Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Lloroso, viendo los espasmos de las patas ensangrentadas, la carcasa de la máquina rota precisamente donde la madera se clareaba para dibujar las primeras letras de la palabra Singer, y los ojos grandes y tranquilos, medio dormidos, del burro, Ansaura, el Gitano, desató con mucho cuidado la máquina del lomo del animal y repasó con sus yemas y con la negrura de sus uñas las astillas de la madera rota. Arrastró por el barro la Singer para que la sangre no la manchara, montó el naranjero y le soltó un tiro en la cabeza al burro, que, asustado por el estruendo, casi se incorporó por completo, abrió mucho los ojos, estuvo unos momentos mostrando el verdor de su dentadura y, soltando un caño leve de sangre por al lado de una oreja, cayó con un ruido de calavera.

Fue al día siguiente cuando Bento Valladares, que venía de hacer unas estafas en Lérida, se encontró con Ansaura, el Gitano. Al verlo desde lejos no supo si era un hombre o una máquina de no sabía qué tipo lo que avanzaba por la ladera del monte que tenía frente a él, con aquella forma extraña y aquel extraño movimiento de oruga que apenas avanzaba. Y todavía, cuando lo tuvo nítido en la pupila, no daba crédito Valladares a lo que veía, un hombre cargado por en medio del campo con una máquina de coser, renegrido, resoplando y con una pierna herida. Se quedaron los dos hombres mirándose a los ojos al cruzarse en la estrechez de la vereda, sin decirse nada, el Portugués muy serio y el otro mirando, a modo de amenaza, el fusil que le colgaba de un lateral de la máquina.

Y cuando Ansaura, el Gitano, se detuvo veinte o treinta pasos más adelante aprovechando la rama muerta de un árbol para apoyar la máquina, se dio cuenta de que aquel tipo, Bento Valladares, dijo llamarse, lo había seguido a cierta distancia. Todavía se quedaron mirándose sin decirse nada, hasta que el otro pronunció su nombre y dijo que venía de Lérida. El Gitano no le contestó, dio un resoplido y levantó de nuevo la máquina, titubeó, un paso a la izquierda, dos a la derecha, hasta que pudo establecer de nuevo la línea recta y siguió andando, ya con el joven aquel pegado a sus talones, hablándole del frío que hacía, de lo húmedo que estaba el campo y de lo crecido que iba un río que había pasado hacía un rato, sin que Ansaura, el Gitano, le contestara nunca y ya ni siquiera, como había hecho al principio, lo mirase de reojo.

Y así fueron hasta que ya al final de la tarde, Bento Valladares le dijo que detrás de unos árboles que veían al fondo había un caserío abandonado en el que podían pasar la noche. Sin contestarle, Ansaura, el Gitano, tomó el camino que el otro le había indicado y sólo entonces se refirió Valladares a la máquina de coser.

– Pesa, ¿no?

– Es una Singer.

– Lo pone ahí.

– Para mi mujer.

– Es un buen regalo.

– Se llama Amalia Monedero.

– Ah, Monedero.

– Pero pesa mucho.

– Es que lleva mucho hierro, mucho adorno.

– Es una Singer.

Se ahogaba Ansaura, el Gitano, y a su lado Bento Valladares, cuando lo veía trastabillear, se quitaba las manos de la espalda y le orientaba la máquina, sosteniendo una esquina con dos dedos hasta que el otro reafirmaba el paso. Y así llegaron hasta el caserío despoblado, cinco o seis casas reunidas que formaban una pequeña plaza, a trozos adoquinada con piedras redondeadas, a trozos pelada y con asfalto de hierba y tierra. Entraron en la casa mayor y ante la negativa de Ansaura, el Gitano, a dejar la Singer en la calle o guarecida en una cuadra trasera, se emplearon los dos hombres un rato en desatrancar la doble hoja de la puerta para que la máquina, arañando las paredes y manchándose de cal, pudiera entrar hasta la sala principal.

Allí, ante el fuego que encendieron en la chimenea, fue donde Bento Valladares, el Portugués, le contó su historia de falsificaciones y estafas a Ansaura, el Gitano, y donde éste le habló de la suya, los años en Madrid, el Ebro y su marcha con la Singer hacia Barcelona. Surgió, hablando de falsificaciones, el nombre de Sebastián Hidalgo y cada uno se refirió a él con admiración, Bento Valladares hablando de su maestro, el Gitano de una especie de sabio que dominaba ciencias extrañas y que era capaz de variar a la gente en los periódicos sin que dejaran de ser quienes eran. Es como si les sacara el demonio que llevan dentro y se lo dejara quieto en la cara, dijo Ansaura, el Gitano, arrastrando la máquina, la pierna herida volviendo a sangrar, hasta el dormitorio con cama de borra que había frente a la chimenea.

Y ya cuando a la mañana siguiente, viendo cómo en la lejanía, sobre las copas negras de los árboles, se levantaba una niebla lenta, alzándose hacia un cielo que tenía tintes y piel de melocotón, estaban en aquella especie de plaza, sólo entonces, mientras volvía a atarse la máquina de coser a la espalda, le preguntó Ansaura, el Gitano, a Bento Valladares si no iba él en otra dirección cuando se encontraron. El otro le dijo que sí, que él iba a Madrid, y que iba a seguir su camino, pero que hacía varios días que no hablaba con nadie y que él era un aprendiz de la vida, que las enseñanzas, el conocimiento de los hombres era muy importante para su profesión, así que al verlo con la máquina, con la Singer, a cuestas pensó que una persona que hacía ese tipo de cosas era alguien que merecía la pena conocerse y con mucho que contar, además de tener la capacidad de escuchar las cosas de los demás.

Escucharlas y darles su valor, estaba diciendo Ansaura, el Gitano, su flequillo cortado al tajo pegado a la frente y la mirada de dolor al pensar en el inminente peso de la máquina, cuando por detrás de la casa oyó unas voces y antes de que ni siquiera pudiese volver la cabeza ya estaba en el suelo, derribado y con la máquina, como el burro, derrumbada encima de él. Vio los pies, botas, alpargatas y zapatos, que corrían por la plaza, la cara alarmada de Bento Valladares, las culatas de los fusiles y la cara de uno de los hombres, negra como la suya, pero con bigote, la nariz de águila y el blanco de los ojos, demasiado juntos, de color marrón. Le gritaba algo que Ansaura, el Gitano, no entendía.

Que te levantes, maricón, fue lo que le gritó otra voz, la de alguien que él no veía y que seguramente fue quien le golpeó el costado, tal vez con la culata de un fusil, tal vez solamente, aunque muy fuerte, con el pie. A Bento Valladares ya lo habían rodeado, y uno de los soldados, entre los gritos, le había dado un puñetazo, dos, que le embadurnaron a Bento la cara de sangre, con tanta rapidez que el propio Valladares pensó que ya tenía la sangre derramada por la cara antes de que le pegaran.

Que te levantes, le gritó la misma voz a Ansaura en la misma boca del oído, O es que estás sordo, me cago en tu madre, hazle caso al sargento. Bento Valladares vio cómo Ansaura, el Gitano, intentaba zafarse de las cuerdas en las que estaba medio atado, salir de debajo de la máquina, mientras Ansaura, al lado de su cabeza, oía cómo el soldado que le había gritado montaba un arma y volvía a decir, en voz más baja, ¿Estás sordo de verdad, cabrón? Levántate, Ansaura, le gritó desde en medio de la plaza Bento Valladares, pero antes de que acabara de decir el nombre del Gitano ya había sonado aquel tiro que no mató a Ansaura, el Gitano, que no le hundió ninguna bala en el cuerpo, pero que, disparado en la cuenca de la oreja, le reventó, o por lo menos le dejó roto, partido de dolor, el tímpano.

¿Has escuchado?, dijo con una carcajada, riéndose de verdad, el soldado que había disparado, el mismo que había golpeado con la culata el costado de Ansaura, y que a pesar de no ser marroquí llevaba un fez colgando de una faja de color rojo y sobre los hombros una capa que parecía aumentar la altura de aquel tipo, fuerte, muy joven aunque con muy poco pelo en el cráneo poderoso, calvo prematuro el soldado que miraba con desafío a Valladares, midiendo qué hacer con él después de haberle gritado al Gitano.

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