Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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– Nesesita más gafas que tú, Sintorita, la artillería fasista -dijo Montoya mirando a las alturas, el lugar invisible por el que cruzaban los proyectiles.
– Están castigando la segunda línea. Quieren aislarnos -el capitán Villegas hablaba mirando al frente-. Luego vendrán a por nosotros.
Por el cielo pasaban aviones invisibles con ruido de trueno. Estuvieron allí, alumbrados por un relampagueo intermitente hasta que el capitán, después de volver de un promontorio en el que estuvo escrutando lentamente la noche, gritó el nombre de Millán, que era el nombre del teniente que había ido detrás de ellos gritando amenazas. Le ordenó el capitán que lo siguieran por el borde de la ladera. Salté al aire, libre de aquella tumba de barro, y ayudé a subir a Ansaura, el Gitano, que me miró sacando la blancura de los dientes. Entre las piedras se oía el chocar de alguna bala, un martillazo en el barro, el silbido caliente, perdido, que cruzaba la madrugada. Apretaba mi fusil entre los dedos y sentía miedo, miedo de que una bala me dejara dormido en el frío del barro, miedo de morirme despacio en uno de aquellos charcos.
El cielo se iba haciendo pálido, como la piel de uno de aquellos muertos que dejaban atrás los soldados y que empezaron a ser abundantes cuando llegaron a una hondonada del terreno, en el borde de una zona medio pantanosa en la que el capitán Villegas les ordenó detenerse. Frente a ellos, al otro lado de las aguas, se oía el retumbar de los cañones. Carros de combate enemigos recorrían la zona y a la primera luz del día, todavía débil y empañada en sombras por una niebla que se iba haciendo espesa, los tanques parecían animales prehistóricos, con su coraza gris, rugiendo con lentitud. A su espalda escucharon un retumbar más débil, y entre la bruma vieron aparecer hombres a caballo, soldados a pie llegando tras la caballería, envueltos en barro.
Uno de los jinetes, un coronel delgado, viejo y con los pómulos picudos, llamó al capitán Villegas y le dijo que enviara seis hombres al lugar en el que estaban los camiones para recoger a un grupo de heridos que había al pie del Cerro de los Muertos. Quería el coronel que condujeran a sus heridos a un puesto de socorro, de inmediato. Son héroes, gritó desencajando sus pómulos, ordenando a los jinetes, a Villegas y a los hombres que le seguían a pie, continuar la marcha, el ataque hacia la zona devastada por el fuego y la artillería, allí donde los carros de combate y la metralla lo llenaban todo de peligro y muerte.
Miró sin parpadeo ni duda el capitán al sargento Solé Vera y aquella mirada fue la orden. Se miraron los dos hombres un instante más, despidiéndose, ordenando uno y acatando el otro. Se volvió el sargento y señaló a Doblas, dijo su nombre apenas con un susurro, Doblas, a Ansaura, el Gitano, Ansaura, a Montoya, Enrique, a mí, Sintora, a uno de los hombres que había dormido en la cuadra con nosotros, Vallejo. Nos señaló con la sien el camino hacia el punto en el que estaban nuestros camiones, tras los montes, y empezamos a correr, a cruzarnos con los hombres que iban al corazón de la batalla. Vi sus caras. Corrían entre los caballos, el cuerpo pesado, hundiéndose en los charcos y en el barro, y al alejarnos de allí, nosotros seis tragábamos el oxígeno, el miedo que los hombres iban dejando en el aire. Vi los ojos, la sien sin oreja del cabo Morales, mezclado entre los hombres que iban al combate, al brigadista americano, Albrigh o Aldrich, corriendo a su lado, pequeño y con la cara de niño, los ojos azules, por primera vez vivos. Pensé en el moro, muriéndose atado en la cueva si el cabo moría, quizá ya muerto de un tiro, degollado por el propio cabo después de arrojarle una ración doble de pan a la tierra, al barro.
Y cuando ya estábamos en el recodo del camino, me detuve y volví la vista para mirar a aquellos hombres. Y los vi. Vi sus espaldas, sus cuerpos adentrándose en la niebla, perdiéndose entre los charcos. Vi la silueta del capitán Villegas, la pistola en su mano, corriendo hacia el lugar del fuego, gritándole a los hombres, y delante de él vi la figura del viejo coronel, un instante detenido sobre su caballo, mirando a los soldados que le seguían y luego lanzándose al galope, seguido por unos jinetes sin rostro a los que un golpe de niebla borró para siempre de mi retina. Hombres que se perdieron en el fragor de la guerra, soldados sin nombre que desaparecieron en aquella bruma como si nunca hubieran existido.
Sólo quedó de ellos un eco lejano, el ruido de sus pies en el agua. Y cuando un nuevo golpe de viento despejó de niebla el terreno por el que acababan de cruzar, ya sólo había piedras, agua, arbustos sin hojas. Y yo, con mi fusil entre las manos, siguiendo la marcha del sargento Solé Vera, sentía que mi cuerpo era un ejército entero en retirada, barcazas flotando en la niebla, tanques, una brigada de hombres recorriéndome la piel y la sangre, atravesando manantiales, montes, dejando surcos en la corteza de la tierra, cadáveres, heridos que eran yo mismo, el hombre que corría al lado de otros cinco hombres, de otros cinco ejércitos perdidos en el laberinto de la guerra.
Dejaron a los hombres heridos en el hospital de campaña. El sargento Solé Vera miró con los ojos cansados a sus hombres. Encendió con mucha lentitud un cigarro y, pasándose una mano por el barro seco de su guerrera de cuero, les dijo que podían ir a donde quisieran. La batalla estaba perdida, y la guerra también, murmuró en voz muy baja, los ojos mirando la tierra.
– ¿Y el capitán? -preguntó Montoya, inocente, la expresión de un niño iluminándole la cara.
Se encogió de hombros el sargento, despacio, a la vez que alzaba la mirada del suelo y decía que él iba a quedarse esperándolo en el lugar donde habían dejado los camiones y que después, cuando el capitán volviera o pasara el tiempo suficiente como para pensar que nunca volvería, iba a tomar el camino de Madrid, y después, con un salvoconducto de Sebastián Hidalgo, se iría a Málaga, si es que Sebastián Hidalgo, y Madrid, y Málaga, seguían en pie.
Doblas se quedó a su lado y ni siquiera tuvo que variar el ritmo de su respiración para que todos supieran que él iba a hacer lo mismo que mi padre, el sargento Solé Vera.
– Yo me vuelvo a Madrid con vosotros -dijo Sintora, uno de los cristales de las gafas rajado, la cara embarrada y la cinta con los girasoles caída sobre la nuca.
– Madrid, cojones, con lo serca que está Fransia. A Madrid y de desertores, interesante proposisión para que nos fusilen contra una asquerosa tapia, o sin tapia, en medio de una carretera -protestó resignado Montoya-. El capitán, si es que lo volvemos a ver, no va a desertar. Debería fusilarnos él mismo, antes de que se ensañe con nosotros gente desconosida. Mejor morir a buenas manos, aunque sea pronto, que no por la bala de un serdo. ¿Y tú, Gitano?
Miraron los hombres a Ansaura, el Gitano, la cara renegrida y los ojos turbios, esquivos. Movió la cabeza de un lado a otro, la barba negra oscureciéndole el mentón, los ojos de alquitrán, antes de decir que él esperaría al capitán y luego vería. El otro soldado, Vallejo, antes de que Ansaura, el Gitano, acabase de hablar, dijo que él no iba a esperar a ningún capitán, que a él ya lo habían hecho esperar los capitanes, los tenientes y los coroneles muchos meses y que la guerra había acabado para él. Se colgó el fusil al hombro y comenzó a alejarse del río mientras los hombres del destacamento subían al camión en el que acababan de transportar a los heridos y se dirigían al lugar en el que estaba el resto de los vehículos.
Recogieron el otro camión del destacamento y subieron a un cerro desde el que veían la llanura de la que continuamente partían camiones y coches. Miraban con unos prismáticos, turnándose, hasta que a la caída de la tarde, el sargento Solé Vera, sin los prismáticos, vio atravesar el llano una figura que caminaba recta y despacio. En una mano llevaba una pistola.
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