Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Ahora es por aquí, por allí se queda el Camino de los Rojos, y nosotros por aquí, dijo Montoya al girar con el camión por en medio de una arboleda y coger un camino secundario, ya en las afueras de la ciudad. A partir de ese punto avanzaron despacio. La carretera empezaba a perder el adoquinado y a llenarse de socavones. En la cabina sonaron unos golpes que venían de atrás, de la caja. Detuvo Montoya, con muchos resoplidos del motor, la marcha. Oyeron el salto de Corrons al suelo, sus pasos. Subió a la cabina, protestando otra vez por el frío. La pistola la llevaba ya del todo visible, asomándole por la chaqueta. Le dijo a Montoya que continuase, y unos metros más adelante le señaló un camino de tierra que salía a la derecha y que poco a poco se iba convirtiendo en un barrizal cubierto de hojas podridas.
– Despacio. Para. -Se quedó Corrons, ya con la pistola en la mano, escuchando el silencio, el ruido del motor, pájaros-. Sigue un poco más, hasta aquellos árboles, los de las matas negras. Donde empieza la bajada. Allí das la vuelta y nos esperas.
Bajaron los hombres de atrás. También la mujer. En el campo se la veía todavía más frágil. Montoya y Sintora los vieron adentrarse en el camino, descender por la cuesta precedidos de Corrons, que, girando un dedo en el aire, le recordó a Montoya que le diese la vuelta al camión. Los hombres simétricos, el Sordomudo y tal vez Armando, miraban a todas partes. La mujer, resbalando entre el barro y las hojas, cayó de rodillas. La recogió el que quizá fuera Armando, sin mirarla, usando su brazo como un garfio. Se perdieron entre los árboles. Montoya ya no hablaba, también él miraba el retrovisor, el frente lleno de árboles, a los lados.
– A mí los pájaros me calientan la cabesa. No sé qué mierda tienen que cantar. -Acariciaba el volante, le pasaba la mano por encima, Montoya, y quizá más por hacer algo que por la propia angostura del sitio, decidió moverse-. Esto es muy estrecho para dar la vuelta, la vamos a dar allí, en aquel ensanchamiento.
Descendiendo muy despacio, casi patinando las ruedas por el mismo camino que Corrons y los demás acababan de hacer a pie, llegaron al punto que desde lejos había señalado Montoya y una vez allí vieron que estaba atravesado de árboles caídos.
– Pues si aquí no se puede, más abajo. ¿Que no oyes tú la pajarera esa, Sintora, coño? Parese que se están riendo de nosotros los maricones de los pájaros.
Y todavía bajó un tramo más Montoya, muy despacio, hasta llegar a una curva en la que el camino, haciéndose menos empinado, se abría en dos. Hizo unas cuantas maniobras entre el barro hasta dejar el vehículo enfilando el camino de vuelta, y justo en el momento de apagar el motor resonaron unas detonaciones que parecieron una prolongación de los estertores con los que el camión se había parado. Volvieron a sonar, secos, dos, tres disparos. Su eco retumbó en la bóveda de los árboles.
– La madre que los parió, la madre que los parió -Montoya cogió el fusil que llevaba encajado al lado de su asiento, lo atravesó en la cabina, golpeó el cristal, el volante con la culata, lo soltó, arrancó de nuevo el camión y aceleró el motor, sin poner ninguna velocidad. Volvió a coger el fusil, y retorciéndose en el asiento, se sacó unas balas del bolsillo. Cargó el arma, la montó con destreza-. La madre que los parió.
Sintora, imitando a Montoya, también había cogido su fusil. Se quedaron mirando por las ventanillas, por los espejos. Entre los árboles sólo se veían árboles, pero a cada instante parecía que brotaba uno nuevo, que se multiplicaban, que se movían. Nada más que había silencio y el silencio también se movía, se arrastraba. Y el martillo de los corazones.
– Hasta los pollos se han callado, los hijos de puta. Mira cómo ya no cantan los cabrones.
Hizo un gesto de silencio Montoya, como si se ordenara callar a sí mismo. Se oyeron los ecos de unas voces, creciendo, acercándose. Montoya, pisó el embrague y metió una marcha. Sin soltar el pedal, se llevó el fusil a la cara y apuntó hacia el camino. En el instante en que Sintora enfiló su arma hacia el mismo lugar, el pecho de Corrons se colocó en su punto de mira. Al verlo, saltó Corrons hacia atrás, después gritó algo que Sintora y Montoya no pudieron oír. Detrás de él aparecieron los dos primos, o el Sordomudo y uno de los primos, Armando, Asdrúbal. Bajó el arma Sintora. Montoya siguió en guardia, observando la carrera de Corrons, sus gritos.
– Qué hacéis ahí. Qué coño hacéis ahí con el camión. Qué coño hacéis. Montoya.
– Qué han sido esos tiros. Qué ha pasado -Montoya dejó de apuntar, pero no bajó el arma de la ventanilla-. Hemos oído por lo menos seis, seis tiros. Sintora, cuántos has oído tú.
– Os dije que os quedarais arriba. No me oíste o qué. Qué pasa si ahora el camión se atasca con la mierda del barro -Corrons llevaba la pistola en la mano. Los otros dos intentaban no distanciarse de él, uno de ellos apoyaba la culata del fusil en el barro a modo de bastón.
– Tres, cuatro, no sé -Sintora miraba a todos lados. A Corrons.
– Y ahí abajo qué ha pasado, o es que vosotros no habéis oído la traca. Si un novato dice tres o cuatro es que por lo menos han sido ocho tiros. Y allí, allí no se puede dar la vuelta, me cago en la puta, Corrons. No se puede.
Los tres hombres jadeaban delante de la cabina. Montoya y yo arriba. Ellos parecían hincados en el barro, árboles de corteza blanda a los que el barro se estaba tragando. Corrons se abrió la chaqueta y se metió muy despacio la pistola en la cintura del pantalón, y yo pensé que Serena habría puesto sus manos en aquella camisa. Desde arriba, la mitad de los ojos de aquel hombre nadaban en una sangre desvaída, en un charco de color naranja que le anegaba los párpados.
– Es un peligro bajar hasta aquí, con el barro y la cuesta -dijo Corrons ya con más sosiego-. Y ahí abajo no ha pasado nada. Mi primo se ha puesto nervioso y ha creído ver gente emboscada, ha disparado. El Sordomudo le ha seguido y a mí se me ha ido un tiro al aire para poner orden. Nada más que el susto. La vieja y uno que venía a recogerla casi se mueren, menos mal que había uno más joven y los ha calmado. Traían un buen coche, Ford. Se ve que los hijos de puta tienen posibles de verdad.
Nos dio la noche camino de Madrid, entre los árboles. Y yo no pensaba. Miraba alguna luz.
En el inicio de un cuaderno, después de hablar de las sirenas de la aviación y del miedo que le provocaban, más intenso que el de los propios aviones, la escritura de Sintora durante unas páginas se hace menos enrevesada de lo habitual y narra lo sucedido en los días siguientes sin saltos en el tiempo ni contorsión en la sintaxis: Estuve algunos días sin ver a Serena Vergara. Pasaba las jornadas yendo de un lado para otro. Limpiaba los camiones, iba a los hangares del Centro Mecanizado donde por primera vez había visto a la gente del destacamento, cuando Enrique Montoya estaba vestido de torero con aquel traje en el que apenas cabía. Allí me trataba con los mecánicos y miraba a Doblas arreglar los camiones. Callado y con una colilla en los labios, se pasaba horas volcado dentro de los motores, vestido, a pesar del frío, con una camiseta de tirantes, agujereada y sucia de grasa. Montoya y yo, subidos en el guardabarros de otro camión, lo mirábamos distraídos. Montoya le preguntaba por el trabajo que estaba haciendo, y Doblas, las más de las veces contestaba con un gesto, mostrando una pieza, encogiéndose de hombros. Decían que era el mejor mecánico de la guerra. Había llegado a reparar él solo un carro de combate. Y a veces, cuando en otras unidades tenían problemas con motores que nadie entendía, iban a pedirle ayuda.
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