando las voces y los jadeos, casi los gritos, de la Ferrallista. Se miraron el enano altivo y el mago, el faquir Ramírez, que había asomado detrás de Pérez Estrada, la boca rodeada con los lunares del alambre. Los tres en silencio, con la voz, que ya se apagaba, de la Ferrallista cruzando entre sus miradas, acuosa la del enano, celeste la del mago, triste y marrón la del antiguo faquir. Y ya había empezado el enano a descender, despacio, cuando arriba se hizo el silencio y Enrique Montoya, desnudo, salió a cerrar la puerta de la habitación. Vio Montoya al enano de espaldas, su joroba pequeña, bajando la escalera. Los ojos del mago, la boca cerrada del faquir Ramírez.

Madrid era una ciudad colgada del vacío. Cada día alguna de sus casas, alguna de su gente, desaparecía en el abismo. Todos sabíamos que Madrid se iría desmoronando piedra a piedra, hombre a hombre, hasta que muy pronto la ciudad entera no fuese otra cosa que un esqueleto cayendo hacia la nada. Y a pesar de ello se sucedían los días, venían nuevos rumores, nuevos miedos, y la gente se apostaba en las colas, se asomaba al sol, salía a la calle, miraba a los otros, sabiéndose ya todos pasto de la destrucción. Olvidándolo y sabiéndolo todo a cada segundo.

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