Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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A él o al cabo Solé Vera, que era quien, por voluntad del propio Doblas, le daba autorización para hacer aquellos trabajos.
Me dijo Montoya que la mujer de Doblas había muerto antes de la guerra, muy joven, de una enfermedad de los huesos. Era una mujer débil y muy pequeña que tenía los ojos de un verde muy intenso y oscuro. El cabo Solé, que llegó a verla en una foto, había dicho que era una de las mujeres más bellas que había visto nunca. Mi flor, la llamaba Doblas. Se murió de pobre, me dijo Montoya, no tenían ni para comer. Dicen que Doblas ni siquiera fue al entierro, se quedó sentado en una silla mirando el suelo y estuvo así no se sabe cuántos días, luego se levantó muy despacio, como si se acordara de algo, y se fue de la casa, de la habitación en la que vivían. Se puso a vivir en la calle, quería matarse con la bebida. Parece que fue entonces cuando lo encontró Solé. Le dio calor, y en cuanto tuvo un camión lo cogió como ayudante. La mecánica la aprendió él solo, mirando cómo trabajaban en los talleres y desarmando por la noche motores viejos.
También, en aquellos días, Montoya me enseñaba a conducir los camiones. Salíamos de los hangares y rodábamos por la explanada, haciendo círculos. Algún día venía con nosotros el Textil, se reía de verme dar vueltas y me echaba maldiciones. Entonces las dábamos marcha atrás. Se reía más fuerte y volvía a maldecirme. Me decía siempre la leche que mamaste. Algunas tardes se nos olvidaba que estábamos dando vueltas y nos caía la noche en la explanada, hablando los tres. El Textil nos contaba historias de cuando había vivido en Barcelona. A Ansaura, el Gitano, lo había conocido allí, y también a muchas mujeres. A mí me gustaba conducir con las luces encendidas, cortando la noche con la navaja blanda de los faros.
A veces íbamos a ver a Sebastián Hidalgo, el falsificador, al periódico en el que trabajaba, por la Gran Vía, haciendo caricaturas y desfigurando con mucha paciencia y un pincel muy fino a los generales enemigos. Siempre me preguntaba por las gafas y se me quedaba sonriendo, delgado, muy pequeño, ajeno a todo el alboroto que siempre había a su alrededor en el periódico. Nunca había soñado yo con entrar en un lugar como aquél, todo lleno de papeles y gente que escribía. Montoya estaba orgulloso de poder llevarme allí y de su amistad con Hidalgo. Me lo señalaba con el dedo y me decía: Míralo, Sintora, nunca en tu vida vas a ver a nadie más honrado. Alguien que se declara falsificador es una persona desente, cabal.
Y el otro se quedaba sonriendo con su cara de niño, con sus monigotes y caricaturas mientras Montoya y yo nos íbamos camino de algún restaurante subterráneo de la Gran Vía o a la Casona, donde pasábamos el tiempo hasta la hora de dormir y veíamos a la gente del destacamento, otra vez al Textil y a los artistas. El novillero Ballesteros, que había tenido una cogida y ahora llevaba su pañuelo rojo liado en la frente, nos hablaba de política, el faquir Ramírez de las enfermedades que había padecido a lo largo de su vida.
Cuando el enano Visente no estaba, Montoya hacía apuestas con el faquir, y le ponía en la mesa unas monedas y al lado unos tornillos. Ramírez, con la cara muy triste, iba cogiendo monedas y tragándose tornillos, uno por cada moneda. Montoya lo invitaba a vino, para que pasara la chatarra, y se reía mucho. Cuanto más tornillos tragaba, más triste se le ponía la cara al faquir, y la nariz parecía que se le alargaba con la tristeza. A veces se ponía el bigote, para esconder la pena. Ansaura, el Gitano, también le ponía monedas, pero no se reía. Lo miraba con cara de repugnancia, y no lo invitaba a beber.
Y a veces, cuando me cansaba de estar allí, me subía al cuarto donde teníamos las literas y miraba el saco que había traído cuando llegué al destacamento. La trompeta abollada que me dieron los soldados rusos. La llave de mi casa. Y me parecía que habían pasado muchos años. No me sentía triste. Miraba por la ventana y pensaba en las noticias que venía oyendo de la guerra como si hablaran de otra guerra y yo estuviera en otra parte, fuera del mundo.
También pensaba en Serena Vergara. No importaba que llevara días sin verla. Era como si ella, dentro de mí, mirase todo lo que yo miraba y oyese todo lo que yo oía. Dejaba pasar los días. Tenía la certeza de que muy pronto la vería de nuevo, de que algo importante iba a suceder de modo irremediable. Desde la ventana de la habitación yo veía los árboles desnudos bajo los que Serena y yo habíamos hablado. Me acordaba de la mano del soldado en la espalda de la mujer. Y entonces escribía, escribía algunos papeles que después he ido copiando en estos cuadernos. Todos llenos de faltas de ortografía. Escribía para leer cómo había sido aquel tiempo y cómo había sido yo en aquel tiempo, para leerlo muchos años después, cuando la guerra hubiera acabado y yo ya conociera el rumbo de mi destino.
Pasados aquellos párrafos, volvía el verbo de Sintora a retorcerse, a hacerse cerrado para hablar de sus sueños, de bombas que estaban a punto de estallar porque su espoleta era mi corazón, un reloj que las mantenía vivas, o de cómo el tiempo se enroscaba en espiral, igual que los pétalos de una rosa, y se tocaban los años y los siglos. Y al final de esos pasajes hablaba de la boda de la Ferrallista y el Torpedo Miera, el enano altivo que, con una jerga medio italiana, siempre estaba hablando de Nápoles, de Roma y de los triunfos que allí había tenido.
Fue un día de sol, y cuando Sintora llegó con Doblas y Ansaura de los hangares del Centro Mecanizado, en el jardín de la Casona ya habían empezado los preparativos de la ceremonia. La Ferrallista y una amiga suya que siempre iba cargada de bombas de mano y exabruptos, Rosita la Dinamitera, estaban colgando de los árboles unas tiras de trapos que les habían dado las costureras, casi todos marrones y de tela basta, y era como si de pronto a los árboles les hubieran salido unas hojas largas y ya secas. Unos cuantos soldados estaban sacando mesas de la cantina. Enrique Montoya estaba asomado a una ventana:
– Un momento gososo, compañeros -gritó al ver a sus amigos-. La Ferrallista sienta cabesa.
Ansaura, el Gitano, se quedó mirando muy fijo todo aquello. Una boda, dijo pasándose por la mejilla una mano de uñas negras. Amalia, susurró, y luego una cifra que nadie pudo saber cuál era. Entraron en la Casona y Montoya se reunió con ellos, y allí estuvieron bebiendo, asomándose de vez en cuando Montoya por la ventana para seguir los preparativos. Qué manera de trabajar, son hormigas, el Torpedo Miera es el sángano, ni se le ha visto en todo el día, decía, a lo mejor está escondido, pensándoselo mejor, il piccolo enano. Oyeron el ruido de un coche, tocaba el claxon con aire festivo. Ahí llega el señor Lalechequemamaste, seguía hablando Montoya, la Ferrallista tampoco está, habrá ido a engalanarse, ahora la que hase de abeja reina es la Dinamitera, mandando cambiar las mesas de sitio y dando órdenes, igual que si todavía estuviese poniendo dinamita en Asturias, al que se descuide le lansa una granada en los huevos.
Los jardines de la Casona empezaron a llenarse de gente, había algunos civiles vestidos de domingo. ¿Tendrá familia en Madrid la Ferrallista o serán parientes del enano? Oye, Visente, ¿los enanos tenéis familia?, le preguntó Montoya a Visente, que en ese momento llegaba acompañando al teniente Villegas y al cabo Solé Vera. El enano, que como siempre iba vestido de negro aunque con una chaqueta algo más nueva y con las ondas del flequillo recién peinadas sobre la preñez de la frente, ni siquiera le contestó. Siguió ajustándose el detente en medio del pecho, y sólo al rato, cuando ya salían todos hacia el jardín, le dijo el enano a Montoya, cogiéndolo por el borde inferior del chaquetón:
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