Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El Nombre que Ahora Digo: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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– ¿Y qué hiso?

– Le dio un bocado, tú, por probarla, y dijo que le faltaba sal. Tiene muchos cojones, Morales -se encogió de hombros Cañeque-, pero estaba nervioso por lo del hermano y se puso a llorar mientras masticaba. Luego le metió la cara en la olla hirviendo al que había empujado al hermano por el puente y a otro le dio con la bayoneta un tajo en la pierna. El teniente y los otros hicieron por calmarlo, pero no se ha calmado. Desde entonces es un desertor. Aunque lo veáis por aquí es un incontrolado y vive aparte, lleva la guerra como quiere. Lo único que le importa es la lotería esa.

– Y que le haga pajas la Soraida -se secaba la cara Montoya, ya afeitado.

– Dice que es por coger el sueño y aplacar los nervios. Y tú, niño, ¿no te vas a afeitar? -le preguntó a Sintora, Cañeque, que también había acabado su trabajo en la cara del impasible Doblas-. ¿O es que prefieres quedarte con esa barba de chivo que tienes?

Le dije que yo iba a quedarme como estaba, y el que se llamaba Cañeque se me quedó mirando, con una sonrisa, no sé si de burla, y dijo que no nos iban a cobrar nada, que a los hombres de Capulino ellos le debían la vida, cuanto más un afeitado. Y el que se llamaba Castro y nada más que hacía leer periódicos y papeles sacó de detrás del sillón del Mosca una cantimplora que él dijo que era alemana, que se la había quitado a un piloto alemán, y nos ofreció un vino que era dulce, con sabor a miel, empalagoso. Y Doblas lo bebió como si fuera hiel, con la cara amarga y todavía mirando de reojo al barbero Castro.

Estuvieron los cinco hombres bebiendo hasta acabar la cantimplora, poco antes de que el cabo Morales, el que no tenía oreja, llegara y les dijese que ya había acabado la jornada. Le comentó Castro que los tres compañeros eran hombres del coronel Capulino y que si podían ir con ellos a la cueva. El otro, mirándolos de reojo, no dijo nada y chupó el gollete de la cantimplora vacía.

– La Zoraida tenía hoy malamente el pulso. No he consentido que pase de una gayola. Estaba en otra parte, la puta de la Zoraida -dijo el cabo Morales, no se sabía a quién, porque ya iba andando por los montículos que lindaban con un campo de olivos desnutridos, solo y con las manos metidas en los bolsillos.

Lo siguieron los cinco hombres. Cañeque y Castro cargando con la mesa y el canasto de bolas de la lotería, y Montoya y Sintora hablando con ellos. Doblas detrás y callado. Y así, pasado el campo de olivos y descendiendo por una pendiente muy empinada, llegaron a un arroyo cubierto de juncos y de unas zarzas detrás de las cuales apenas se entreveía la boca oscura de una gruta. Entraron en ella, un poco encorvados, los pies resbalando en un limo que parecía rezumar de las paredes y el suelo, malamente alumbrados por una vela que el cabo Morales había sacado de su guerrera. Al fondo veían el temblor de otra luz.

– Es la casa de Morales. Vive aquí con otra gente libre. Dos además de él. Son desertores a su modo. A veces se meten de noche en las líneas de los fascistas, le cortan el pescuezo a alguno y luego se vuelven. Pero sólo cuando quieren, hasta que los de un lado o los de otro los cojan y los fusilen -murmuraba Cañeque, ya llegando a un ensanchamiento de la gruta.

Había dos velas derritiéndose en las piedras y una luz que parpadeaba. Un soldado sacándole punta a un palo con un machete. Entre las piernas tenía un libro con el canto de las hojas dorado, como los libros de los curas, y la viruta del palo caía encima del libro y de las piernas, y el soldado no nos miró al llegar, siguió haciendo viruta. Contra la pared había otro hombre al que casi no le llegaba la luz, y luego vimos que estaba amarrado por el cuello a una argolla que había metida en la piedra. Era un moro y miraba con los ojos con que miran los animales. Por el suelo había latas vacías, botellas y trapos, algunas mantas, y mucho olor. Y luego nos dijo Cañeque, mientras Castro ponía sus papeles de periódico al lado de otros que tenía allí apilados y húmedos, que había otro soldado, un tal Palomares, que a veces dormía allí pero que de vez en cuando se perdía por los pueblos en busca de mujeres. También nos dijo que el del libro era un brigadista, Albrigh o algo así, que no quería volverse a su país, y que el otro era un moro que el cabo Morales había cogido preso, se llamaba Ben Ameh, pero le decían Benito y él siempre contestaba que le habían dicho que venía a España para desfilar en Sevilla, que le iban a dar tres pesetas al día y que luego lo pusieron a disparar, que él no sabía qué guerra era aquélla ni quiénes luchaban en ella. Yo monto, yo Ben Ameh, Benito, señor, tres pesetas, decía moviéndose como yo había visto moverse un mono en la plaza de la Merced, atado a una verja y yendo de un lado a otro, con los ojos ardiendo y la mano extendida, pidiendo no se sabía qué, a lo mejor la vida, el moro.

Estuvieron los hombres del destacamento, los dos barberos y el cabo Morales bebiendo más vino empalagoso que el cabo desorejado sacaba de una garrafa y repartía en unos cuencos de metal. Montoya, Sintora y los barberos eran los únicos que hablaban, de Madrid, de sus destinos, del pasado y de la guerra. El brigadista dejó de afilar el palo, y en la misma posición, sentado contra la pared, se quedó dormido, el moro mirando, moviéndose y farfullando, Morito, Casablanca, tres pesetas, y el cabo echándole cerca de la cuerda unos trozos de pan que el otro limpiaba de barro y se metía en la boca. Doblas bebiendo en silencio y mirando al cabo.

Cuando los hombres del destacamento y los dos barberos salieron de la gruta ya empezaba a caer la noche. Se dirigieron juntos hasta la entrada del pueblo y allí, antes de separarse, fue la primera vez que habló Doblas, mirando al barbero Castro:

– A mí no me enseña nadie una navaja. La próxima vez que te la vea en la mano y no sea para afeitarme, te la meto en la barriga. Como me llamo José Doblas.

No volvió Doblas a ver a los barberos. Fueron Montoya y Sintora quienes siguieron merodeando por los alrededores de la tapia en los días siguientes. Volvieron a la gruta, a beber aquel vino dulzón con los dos barberos y el cabo desorejado, que nunca hablaba con ellos. Ni con ellos ni con nadie. Hablaba en voz alta, decía cosas, pero nunca se dirigía ni miraba a nadie. Un día vieron a Palomares. Delgado, ojos muy juntos y cara de pájaro, muy moreno. Palomares sí hablaba, con la voz muy fina, de niña, comentaba cómo estaba la retaguardia, y decía que aquella calma en el frente era mala señal. El brigadista afilaba palos en silencio y el moro se movía amarrado a la pared, Morito, Ben Ameh, Benito, tres pesetas, y tragaba pan sucio.

Venía el final del año. Era la víspera de la Navidad y el frente estaba muerto. El río bajaba a lo lejos y su rumor por la noche se nos metía en el sueño, nos llevaba el agua por la noche como si fuéramos muertos o pétalos flotando en su lecho, nos arrastraba los sueños y nos llevaba lejos el río, y al despertar y oír el canto de los pájaros y voces de hombres, por un momento nos parecía que la guerra había terminado, pero luego venía la realidad y en un instante remontábamos el río, todo lo andado en el sueño. Yo miraba los árboles al amanecer, los veía desnudos como postes. Era el invierno de la muerte.

Era la víspera de la Nochebuena y en la cuadra los hombres del destacamento y los soldados del comandante Cabezas bromeaban diciendo que iban a formar un belén en el que Doblas iba a hacer de Niño Jesús y Ansaura, el Gitano, de San José. Hablaban los hombres de sus familias y de otros años en los que no había guerra. Mi padre, el sargento Solé Vera, imaginaba la casa por la que estaría moviéndose mi madre, cómo sería la vida en esos días a casi mil kilómetros de distancia, Málaga en guerra. Se lo estaba diciendo a Doblas: «Doblas, ¿sabes quién estará pasando ahora por calle Ancha, te puedes imaginar la calle, el Pasillo de Santo Domingo? Yo no acabo de creerme que aquello, Málaga, siga existiendo», cuando oyeron el retumbar lento de una explosión a la que pronto sucedieron otras, muy a lo lejos. Se quedaron los hombres mirándose, en silencio, y cada cual observó dónde estaba su fusil. Se levantaron a recogerlos, despacio.

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