Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El Nombre que Ahora Digo: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Yo bebía aquel vino que ya no me sabía a tierra. Y de la amargura del paladar me bajaba hacia adentro una sensación dulce, como si los posos del vino fueran azúcar y no arena.

Por primera vez, Sintora vio cómo Ansaura, el Gitano, abría la boca en una sonrisa y enseñaba unos dientes parejos y muy blancos que hacían contraste con la negrura de su mirada y de su piel. Se reía escuchando a Paco Textil, que hacía muecas y hablaba algo que Sintora no llegaba a oír. Montoya escuchaba con una sonrisa triste a Sebastián Hidalgo, que lo miraba todo sonriente, con una cara de niño que parecía haber contagiado a su amigo Montoya, rejuvenecido por aquel aire de ensoñación que tenía y por la luz limpia de la tarde.

La guerra se había amansado, respiraba, oculta en alguna guarida, pero allí, entre los árboles, al sol y con la música, parecía que se hubiera muerto y que nosotros estuviéramos celebrando su funeral. Pensé en el capitán y en los hombres que se habían ido con él al frente y quise creer que eran fantasmas, espectros de otro tiempo. Pero en verdad sabía que eran el futuro, y que pertenecían a la entraña misma de aquello que estaba aguardándome en un recodo de los días.

Arrimaron una mesa a la que había servido para la ceremonia. Se reunieron alrededor de ella los músicos que estaban tocando y el cantante Arturo Reyes, con su esmoquin mal lavado, se subió al improvisado escenario. Después de dedicarle unas palabras empalagosas a los recién casados, empezó a cantar, con su cara de calavera. Bailaban algunos de los endomingados. El teniente Villegas lo hacía con Salomé Quesada, dando el oficial unos pasos largos y elegantes, como si el pasodoble del famélico Reyes fuese un vals. Torpedo Miera, subido a hombros del enano Visente, bailaba con la Ferrallista, que con una mano agarraba la espalda de su marido y con la otra hundía la cabeza del enano Visente contra su pubis de falso raso, dando la impresión de que estaba bailando con un hombre partido en dos.

– Ese Visente es igual que todos los curas, mira cómo mete los hosicos donde otros congéneres tanto hemos gosado, Hidalgo -dijo Montoya, apenas sin salir de su mutismo.

– Nosotros y medio Madrid, Montoya.

– Aparte de casi toda la cornisa cantábrica. Es más puta, con perdón, que Teruel, cada día en manos de un ejército distinto -terció el Textil, que se reunía con el grupo acompañado por Ansaura justo cuando el teniente Villegas, con una mirada de orgullo, entregaba al cabo Solé Vera a la cantante Salomé como pareja de baile.

– Por mucho que se empeñe el teniente en que bailen, nunca van a llevar el mismo compás su amigo y la cupletista -afirmó severo el Textil-. Le agarra la mano como si ella la llevase llena de mierda.

– Escatología severa la tuya, Paquito -apuntó Montoya, mirado de reojo por el Textil.

Caía la tarde y desde la Casona la luz de una ventana se derramaba amarilla sobre la fachada del edificio. Se arremolinaban por la escalinata y sus alrededores los artistas, el mago, el ventrílocuo Domiciano del Postigo y Ballesteros con su frente vendada. La Dinamitera se abrazaba con un soldado al lado de un seto desgreñado, huérfano de poda. Serena Vergara, despojada de su abrigo, bailaba risueña con una compañera del taller. Corrons bebía, hablaba con un soldado. Le miraba la chaqueta y pensaba si bajo ella llevaría la pistola que yo le había visto en el camión, y también pensaba en el momento en que apareció en el punto de mira de mi fusil, y en cómo me miró. Sin sorpresa, con desprecio. Pensé en su cara y pensé que Corrons nunca me había hablado. Entre los árboles le había gritado a Montoya, y a mí sólo me había mirado un instante, pero no me había hablado, aunque sabía que mi fusil le había estado apuntando al pecho y que al final, en lo hondo del punto de mira, en la oscuridad de mi arma, había un trozo negro de plomo que miraba a su corazón.

Cesó la música, y la Ferrallista, tambaleándose, sirviéndose de una silla, se subió a gatas a la mesa que acababa de abandonar Arturo Reyes. Estaba borracha, tenía el maquillaje revuelto, con los ojos rodeados más de tizne que de pintura, y al ponerse de pie se vio que llevaba el vestido desgarrado, abierto en dos desde la rodilla. Los pechos, pálidos como pequeñas lunas que se asomaban a la caída de la noche, tampoco soportaban ya la disciplina del escote y se le estremecían, fuera casi por completo del vestido. Con una voz gangosa, parecida a la que el ventrílocuo Domiciano empleaba para hacer hablar a sus monigotes, anunció que iba a cantar, y que la canción iba a estar dedicada al soldado Montoya, a quien no guardaba rencor.

Aunque los músicos emprendieron la melodía que la Ferrallista les había pedido y las notas eran alegres, el sonido de aquella música llenó el jardín de una tristeza súbita y profunda y la noche pareció tragada de pronto por la garganta de un animal enorme que nos llevase a lo hondo de sus tripas, y todos dejaron de bailar, porque de pronto tuvieron la sensación de que estaban bailando sobre una tumba.

Serena Vergara se acercó a Corrons y le habló un instante. Volvió a dejarlo solo, se cruzó con la cantante Salomé Quesada y tomó el camino entre los árboles en dirección al taller de costura. Gustavo Sintora se separó del grupo, empezó a andar. Tras ella. Rodeó los camiones que había aparcados en el jardín para que nadie viese hacia dónde iba y luego cruzó hacia los talleres. Me gobernaban las piernas. Yo era un cuerpo sin voluntad o quizá con una voluntad ciega, poderosa, que venía de lo más hondo de mí y me arrastraba. Yo era un hombre que volvía a su patria después de mil años de destierro. Yo era un planeta que seguía el surco invisible de su órbita.

La oscuridad era absoluta en aquel lugar en el que el jardín se convertía en una especie de páramo yermo, sin más vegetación que unos arbustos y unos eucaliptos con los troncos descarnados. A lo lejos se oía la música, y de los árboles bajaba el rumor estremecido de sus ramas. Sintora avanzaba sin ver a nadie. Pensó que quizá Serena no hubiese tomado aquel camino. Se detuvo. A su espalda creyó oír sonido de pasos, tan próximos que parecía que fuera el ruido de sus propios pies el que continuara resonando en la grava. Pero no había nadie, sólo la oscuridad.

Siguió avanzando. Y aunque desde lejos vio la luz de la nave de costura apagada, decidió llegar hasta ella. Iba a volverme, iba a salir de mi sueño, de aquel rapto, volvía a tener latidos en el corazón, aire en los pulmones, volvía a tener cuerpo y a ser yo, la música volvía a existir a lo lejos cuando en medio de la negrura vi que la puerta del taller estaba abierta y que dentro quizá sí, quizá hubiera un atisbo de luz.

Se acercó a la puerta. Entró Gustavo Sintora en la nave y al fondo, detrás de todas las filas de máquinas de coser y de todas las bombillas que colgaban dormidas del techo vio a Serena Vergara. Apoyada en el mostrador que había allí al final, delante de las hornacinas y el dibujo de la cruz arrancada. Estaba de espaldas y sólo la alumbraba la luz endeble que emitía una bombilla fijada a la pared, en uno de los brazos donde había quedado la señal de la cruz.

Fui dejando atrás, a mi izquierda, todas las máquinas y en mis sienes me parecía oír el rumor de sus pedales, los ojos de las bombillas mirándome, apagadas, transparentes como mi respiración. Ella, de espaldas, llevaba su abrigo puesto, miraba unos recibos en el mostrador. Se volvió muy despacio, primero la cabeza, el cuello, la nuca. Luego los ojos. Luego el cuerpo, y los labios.

No había sorpresa en su mirada ni en la lentitud de sus movimientos. Estaba esperándome, me estaba esperando desde el día de los árboles y la lluvia. Negó débilmente con la cabeza e hizo un gesto de reproche, y aquel fuego que yo había sentido estremecerse en el interior de ella cuando un rato antes la había visto en el jardín asomaba ahora con su resplandor renovado, intenso, limpio, y a pesar de todo, su mirada también era triste y pedía que me fuera. Y sólo dijo, Tú, otra vez. Y en su voz no había odio, ni ira, sólo dulzura, no sé si conmiseración o súplica. Y me miró con la oscuridad de sus ojos, intentando ver lo que había detrás de los míos, preguntando o preguntándose.

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