Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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– ¿Qué haces aquí?

Y Sintora no contestó. Ella lo sabía. Yo se lo estaba diciendo con mi silencio y ella me lo estaba diciendo con sus ojos. Lo sabía. Y me sentí como si hubiera llegado a un lugar remoto y conocido después de un viaje muy largo, de muchos años. Supe que había nacido para estar allí.

– Vete para adentro -le señaló Serena con los ojos la Casona, las luces de las ventanas-. Vete.

Empezó a andar deprisa y Sintora se fue a su lado. Caminaron unos metros, callados.

– Yo -dijo él.

Y Serena Vergara se detuvo, con brusquedad. Se cerró con ambas manos las solapas del abrigo:

– Tú, qué.

– Yo, si tú estás enfrente, si tú estás cerca de mí, todo cambia.

– Tú eres un niño. Y no sabes nada.

– Soy un hombre. Los niños no van a la guerra.

– Los hombres y la guerra. Niños jugando a matarse.

– Los niños no van a la guerra y si van o la hacen da igual. No te escondas en las palabras. Soy, siento como un hombre, como muchos, como muchos hombres no han sentido nunca.

– Nos van a ver -Serena miró hacia las luces de la Casona, a la puerta oscura del taller. Volvió a andar. Sintora a su lado-. Vete.

– Sé lo que estoy diciendo. Y también sé lo que te falta, lo que no tienes.

– Tú -aceleró más el paso Serena Vergara, torció la cabeza, casi fingió que sonreía.

– Yo.

– Tú lo sabes.

Avanzó más rápido Sintora y se detuvo delante de ella. Acababan de doblar la verja de la Casona:

– Yo no quiero nada, sólo quería decírtelo, que lo supieras. Que supieras que soy como esos árboles en medio del invierno, aguantando la lluvia y el frío, sin hojas -le empañaba la lluvia las gafas a Gustavo Sintora, y del flequillo, revuelto y húmedo, le caía una gota como si de verdad fuera un árbol y el agua resbalara mansa por su corteza-. Que estoy vacío y lejos de todo, más lejos y más vacío porque tú existes, y estás lejos. -Se miraron-. Quería decírtelo, que lo supieras. Aunque sé que ya lo sabías.

– Y tú, ¿sabes que estoy casada, y que debo de tener quince o veinte años más que tú? -lo miró extrañada, Serena-. ¿De dónde sales tú, ahora?

El agua caía sobre la llama y la hacía blanda, el viento oscilaba y las brasas se volvían esponja. Un calor que no llegaba, y de los ojos y por la cara le caía lluvia como si le llorase la piel, y seguía mirándome. Mirando mi silencio y cómo yo la miraba bajo el viento y los árboles que se estremecían dentro de mis huesos.

– Anda, vete. Vete. Estás -negó con la cabeza-, estás empapado -extendió la mano Serena, casi le rozó el cuello del capote, viejo y mojado, pero la mano hizo un dibujo lento en la noche y volvió a ella, a su cuerpo-. Vete y olvídate de todo.

– No te olvides tú -dijo Sintora, y se quedó allí, en la entrada de la Casona, con un temblor que no venía sólo del frío, sino de lo hondo de su cuerpo.

Y sólo cuando vio perderse la silueta de Serena Vergara en la oscuridad, su abrigo y sus pasos, se puso él en movimiento, y muy despacio, crujiendo sus pies en la grava del jardín, se acercó a la Casona, a aquel rumor que ya desde la puerta le resultaba conocido y le traía el olor rancio del tabaco, un tufo de humedades y ropa sucia que se mezclaba con vino derramado y que llevaba asociado un vocerío en el que se cruzaban notas perdidas de música, risas y el conato de alguna discusión.

– Mira, la leche que mamaste. No sabía yo que eras tú de Málaga -lo recibió Paco Textil, con su gorra de vaina echada sobre la frente y la cicatriz bailándole al compás de la borrachera-. La leche que mamó. Que yo, yo, este pedazo de cuerpo, soy de Ronda, y uno de Sanidad, que se llama Juanito Mares, también. De Ronda.

De Málaga, la leche que mamó, repitió el Textil, entonces a Enrique Montoya, mientras le entregaba una carta a Sintora. Cogió el joven soldado el sobre, cuajado de matasellos y de tintas despintadas, arrugado por los bordes. Y en medio de él reconoció la letra torpe y temblorosa de su madre.

– ¿Y esto?

– El teniente Villegas te la ha procurado. ¿Qué tú te crees? El teniente Viguellas nunca se descuida de los suyos. De Málaga -lo señalaba el Textil-. Míralo, Montoya, al niño.

– Ha llegado el correo de la Cruz Roja. La ha traído el teniente Villegas para ti. A mí se me ha muerto un gato que se llamaba Perro. Seguro que se lo han comido los vesinos. Mi abuela, que nunca se va a morir, le desía Gato. Por provocar, provecta, coja falsa, la vieja -le explicó Enrique Montoya mostrándole un sobre arrugado que volvió a meterse en un bolsillo del chaquetón-. A ella nunca se la van a comer los vesinos, ni nadie. A mi abuela. El moño de nueve vueltas, el carácter de noventa y nueve.

– La leche que mamaste tú también, Montoya -se reía el Textil, llorando.

– Me voy a ir a Fransia y se va a venir conmigo. Es inmortal la vieja. Para mí hoy todo son desgrasias.

Se apresuró Sintora a abrir el sobre. Manchó de agua la carta y se corrió la tinta de las primeras líneas. Se quitó el capote, y bajo él le quedaron manchas de humedad. Entre los borrones del agua, Sintora leyó algunas palabras sueltas. Estoy viva, todos, en la carretera, perdidos, de saver de ti. Y siguiendo la letra picuda y temblorosa, ya donde el agua no había emborronado la tinta, Sintora fue entendiendo que su familia había regresado a Málaga y que a él y a su hermana pequeña los dieron por muertos. «Pero undia por la mañana que estava lloviendo unhombre grande llamo a la puerta y dijo que venia de la carretera de Almería y que en esa se abia encontrado a unaniña que estava llorando porque abia perdido a su hermano en el bonbardeo y el se la abia llebado. Cuando los italianos llegaron dando pan y diciendo que no iban a matar anadie el se volvió a Malaga y se trajo a la niña, que la tenia en la esquina con una hermana sulla. Era el hombre calvo grande y llorava de ver como la niña se me abrazo a la falda y llorava, y decia tunombre Gustavo.»

Se recostó Sintora contra el respaldo de madera de la silla y miró a la gente que deambulaba por la Casona, el humo, las risas, el faquir Ramírez y el mago Pérez Estrada. Sentí ganas de levantarme y abrazarlo, al faquir, porque era maravilloso atravesarse el cuerpo con punzones y vencer el dolor, sentí ganas de acercarme al mago y decirle que nunca se cansara de sacar palomas blancas de todos los rincones y de todos los muertos, porque el vuelo de las palomas llegaría a alguna parte, porque el vuelo lleva al vuelo.

– Son buenas las notisias, Sintorita, o pasa algo de gravedad -lo miraba con las cejas levantadas Montoya.

– Muy buenas -le costaba hablar, estaba fatigado-. Mi hermana, y mi madre y mi familia, están bien, todos. Han vuelto a la casa.

– A Málaga -sonrió el Textil-. Es paisano mío, Montoya. ¿Dónde andas, Sintorita? Que parece que te han dado noticias de luto. Cómo se ha quedado.

Sonrió Sintora, y se inclinó para acabar de leer las palabras de su madre, la despedida, los deseos de reunirse, de salud y de tener noticias suyas. Dobló el papel con cuidado, lo metió en el sobre y lo dejó sobre la mesa, justo cuando el cabo Solé Vera llegaba del mostrador con unas botellas de vino bajo el brazo.

– Cabo Solé. A nuestro paisano también le ha traído el teniente buenas noticias buenas -señaló a Sintora el Textil a la par que cogía una botella.

Me miró el cabo preguntándome sólo con la vista y al ver cómo yo afirmaba sonrió enseñando los dientes, grandes y parejos. Me puso un vaso delante y me dio con la mano, con la nicotina amarilla de los dedos, en la cara. Vamos a beber por los tuyos y por los míos.

– Al cabo le han dicho en la carta que ha tenido una hija -señaló con el índice el Textil al cabo Solé Vera, mi padre.

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