Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Corrons detuvo el coche en la puerta del Marqués.
Oyeron sus hombres el sonido del coche. Se asomó uno de ellos, Asdrúbal probablemente, por la ventana, vio a Corrons bajándose del vehículo. Miró al Sordomudo, al cura Anselmo, al abogado Cantos, al Marqués. Todos oyeron pasos en la escalera, y a Corrons llamando en la puerta. El camión tironeaba sobre el adoquín de la carretera. La Casona se veía al fondo. El sargento Solé Vera dijo algo del teniente con cara de seminarista que yo no oí, luego habló del capitán Villegas, comandante, saliendo con el ejército hacia la frontera francesa. Tanto desastre, dijo mirando al frente y con una mueca en la cara como la de un niño antes de llorar. Serena miraba la casa, escudriñando las paredes, los muebles, como si le pudieran decir algo. No soltaba a la niña de la mano.
Corrons preguntó si habían visto a Sintora, el soldado de las gafas, el joven. Negaron sus hombres, mirándose entre ellos, Asdrúbal, Armando, Amadeo, el Sordomudo. Corrons todavía olía al coñac rancio de la noche. Los ojos los tenía empañados, una red de venas se lo coloreaban de sangre, y el agua de los párpados la tenía turbia, llena de escombros. A Montoya le faltaba el aire, subía rápido la cuesta. Cuando llegamos a la Casona, la Ferrallista estaba sentada en el suelo. El enano Visente sostenía su cabeza entre las manos, y el faquir Ramírez, de pie a su lado, tenía palidez de cadáver. Se mareaba el faquir viendo echar pespuntes en la carne. Hablaron, la Ferrallista, el enano. El faquir sólo tragaba aire, sin sangre.
Montoya llegó al pie de la casa del Marqués. Miró hacia arriba y vio que todo estaba en calma. Se aupó el fusil en el hombro. Empezó a subir los peldaños. Serena se sentó en la cama. Se escondió la cara, los ojos entre las manos, las uñas anchas, pálidas, el nudo suave de los dedos empapándose de lágrimas. La niña se miraba en el espejo del armario y jugaba a esconderse de sí misma. Miró a su madre con una sonrisa y al verla llorar miró al techo como cuando bombardeaba la aviación. Los ojos del sargento Solé Vera miraron mis ojos, no a mí, sino el redondel de mis pupilas, el túnel de mi persona que empezaba en aquel redondel, mi oscuridad. Y sentí que me recorrían por dentro, que me alumbraban mis cavidades con la luz de una linterna. Montoya golpeó en la puerta, con la culata. Los hombres de Corrons y el propio Corrons detuvieron sus movimientos. Los presos dejaron de respirar y cruzaron miradas entre sí. El Marqués se santiguó con sus uñas largas y limpias, el abogado Cantos se quedó de pie, casi en posición de firmes, y el cura Anselmo se levantó despacio del sillón en el que estaba sentado. Avanzaron dos hombres de Corrons, Armando y Amadeo quizá, hacia la puerta. Montoya gritó, Ábreme, y Corrons hizo un gesto con la cabeza.
Bajamos la escalinata de la Casona. A nuestra espalda oíamos la voz del faquir, el llanto de la Ferrallista preguntando qué estaba ocurriendo. Subimos al camión el sargento, Doblas y yo. El enano Visente se sentó entre nosotros. En el temblor del espejo vi cómo se alejaba el edificio de la Casona, vi a la Ferrallista llorar en la escalinata de piedra con la cara escondida detrás del abanico de sus dedos y vi la mano del faquir Ramírez palmeando su hombro en un consuelo triste.
Muchos años después supe que Serena decía mi nombre en sueños, como lo decía entonces, llorando en la habitación, con el vaho del miedo, con el aliento del amor. Y muchos años después supe que Enrique Montoya, cuando se abrió ante él la puerta en casa del Marqués, tenía los ojos de un niño asomando a aquella cara de soldado vencido, manchado de sangre, con un fusil entre las manos y un temblor disimulado en las palabras que también, como Serena, decían mi nombre.
Llegaron los soldados del destacamento a la casa del Marqués. Llegó el camión con su ruido sordo y ahogado que imitaba el sonido de los pulmones de Doblas. Se bajaron el sargento Solé Vera, Doblas, Sintora con el temblor de sus dedos en el gatillo del fusil. El enano Visente, contó Sintora tiempo después, iba tras ellos, pequeño, encorvado, con su traje negro gastado y su paso bamboleante y zambo, una vena surcándole la prominencia de la frente. El sargento miró las ventanas tapiadas de la casa. Miró a sus hombres y luego el portal del caserón.
No había ruidos. Sólo a lo lejos se oía un goteo de líquidos, un ruido de cañerías tal vez. Miraron por el hueco de la escalera. Nada más que una espiral de hierros y madera asomaba por allí. Empezaron a subir. El sargento iba delante, Doblas y Sintora a su espalda, uno a cada lado de la escalera. El enano ocho o diez peldaños retrasado. Crujía despacio la madera vieja de los escalones. Se paraban los hombres a oír su respiración. El silencio. Llegaron al primer rellano y se detuvieron.
Reanudaron la marcha. Y fue al encarar el siguiente tramo cuando vieron el hilo de la sangre bajando lento la escalera, sigiloso, como un ciego que pasara por su lado sin verlos, continuando su camino hacia la calle. Llevaban los dedos en los gatillos y la mirada levantada, y allí, en las sombras, al hacer el último giro, vieron la figura en la escalera. Montoya estaba sentado en los peldaños, con las piernas extendidas y la espalda volcada en los escalones, casi acostado. Tenía el abrigo abierto y el fusil atravesado sobre los muslos. Lo soltó para hacerle a sus compañeros un gesto con la mano, el adiós de un niño, una mueca parecida a una sonrisa. Y al alzar la mano se deslizó un par de escalones, la nuca rebotando en ellos. Intentó decirles algo, pero sólo oyeron aquel ruido de cañerías que habían escuchado al entrar en la casa. La sangre venía de donde estaba él.
Avanzaron despacio hacia Montoya, que los esperaba con la sonrisa descompuesta mientras que con una mano empapada en sangre hacía gestos de negación señalando la puerta de la casa, abierta detrás de él. El pecho lo tenía negro de pólvora y sangre, y al ver la mirada de Sintora en su herida agarró con sus dedos sucios las solapas del abrigo y se cubrió pudoroso, lento, mirándose de reojo el desaliño del tórax. Al levantar la mirada, de nuevo con el esbozo de la sonrisa, a Sintora le pareció que la piel de la cara se le había dilatado, se le hacían pliegues bajo el cuello, en las mejillas, como si se hubiera reblandecido Montoya y se estuviese derritiendo allí, cera recalentada y pálida, azul.
Fransia fue lo primero que dijo, con una voz ronca que no era la suya más que en el acento, y resbaló otro peldaño, la cara contraída. Intentaba tragar una saliva que no tenía, y, viendo cómo el sargento repartía la vista entre su persona y la puerta de la casa, dijo:
– Se fueron. Los invitados, el dueño, todos -se le cerraba un párpado, sonrió al distinguir al enano detrás de la figura de Doblas-. Enano. Dame un sacramento, el que tú quieras, enano. Un sacramento que me purifique -intentaba reírse.
Tenía una mella Enrique Montoya al final de la sonrisa, donde le empezaba la oscuridad de la boca, y se quedó mostrándola, la sonrisa, la mella, mientras el enano Visente se acercaba a él y, besándose el pulgar y el Sagrado Corazón del detente, le hacía el signo de la cruz, tres veces, Regis nostrum, en la frente lívida. Me miró con su ojo sin órbita. La sonrisa se le hacía blanda. Me quiso decir Sintorita, pero sólo dijo algo parecido a un eructo, después Fransia, y luego otra vez Sacramento. La mano sucia de sangre seguía agarrando la solapa humilde del abrigo que no le abrigaba. La lana áspera y verde, un campo de hierba mustia, campo de escarcha, campo tierno y sin siembra sobre el que los dedos de Enrique Montoya se iban haciendo blancos, recibiendo una nieve que le venía de dentro del cuerpo.
Oyeron un ruido arriba, en el interior de la casa. Doblas alzó el fusil apuntando a la puerta. El sargento les hizo una señal, y Sintora y el resoplido de Doblas, mientras el enano se quedaba al lado de Montoya susurrándole palabras al oído, subieron tras el sargento hasta el rellano, hasta la entrada de la casa. Allí vieron más sangre, pero no limpia y fluyendo como la que bajaba por la escalera, sino restregada por el suelo, pisoteada, en manchas sobre la pared. Y nada más asomarse al interior de la casa, precedidos por los cañones de sus fusiles y por la pistola del sargento, vieron unos pies asomando en el vestíbulo, unas piernas, un cuerpo tumbado boca arriba en el suelo que se iba revelando a medida que ellos avanzaban y que finalizó por tener la cabeza de uno de los hombres de Corrons, el que tenía la mandíbula más cuadrada y las cejas más abundantes, Asdrúbal. Tenía una sonrisa parada en la boca y los ojos muy abiertos, como si el trozo de pared que estaban mirando fijamente estuviera lleno de sorpresas. En el cuello tenía un agujero negro, y el abrigo de color marrón se le veía empapado y húmedo, pesado por la sangre.
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