Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Se acercó el sargento con su pistola desenfundada a Ansaura, que, con unas briznas de hierba tierna en la boca, contorsionado, finalmente se había quedado boca arriba, mirando al cielo y con los ojos entornados, parpadeando de tarde en tarde, como un reloj averiado, Ansaura. Dio el tiro de gracia el sargento, pero no al Gitano, sino a la Singer, en las tuercas y las correas que con el vuelco se le habían quedado al aire, y se volvió con un atisbo de sonrisa hacia sus hombres, que se rieron con el gesto de su superior. Todavía se mueve, mi sargento, dijo uno de ellos. Y el sargento, mirando por encima del hombro la máquina, apuntó la pistola y le descargó a la Singer, dos, tres disparos más.

Después se acercó a Valladares, le señaló el monte que tenía detrás, y el joven falsificador, dándose la vuelta, empezó a caminar, subiendo, primero despacio, después acelerando el paso, la ladera resbaladiza de hierba y barro, hasta que ya desde la cima se volvió para mirar hacia abajo y vio al grupo de soldados alejándose de aquel lugar, la capa del joven ondeando al viento, la tapia, el árbol desnudo y bajo él el cuerpo derrumbado de Ansaura, el Gitano, tumbado boca arriba y probablemente todavía vivo, como él lo había visto al caer, parpadeando y diciendo una palabra, quizá un nombre, que no llegaba a salir de su boca y se quedaba allí, atrapado entre las briznas de hierba que se habían enredado a sus labios de moribundo.

– Lo demás -dijo Sebastián Hidalgo-, poco importa.

Sólo que el Portugués al llegar a Madrid en el coche de un oficial al que no se sabe cómo había engañado en algún pueblo del camino, fue a ver a Hidalgo y le contó el destino que había tenido Ansaura, el Gitano. Y se quedó Sebastián Hidalgo mirando a los antiguos hombres del destacamento, con su cara de niño entristecida, tocándose las uñas y desviando la vista al ventanal de la cantina, donde la tarde y la lluvia volvían a caer.

Nos miró Hidalgo con sus ojos de niño, al sargento Solé Vera, a Doblas, a Montoya, al mago Pérez Estrada, con su camisa sucia, a la Ferrallista y al faquir Ramírez, que, con su boca pespunteada de cicatrices, había llegado a la cantina cuando Sebastián Hidalgo llevaba mediado su cuento. Yo lo veía todo con mareo, tal vez por las dioptrías de los nuevos cristales que me hacían verlo todo empañado, como si también la lluvia cayese dentro del edificio y me enturbiara las gafas. Se lamentaba por la pérdida, por el fin que el destacamento estaba teniendo, Sebastián Hidalgo. Pero no hubo mucho lugar para el lamento. Eso vendría en el futuro, cuando ya nada pudiéramos hacer, cuando los supervivientes pudieran mirar atrás como hizo el falsificador Bento Valladares el Portugués desde lo alto de la colina, desde la lejanía del tiempo, para ver el cuerpo, el flequillo revuelto de Ansaura, el Gitano, como quien de nosotros sobreviviese podría volver la cabeza y ver quiénes fuimos, todos nosotros, todo lo que iba cayendo en la bodega de nuestra memoria, sin apenas tiempo para ser visto.

Nos fuimos levantando despacio. El sargento Solé Vera miraba por la ventana. El mago dijo el nombre de Ansaura y Sebastián Hidalgo volvió a mencionar al destacamento, pero nosotros, los soldados, no lamentamos nada, porque desde meses atrás teníamos la certeza de que todo había acabado, de que sólo el dolor y la pérdida serían nuestros aliados. Y ahora ya todo estaba ahí, delante de nosotros. Mirándonos a la cara.

A partir de este punto, la escritura de Gustavo Sintora se hace más enrevesada, se rompe en fragmentos y a veces se hace indescifrable. Sólo están hilvanados aquellos sucesos del final de la guerra en los cuadernos que escribió muchos años después, en los tiempos en que iba a mi casa, con mi padre, con Sebastián Hidalgo, delgado, con cuerpo y ojos de niño, perdido dentro de su eterna chaqueta gris el falsificador, con sus dedos manchados de tinta, reunidos primero en el patio de la casa, luego en Los 21 con el Toto, que había sido demasiado joven, un niño, para participar en la guerra, con el padre de Luisito Sanjuán, que nunca quiso hablar de las bombas que desde el Canarias, con su gorra de plato bailándole en la diminuta cabeza, había tirado sobre Sintora y la gente que iba por el camino de Almería, y con los otros dos supervivientes de aquel antiguo destacamento que durante casi toda la guerra no había hecho más que llevar cupletistas y magos de un lado para otro. Fuimos unos saltimbanquis, decía siempre mi padre, el antiguo sargento Solé Vera, ya sin su chaquetón de cuero, ya sin su pistola en el costado, todavía con la miel de los ojos llena de ensoñaciones, viejo soldado de aquel destacamento que en el final de la guerra veía cómo iba siendo borrado, arrastrado por el vértigo de unos tiempos que no conocieron la paz, la piedad ni el perdón.

Los hechos, por lo que se desprende de las notas de Sintora y por las pocas conversaciones que en su tiempo pude oírle a mi padre, debieron desencadenarse a partir de una conversación intrascendente de Corrons con el enano Torpedo Miera, cuando el primero le preguntó al enano cómo le iba la vida de cornudo, sonriendo Corrons, con el agua aquella de los ojos a punto de rebosar de los párpados. Parece que los dos iban borrachos, y que al principio el enano no quiso contestarle a Corrons, desacostumbrado a la bebida y machacón en su argumento. Iba conduciendo el coche ese que entonces le prestaba algún camarada de su partido, y el enano, con su cara de niño hervido, miraba pasar el paisaje de tapias y descampados.

Le decía Corrons que tampoco había perdido mucho con la Ferrallista, que ya sabía lo que era cuando se casó con ella, que se la veía venir y que las cosas, viéndolas desde lejos, duelen menos, porque ya están doliendo desde antes, restando sufrimiento. Las mujeres no cambian, le dijo. El enano lo miraba desde abajo, con los ojos entornados. Se encaprichó de ti por enano, por las cosas esas que dices en italiano o a lo mejor por darle celos a otro, pero en cuanto Montoya se descuide le hace lo mismo que a ti, Torpedo, por eso no te tienes que preocupar, la venganza te va a llegar sola, antes o después, eso si Montoya consigue salvar el pellejo, salir vivo de aquí, le iba diciendo Corrons, con la lengua suelta, blando en el volante, cuando volvió a preguntarle cómo se sentía con cuernos, si le había dolido mucho.

– Por lo menos ya eres más alto -le dijo Corrons, mirándolo con algo que parecía ternura.

– No tanto como tú -contaba mi padre que le contestó el enano, la cara pasada de cocción.

Pero Corrons no reparó en las palabras del enano Torpedo Miera y siguió a vueltas con la Ferrallista, hablando de los hombres que él le había conocido, aunque, eso sí, a ninguno había estado tan apegada como al tipo ese del destacamento, del puto destacamento, esos parásitos y otros como ellos son los que nos han hecho perder la guerra, colaboradores del fascismo, unos con sus cupletistas y sus mariconerías y otros con los rezos y los miedos. Y poco a poco, a medida que la conversación se le iba por el rumbo de la política y del destacamento, se le fueron secando las palabras a Corrons, se le fue agriando la cara, volviéndole a su ser, hasta que quedó en completo silencio, echando un vaho de coñac pestilente, con el enano al lado, pensativo, mirando pasar por encima de la ventanilla la altura de los edificios, viéndolo todo desde abajo, siempre viéndolo todo desde donde no está hecho para verse, los mostradores, las mesas, la gente y la vida entera. Nunca con la cara en la cara de nadie, siempre debajo, tragándose lo que los demás no querían, como entonces se tragaba las palabras y la peste que Corrons echaba por la boca.

Y fue al llegar a la esquina donde habitualmente se separaban cuando el enano, ya bajado del coche, viendo que Corrons tardaba en arrancar, viéndole la cara y el desprecio que le torcía la boca al mirarlo a él, se dio la vuelta y, después de dar unos golpes en la ventanilla para que el otro bajara el cristal, casi metió la cabeza dentro del coche. Volviéndose a tragar con asco una bocanada del vaho podrido que flotaba allí, le dijo a Corrons que sí, que en algo tenía razón, y que las peores mujeres debían de ser las que no se ven venir. Ésas son las que hacen más daño, como tu mujer y el soldado ese de las gafas, le dijo el enano con mucha calma, mirando cómo a Corrons el charco rosa de los ojos se le tintaba de oscuro, tirándole a morado, y su mano se palpaba las ropas en busca de la pistola.

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