Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Gustavo Sintora sabía de la destrucción inminente, hablaba con Serena Vergara, planeaban su huida a la vez que Corrons planeaba la suya, la entrega del Marqués, la liquidación de sus asuntos, la desaparición de su rastro, mientras el sargento Solé Vera y Doblas, en la explanada que había detrás del Centro Mecanizado, recomponían a contrarreloj un camión medio destripado y en la Casona, Enrique Montoya y la Ferrallista compartían habitación, sin que ninguno de los dos hubiese llegado a hablar con el enano Torpedo Miera, más enano, más altivo desde el día en que se quedó varado en medio de la escalera, sin volver a subirla ya nunca, sin que nadie, más que Corrons, supiese cuál era su paradero.
Así se iban sucediendo los días. Y como el teniente aquel había vuelto a preguntarle al sargento y a Doblas por el capitán Villegas y por el trabajo que estaban haciendo, el sargento Solé Vera envió a Sintora y a Montoya en busca de Sebastián Hidalgo, para que les falsificara una orden, no ya del capitán Villegas, sino del coronel Bayón, con la que callar al teniente. Fue la única vez que Sintora vio la casa de Hidalgo, aquella buhardilla de los alrededores de la Puerta del Sol, pequeña, limpia y con una mesa donde había tinteros de muchos colores.
– Holandeses -dijo el falsificador con orgullo-, tinta que habría envidiado Rembrandt -pinceles y plumas, ficheros, todo colocado con un orden geométrico.
Con su cara de niño, su sonrisa tierna, Sebastián Hidalgo lamentó el estado de las gafas de Sintora, preguntó por la dentadura metálica de Doblas, se quedó un instante con la vista y la sonrisa perdidas, tocadas de ensueño, cabeceando, y les ofreció unos vasos de vino que era vino verdadero, no el líquido áspero y negro que siempre habían bebido en la cantina y del que todavía, no se sabía de dónde, el mago Pérez Estrada conseguía sacar alguna botella.
Les prometió Sebastián Hidalgo la orden y unas nuevas gafas para Sintora, pero cuando dos días después apareció por la Casona, además de la orden y de las gafas, que eran redondas y con la montura de jaspe marrón, casi amarillento, el falsificador Hidalgo les llevó a los antiguos hombres del destacamento una noticia. Una noticia que hablaba de Ansaura, el Gitano, y que a él se la había dado esa misma tarde Bento Valladares, el Portugués, un joven discípulo que Hidalgo había tenido en sus años de Barcelona y que ese mismo día había llegado a Madrid. A pesar de su edad, veintidós años, Valladares no había sido movilizado porque tenía la facultad de provocarse en el momento que lo quisiera y a voluntad propia unos aparatosos ataques de epilepsia que le habían valido su incapacidad para las armas y la posibilidad de andar a su antojo por la guerra, de un lado para otro, por más que en agosto del treinta y seis lo hubiera fusilado un pelotón de falangistas y en octubre del treinta y siete un piquete comunista, llegando estos últimos a darle sepultura en una fosa común de la que el Portugués salió con la boca llena de tierra y dos heridas en el costado. Era inmortal, Bento Valladares, pero no era de él de quien Sebastián Hidalgo quería hablar, sino, ya lo había dicho, de Ansaura, el Gitano, con quien Valladares se había encontrado en la provincia de Lérida.
Iba con una máquina de coser a cuestas, Ansaura, cargando con ella por en medio del campo. Una Singer, decía a cada momento Ansaura, el Gitano, como si el otro no supiera distinguir las letras que la máquina llevaba escritas en su caperuza de madera o labradas en su armazón de hierro. Le contó Ansaura a Bento Valladares que venía con ella, con la Singer, desde el Ebro, que había entrado en una casa respetable y había encañonado a los dueños de la vivienda y de la máquina, un anciano pequeño y casi redondo y una joven que era su hija y quien usaba la Singer. Entre el viejo y la muchacha cargaron la máquina en el camión que Ansaura, el Gitano, había dejado en la parte trasera de la casa. También se llevó dos candelabros y unas morcillas.
Anduvo con el camión camino de Barcelona, adelantando soldados que iban en retirada hacia esa ciudad y saliéndose de la carretera cuando advertía peligro o necesitaba descansar. Dormía en la caja del camión tapado por una manta y abrazado a la Singer. Pero sólo pasó una noche con la máquina en el camión, porque nada más empezar su segundo día de viaje, el vehículo se quedó sin combustible y el bidón que llevaba en la caja apenas contenía un par de litros con los que, después de mucho sufrir, consiguió arrancar el camión y recorrer ocho o diez kilómetros de carril. Aunque llevaba una pierna herida, el Gitano no tuvo ninguna duda sobre lo que debía hacer. Arrastró la máquina por la caja del camión, bajó la puerta trasera y, con las cuerdas con las que la había llevado atada para que no se moviera con las pendientes y las curvas, se la amarró a la espalda y, titubeando por el peso y el dolor de la pierna, hundiéndose en la tierra húmeda, empezó a andar Ansaura, el Gitano, hacia donde su instinto infalible le decía que estaba Barcelona.
Descansaba poniéndose de rodillas o descargando el peso de la Singer en alguna roca o en algún tronco, en cualquier saliente que lo pudiera aliviar del peso por algunos minutos, por algunos segundos, porque por todas partes veía peligros y de tarde en tarde distinguía a lo lejos movimiento de gente, seguramente soldados, tal vez desertores, tal vez hombres perdidos de su unidad que atravesaban los montes por su cuenta y que le hacían a Ansaura estar alerta en todo momento. Y de ese modo, subiendo cuestas, cruzando cañadas y atravesando torrenteras con la máquina a cuestas, con la tizne de la barba ya cerrada, los ojos perdidos en sus cuencas y la nariz afilada por el esfuerzo, llegó Ansaura, el Gitano, a la vista de una granja que al parecer tenía habitantes. Caía la tarde.
Se desató la máquina de la espalda, le crujieron los huesos y empezó Ansaura, el Gitano, a bajar hacia la granja con mucha cautela y el fusil montado. Cruzó los corrales y allí vio la sombra de un animal. Era un burro de tamaño medio pero desnutrido y con las orejas vencidas. Vio el parpadeo de una luz en la casa, y se acomodó Ansaura entre los arbustos que rodeaban el corral, dormitando y temblando, hasta que la noche estuvo muy entrada y en la casa transcurrió un buen rato después de que la luz se hubiera apagado.
Abrió con cuidado el corral y cogiendo al animal por las crines, venciendo a patadas la resistencia del burro a moverse, lo sacó de la cuadra, maldiciéndolo por lo bajo y tapándole el hocico con su guerrera cada vez que el animal pretendía rebuznar. Lo llevó como pudo hasta el sitio donde había dejado la Singer y allí, en medio de la oscuridad, cargó la máquina y la ató sobre el lomo de la bestia. Le dio el día andando con el burro, que a cada tramo se tambaleaba más. Sólo que con la luz entendió Ansaura, el Gitano, el porqué de tanta resistencia del burro no ya al trabajo sino a cualquier tipo de movimiento.
El animal sólo estaba compuesto de esqueleto y pellejo, y este último lo tenía en la mayor parte del cuerpo trasquilado y con grandes calvas por las que le asomaban costillas y huesos de todo tipo. La mirada la tenía triste la bestia y las patas llenas de mataduras y con temblores. Aun así, pensando en su mujer y en los trajes que aquel prodigio de máquina iba a producir, murmurando el nombre de Amalia, Amalia Monedero, aunque ya sin números detrás, Ansaura espoleaba al burro, y cuando éste se paraba, hocicando y dando rebuznos cada vez más lánguidos, casi aullidos de lobo tierno, le daba bofetadas en la cara medio peluda, guantazos que hacían crujir las quijadas del bicho que, ya mediada la tarde, al final de una cuesta, remontándola después de mucho resbalar entre las piedras, hincó su hocico en el barro, quebrado de patas, y, aplastado por el peso de la Singer y por su propia debilidad, después de intentar levantarse y obedecer las órdenes y las patadas del Gitano, se dio por vencido, lo mismo que Ansaura.
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