Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Corrons se dio la vuelta. Subió al coche en el que había llegado. Esta vez consiguió no hacer demasiado ruido en la grava. Se le paró el automóvil en la salida del jardín. Volvió a arrancarlo. Se fue. Unos cientos de metros más abajo, quizá un kilómetro, se cruzó con Enrique Montoya, que iba por la acera, caminando entre los árboles y la tapia de piedra y musgo. No lo vio Corrons. Montoya a él, sí. Y sin saber por qué lo hacía, Montoya apretó el paso, su sombra pasaba veloz oscureciendo el terciopelo del musgo. Yo miré el reloj. Pensé en Serena. Doblas trasteaba en el motor del camión, que tenía muchos temblores y ya echaba un humo blanco. Se nos acercó el teniente que no conocíamos, llevaba las manos en la espalda y fingía que tenía ganas de sonreír.

El enano Visente salió del taller. Oyó el ruido de un coche alejarse. Vio entrar en el edificio al faquir Ramírez. La Ferrallista se había puesto de pie, se palpaba la boca y la oreja, tenía mareos, el suelo se balanceaba en un terremoto dulce, las paredes, que tenían la consistencia del agua, se inclinaban sobre ella. Se abrazó al faquir, para sostenerse. Maldecía la Ferrallista cuando el enano Visente entró en la Casona. La oyó desde lejos. Le miró las heridas el enano, la grieta negra del labio, el desgarro de la oreja, la nariz sin romper pero herida, y luego preguntó qué había pasado. Corrons, dijo el faquir Ramírez. Lo miró el enano con incredulidad.

– Buscaba a Sintora -dijo el faquir, chupándose las cicatrices de los labios, la cara muy triste-. Le he dicho que no sabía dónde estaba. Va a buscarlo a casa del Marqués, ha dicho.

– Todavía no he visto al capitán Villegas -al teniente le temblaba la sonrisa falsa en su cara a medio hacer.

– Será cosa de la casualidad -Doblas sacó la cabeza del motor y la volvió a enterrar entre aquellos espasmos de metal caliente que parecían salir de los pulmones del mecánico.

Se bajó despacio el sargento Solé Vera del camión, saludó al teniente llevándose la mano a la gorra, con descuido, como él siempre lo hacía. El teniente, sin devolverle el saludo, siguió hablando:

– O será que no está en Madrid. Será que ha estado en Barcelona hasta que Barcelona ha caído. Será que al capitán Villegas, que por cierto ya no es capitán, que ya es el comandante Villegas, no ha vuelto nunca a Madrid.

Montoya se acercaba a la Casona. Pensaba en Corrons, en la velocidad de su coche. El enano Visente le dijo al faquir que fuese al taller de costura y trajese el botiquín que había al fondo, dentro del mostrador. Los árboles cimbreaban sus ramas por encima de la cabeza del faquir Ramírez camino del taller, sobre la cabeza de Enrique Montoya al entrar en el jardín de la Casona y ver a lo lejos la espalda del faquir. Sintió tranquilidad Montoya al verlo con su andar tranquilo. Corrons conducía por las calles de Madrid, entre hombres en armas. Serena Vergara caminaba por esas mismas calles con su hija cogida de la mano. La niña lloraba, y por el cielo se arrastraban con lentitud las nubes, se oía cómo chocaban entre sí y cómo los rayos del sol perforaban su niebla con un leve crujido de celofán.

El sargento miró al teniente y le dijo, Y usted adónde quiere ir. Díganoslo sin tanta guasa. Si es que le hacemos tanta gracia, díganos adónde quiere ir y nosotros se lo diremos al coronel Bayón y a nuestro capitán Villegas. Y usted, si quiere, le dice lo que quiera al comandante ese que también se llama Villegas, y lo felicita por el ascenso, de nuestra parte. La guerra se está acabando y ya ha habido muchos muertos, nos parece a nosotros. Nos miró el sargento a Doblas, que había dejado de hurgar en el motor, y a mí, el amarillo jaspeado de mis gafas brillaba al sol. Los ojos demasiado grandes, me decía a mí mismo mientras miraba al teniente, su cara de seminarista.

Montoya entró en el edificio. Vio a la Ferrallista, la sangre, miró al enano. Preguntó. La Ferrallista se abrazó a su cuello. Seguía maldiciendo. Surgió el nombre, Corrons. Venía buscando a Sintora, dijo el enano. Oí ruido arriba, dijo la Ferrallista. El cuello de Montoya, la solapa de su abrigo de lana áspera, el borde sucio de su camisa, se habían manchado de una sangre que la Ferrallista intentaba limpiar con su saliva, también manchada, turbia de sangre. Miró Montoya las heridas de la mujer, luego hacia arriba de las escaleras. No hay nadie, dijo la Ferrallista. Ha ido a la casa del Marqués, para encontrarse allí con Sintora, dijo el enano. Yo miraba al oficial, sus ojos oscureciéndose al mirar cómo el sargento Solé Vera encendía un cigarro y lo miraba tranquilo, sin echar humo. Sentí que el frío me recorría la piel, suave, la blancura de las piedras entre la hierba, los barracones a lo lejos, el humo de un fuego y una llama que ardía transparente en medio del campo, sentí el frío y sentí cómo el corazón se me llenaba de sangre y la sangre me regaba el cuerpo en un bombeo lento. Miré a Solé Vera y a Doblas, el tranquilo desafío de sus miradas. Yo estaba a su lado. Y fui feliz. Montoya se separó de la Ferrallista, subió la escalera. Se asomó a las habitaciones, vio las gafas de Sintora en el suelo, el garabato del lazo entre el polvo de los cristales triturados. Feliz en medio de la guerra.

Volvió Montoya a mirar las heridas de la Ferrallista. Ese hijoputa, dijo ella. He mandado a Ramírez a por el botiquín, tendré que ponerle unos puntos en la oreja, dijo el enano, mirando desde abajo, pero siempre con actitud de mirar desde muy alto, desde muy arriba. Corrons paró el coche en la puerta de su casa. Frente a las tapias. Se bajó, la pistola guardada. El dedo roto le atrofiaba la mano entera, y tardaba en manejar las llaves. Una mujer cantaba desde alguna ventana y su voz sin cuerpo parecía que llegaba desde la lejanía de otro tiempo. El teniente se dio la vuelta muy despacio, esquivó a Doblas, que resoplaba. Me miró a mí, por saberme el más débil. Y yo tuve que escupir a su paso, por contradecir mi juventud y mis gafas.

Montoya salió de la Casona. A lo lejos vio cómo el faquir Ramírez regresaba de los talleres con una caja descascarillada de pintura blanca entre los brazos. Se detuvo un instante el faquir al verlo, pero Montoya siguió su camino. Cruzó el jardín y la puerta por la que unos minutos antes se había perdido el coche de Corrons. En la solapa del abrigo de lana áspera, en el cuello, llevaba restos de sangre el soldado Montoya. Serena bajaba la cuesta de la Puerta de Toledo con la niña a su lado, ya callada. El sargento tiró el cigarro y subió a la cabina del camión, Doblas y yo lo seguimos. La figura del teniente se perdía por los barracones. Con su miedo. Pequeño. Corrons removió la casa, a su paso se derrumbaban las sillas, se torcían los cuadros, murmuró el nombre de su mujer. Pensó en la docilidad de ella en los últimos tiempos. En su cara. Vio la cama, el dormitorio. Respiró su olor y tuvo náuseas. Y salió de la casa, Corrons, la muerte.

Desde la esquina, frente a las tapias, Serena vio a su marido subir al coche. Hacer un giro y marcharse calle adelante. Caminó más despacio, sus zapatos gastados, negros y pequeños, arrugados por tantos pasos y con el tacón un poco torcido, humildes zapatos de Serena. El camión arañaba las marchas. Doblas, mirando al frente, estudiaba los sonidos, abriendo la boca, mostrando sus dientes de metal y achicando los ojos. Montoya andaba rápido, otra vez entre los árboles y la tapia cubierta de musgo. La culata del fusil le golpeaba la pierna en un redoble blando y lento. El Marqués miraba el salón vacío, la señal de los cuadros. Los hombres de Corrons lo miraban vagar por la casa, sin hablar nunca con él. El Sordomudo masticaba un trozo de pescado seco, duro. Por la ventana de la sala se veían ramas de árboles. Tejados de Madrid. Humo. A veces las ramas arañaban los cristales.

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