Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Se bajaron de él Corrons y dos de sus hombres, el Sordomudo y Armando, quizá podría haberse afirmado que se trataba de Asdrúbal si a éste no lo hubieran dejado muerto en casa del Marqués. Estaba parando el camión el sargento unos metros más allá del vehículo de Corrons cuando éste alzó la vista y vio al sargento. Lo señaló con la mano, y uno de los individuos que iban con él, el Sordomudo, se dio la vuelta apuntando con su escopeta. Antes de acabar el giro ya había descargado dos tiros sobre el camión. Los plomos del primer disparo se incrustaron en la chapa del morro y reventaron uno de los faros, los del segundo rompieron el parabrisas y sus fragmentos y alguno de los plomos fueron a parar a la cara de Doblas, que, mientras el sargento Solé Vera se agachaba en el asiento y en la calle se armaba un revuelo de mujeres que gritaban y hombres que corrían, se quedó un instante inmóvil, agarrado al asiento y sintiendo un escozor que le invadía toda la cara y que en una mejilla, al lado de la oreja y en la boca se le convertía en dolor agudo, en una quemadura ácida.

Iba a hablar Doblas, a maldecir a Corrons y al Sordomudo al ver cómo de la cara empezaba a gotearle sangre, pero ya el otro acompañante de Corrons, Armando, quizá Amadeo, había empezado a disparar su fusil contra el camión mientras el propio Corrons se parapetaba detrás del coche y disparaba su pistola. Saltaron el sargento y Doblas del vehículo. Los disparos de Corrons y Armando martillearon secos, pausados, la cabina del camión. Una mujer mayor gritó desde una ventana, y desde el edificio que había al lado del camión tiraron un tiesto de barro que fue a partirse a los pies del sargento. El cura Anselmo y el enano Visente estaban tumbados dentro de la caja, rezando el enano y mirando el cura por una de las grietas de las maderas cómo el Sordomudo, de pie en medio de la acera, metía dos nuevos cartuchos en la escopeta y Armando, Amadeo, se refugiaba en un portal.

No veía el cura al sargento Solé Vera, pero oía cómo desde la parte delantera del camión gritaba y le daba órdenes a Doblas, que debía de estar cerca de ellos, escondido por la parte de atrás o quizá debajo del vehículo, arrastrándose entre las ruedas. De las casas volvían a escucharse voces, también venían gritos apagados de la esquina de la calle. Se oyó un disparo del sargento, un grito de Corrons y otro disparo de su pistola. El cura veía la silueta de Corrons moviéndose tras los cristales del coche. El Sordomudo cerró su arma y volvió a disparar dos veces seguidas. Un viento de fuego chocó contra la puerta y la rueda delanteras del camión, pero antes de que se disipara su estruendo bronco, debajo del vehículo se oyó un estampido leve, el disparo de Doblas, y al instante el Sordomudo giró brusco su rodilla derecha, se le volvió hacia atrás el cuerpo pero no las piernas, y cayó de costado, partiendo con su peso la escopeta en dos el Sordomudo. La pierna se le quedó temblando, dando unas sacudidas cada vez más lentas. De la boca o de algún lugar de la cabeza le salía una mancha negra que se iba extendiendo por la acera.

Del edificio que había al lado del camión volvieron a salir gritos, y luego una detonación. Disparaban sobre el sargento Solé Vera. El cura le dijo al enano que los iban a matar. Gateó el enano por la caja hacia la puerta trasera y mientras gateaba, por un agujero del suelo vio cómo Doblas, goteando sangre por la cara, se arrastraba por el suelo y apuntaba al edificio. Disparó. Dispararon desde el portal y desde la casa a la vez. Disparó Corrons, el sargento, Doblas. Una bala entró por la parte superior del toldo y se incrustó en el suelo de madera, al lado del cura.

– Rece usted, Visente -le dijo el cura, que por un instante dejó de mirar por la rendija de las tablas y cuya voz no se sabía si estaba distorsionada por el miedo o la alegría.

Y cuando volvió a mirar por la grieta desde la que había estado viendo los primeros compases del tiroteo, el cura vio estallar uno de los cristales del coche y a Corrons doblarse sobre sí mismo, quizá herido, a la vez que del portal asomaba el fusil de Armando o Amadeo y volvía a disparar. Sonó el impacto como un gong apagado y triste en la puerta del camión. Disparó el sargento contra el portal, se ocultó el fusil. Todo parecía un ballet, un juego sólo desmentido por el Sordomudo, que ya había dejado de mover la pierna, y por su sangre, que seguía decidida su camino por la acera, veloz, viva la sangre del muerto.

– Se va, Visente, se va Corrons -murmuró el cura, y luego, ya con la vista apartada de la grieta, gritó-: Sargento Vera se escapa, el asesino, se va.

Agachado detrás del coche, Corrons había abierto una puerta y se había introducido dentro del vehículo. Encorvado, intentaba arrancarlo. Salió el sargento de detrás del camión, disparó sobre el coche y sobre él dispararon desde el edificio. Apuntó Doblas a la ventana de la que venían los tiros, disparó y cayeron a la calle cristales, unas gotas de sangre. El coche de Corrons avanzaba zigzagueando por la calle, con los vidrios rotos, tironeando y con el conductor apenas asomando los ojos sobre el volante.

Cojeando, corrió el sargento Solé Vera, mi padre, detrás del coche. Disparó su pistola y el plomo de sus balas se perdió, caliente, invisible, calle adelante. Del maletero del coche saltó una chispa, un fulgor leve y apenas visible en el gris de la tarde. Madrid era una ciudad de estatuas enterradas. Siguió avanzando el coche de Corrons, ya veloz, ya sin ir de una acera a otra. Corrió el sargento con su cojera, apuntando al portal en el que se había refugiado el hombre de Corrons, invisible desde hacía unos segundos, quizá unos minutos. Doblas, despacio, con la cara cubierta de sangre, salió de debajo del camión, mirando a las ventanas, a los tejados de los edificios. Había nubes de plomo y todo se lo estaba tragando la primera oleada de la noche, todo se iba convirtiendo en gris, en una estampa en blanco y negro, con los contornos difusos de una fotografía antigua.

Miró el sargento la rueda delantera del camión, reventada por los disparos del Sordomudo. Se miró la pierna, el pantalón mojado de sangre. Miró a Doblas, que seguía apuntando a las alturas, y a pesar de todo subió al camión, lo arrancó y le dijo a Doblas que subiera. Con la rueda crujiendo, maniobró en la calle, lento. Giró y fue tras la estela que había seguido el coche de Corrons, forzando el motor, rebotando la llanta en los adoquines de la calle, intentando seguir el rastro del coche fugitivo. Pero ya pasarían años, décadas, antes de que el destino volviera a reunir a aquellos hombres, antes de que unos supieran de los otros y de nuevo volvieran a oír sus voces, sus nombres.

La tarde caía y era como si fuese la última tarde del mundo. Se hundía en las tinieblas Madrid, aquella ciudad por la que circulaban camiones con banderas desgarradas, soldados de un mismo ejército que se disparaban entre sí y que ya no sabían quién era el enemigo. CASADO TRAIDOR, leyeron los antiguos hombres del destacamento en una pared comida de carteles viejos. Unos soldados con brazaletes rojos repetían el lema en la fachada limpia de una casa. Apuntaban al camión mientras otros manejaban brochas y cubos de pintura blanca. BESTEIRO MIAJA CASADO TRAIDORES escribían. PASARÁN, habían pintado en otro lugar otros hombres, gente anónima que después de treinta meses de desesperación y silencio empezaba a salir de sus agujeros.

La guerra, Madrid, eran más que nunca un laberinto y por en medio de ese laberinto marchaba, al caer la noche, un camión con una rueda reventada, alumbrando las calles con un solo faro. Polifemo herido y ronco que cabeceaba llevando en su interior a mi padre, el sargento Solé Vera, herido de bala en una pierna, y a su ayudante, que a cada paso escupía la sangre de un plomo que le había roto uno de sus dientes de metal, los labios y el rostro sanguinolentos, la piel agujereada por el polvo de los cristales reventados y por otros dos plomos que llevaba alojados en la mandíbula.

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