Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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El Textil no está, dijo Montoya, y de pronto todos tuvimos conciencia, verdadera conciencia, de que nuestro amigo Paco Textil viajaba en aquel coche. Porque hasta ese momento todo nos había parecido un truco, un juego de magia como los que hacía el mago Pérez Estrada, algo que nada tenía que ver ni con la realidad ni con la muerte.
– Pobresito, Textil, no está. No ha quedado nada, ni un sapato, ni una tripa.
– Es como si se lo hubiera llevado el aparato -dijo Sintora-. Ha volado tan alto que a lo mejor se ha ido enganchado entre las hélices o las alas del aeroplano.
– ¡Hija de puta de la aviación! -gritó el sargento, mirando al cielo, como si se acabara de enterar de lo que había sucedido hacía ya casi veinte minutos. Agitaba la pistola al aire, apuntaba al cielo y volvía a gritar-: ¡Me cago en ella, me cago en la aviación entera y en la madre que parió a los aviadores! ¡Hija de puta!
Y se puso a disparar contra el cielo el sargento, mientras Montoya arrojaba el fusil al suelo y se tapaba con las dos manos los oídos, murmurando cada vez en voz más alta, Ya está bien, ya está bien de bala y de bomba por hoy, ya está bien, coño, no me subleven, ya está bien, y Doblas, más por calmar al sargento que por interés en el propio muerto, gritaba, morado:
– ¡Textiiil! ¡Paco Textiiiiil! ¡Cooooño, Textiiil!
Pero una vez vaciado el cargador, al sargento Solé Vera le vino la calma. Se quedó con la pistola colgando de la mano, exhausto, como si el arma pesara una tonelada y él apenas pudiera sostenerla. Sólo movía los labios y no decía nada. A Doblas se le pasó la congestión y también dejó de gritar.
– Yo me creo que el Textil se ha convertido en chatarra. Quería tanto a su coche que se ha fundido con él -dijo con voz suave Ansaura, el Citano-. Mi amigo, Textil -y tenía los ojos brillantes, más negros que nunca, Ansaura, que, declinando todavía más la voz, empezó a murmurar-: Textil, Textil, Paco, Paco Textil.
Y como Ansaura, repitiendo aquel nombre del mismo modo que llevaba repitiendo no se sabía cuántos meses el de su mujer, siguió avanzando por el campo, los hombres del destacamento, los dos músicos y el faquir Ramírez, empezaron a andar tras él, rebuscando entre los rastrojos, hasta que pasado un rato, señalando con su fusil un arbusto grande, casi un árbol con frutos pequeños y rojos, gritó Enrique Montoya:
– Aquí está. Aquí hay un troso de Textil.
Se acercaron los demás hombres y, colgada de una de las ramas del arbusto, por encima de sus cabezas, vieron un trozo de materia extraña y tiznada de negro que a la mayor parte del grupo le pareció el caucho deformado de una rueda pero que al caer al suelo empujada por el fusil de Montoya y ser mostrada una zona de color entre rojizo y morado, hizo pensar, sobre todo cuando Montoya hurgó con el fusil y aparecieron unas gotas de líquido, que se trataba de un trozo de pierna de Paco Textil.
– Es el muslo derecho -dijo Montoya, y todos hicieron gestos con la cabeza, unos tragando saliva, otros afirmando muy despacio y el sargento diciendo que no a la vez que volvía a cagarse en la aviación.
Siguieron buscando todavía, aunque al rato, hartos de lo infructuoso de la búsqueda, Doblas ya estaba entretenido examinando el bloque del motor del coche, que se había partido en dos y que él miraba ideando la forma en que podía ser recompuesto, desmontando piezas con el destornillador que siempre llevaba encima y ordenándolas sobre la hierba seca a la vez que el faquir Ramírez se entretenía removiendo metales y sopesando su calidad.
– Míralo, al faquir. Está en su mundo, seguro que le dan ganas de comérselos, los hierros esos -le comentó Sintora a Montoya.
– Sería antropofagia -contestó Montoya con mucha seriedad-. Es un faquir, no un caníbal. Me parese a mí.
Y fue en ese momento cuando Sintora, ajustándose las gafas, al lado de una piedra, vio algo semejante a unos dedos, unos cartílagos de goma blanca pegados a lo que parecía un trozo de mano.
– Aquí hay más Textil -murmuró Sintora, dando un paso atrás y mirando a su espalda, al suelo, por temor a pisar algún resto más que ya, después de casi un par de horas de búsqueda, los hombres no llegaron a encontrar.
Y así, sin estar muy seguros de que los mínimos despojos hallados pertenecieran a la anatomía de Paco Textil, dieron por cerrada la búsqueda. Sacaron una guitarra y un trombón de sus respectivas fundas, pero, cuando ya los estaban bajando del camión de la Doce, al sargento no le pareció serio meter los restos de un soldado en unos estuches musicales, así que ordenó guardarlos y traer una lona. La extendieron en el suelo, al lado del supuesto muslo del Textil, y sobre ella colocaron el trozo de caucho chamuscado o de carne humana. También pusieron allí, llevada con dos palos por Sintora, la goma blanca de los dedos. Se quedaron los soldados mirando aquella insignificancia en medio de la lona.
– ¿Ya está? -preguntó Enrique Montoya.
El sargento se encogió de hombros, miró a sus soldados, la lona y los restos de automóvil que por allí había esparcidos y dijo, No sé, a lo mejor podríamos poner un trozo de coche, por hacerle compañía.
– A él le habría gustado, sargento -dijo con su mirada negra Ansaura, el Gitano-. Le habría dado sentimiento.
El sargento se quedó mirando muy serio a Ansaura, el Gitano, luego volvió a poner la vista en la pierna de Paco Textil, como si la interrogara en silencio, y, muy despacio, se dio la vuelta y avanzó unos pasos mirando al suelo. Se quedó parado ante una pieza del coche, un trozo del morro, con la letra H casi entera. Giró la cabeza para volver a mirar a sus hombres, reunidos alrededor de la lona, y se agachó a recoger el trozo de metal, que todavía estaba caliente. Lo acostó con mucho cuidado al lado de la pierna y los dedos. Montoya recogió el medio huevo negro, sin cristales, de un faro que tenía junto a uno de sus pies y lo colocó también dentro de la lona.
– Métele un pistón, y un trozo de biela. Es lo que tiene más empaque en un coche -le dijo casi al oído Doblas al sargento.
Hizo un gesto afirmativo el sargento y Doblas corrió hasta donde estaba el motor desmembrado y regresó, rápido y congestionado, con una biela partida y un pistón con los segmentos desflecados que echó sobre la lona. Sintora, otra vez Doblas, Ansaura, el Gitano, Montoya, el faquir Ramírez y hasta un músico echaron sobre la lona unos muelles partidos, restos de la estopa del asiento, tuercas y un trozo de volante medio forrado de cuero. Esto es muy humano, casi parese piel de hombre, dijo Montoya acariciando el trozo de volante del que colgaba parte del claxon, derretido y negro.
Mandó el sargento liar la lona y con mucha solemnidad y un ligero tintineo de metales, Enrique Montoya y Gustavo Sintora la llevaron a uno de los camiones. La cantante Salomé Quesada al ver pasar el toldo reanudó su llanto histérico a la par que decía, Aquí no, aquí que no lo metan, por Dios.
– Dios no existe, señora. A ver si se va enterando de una puta vez. Lo que existe es la aviación -le dijo el sargento a la par que con la barbilla les señalaba a Sintora y a Montoya el camión de Ansaura, el Gitano.
Regresaron los dos camiones a Madrid. Con poca velocidad y mucho silencio. Una neblina casi invisible iba convirtiendo en gris el día, ese día que el Textil se había imaginado glorioso, su día con los artistas, lejos de la Casona y de Madrid, lejos de la guerra. Y cuando ya la ciudad se hizo visible, con su mancha ocre, rojiza y más gris a lo lejos, el sargento Solé Vera, expulsando una bocanada de humo, sin dejar de mirar al frente y con la cara muy pálida, dijo:
– Se acabó la fiesta. Es el final.
Y sólo un rato después de decir aquellas palabras nos miró a Doblas y a mí y repitió, todavía más pálido, Se acabó. Y yo supe que tenía razón, que todo había acabado y que lo que el sargento Solé Vera veía al fondo de la carretera no era una ciudad sino nuestro destino, que se nos mostraba en ese momento, cuando el día empezaba a hacerse oscuro. Y tuve miedo, miedo al entrar en Madrid, un miedo distinto al que había sentido entre las bombas en el camino de Almería, un miedo que me llegaba de los árboles, de los edificios entre los que iban pasando los camiones, del aire que nos rodeaba y entraba invisible en mis pulmones, miedo al pensar en el ruido que en el camión de Ansaura irían produciendo las tuercas y los hierros con la carne, los huesos o el caucho de Paco Textil. Y sentí como un alivio la respiración de Doblas, el contacto de su hombro con el mío cuando los grupos de gente, mujeres, sonrisas, soldados, niños que pasaban por al lado de nuestro camión se me convertían en calaveras, muertos que andaban por ¡as calles de Madrid.
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