Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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– ¿Qué haces aquí?
Y Sintora no contestó. Ella lo sabía. Yo se lo estaba diciendo con mi silencio y ella me lo estaba diciendo con sus ojos. Lo sabía. Y me sentí como si hubiera llegado a un lugar remoto y conocido después de un viaje muy largo, de muchos años. Supe que había nacido para estar allí.
– Vete para adentro -le señaló Serena con los ojos la Casona, las luces de las ventanas-. Vete.
Empezó a andar deprisa y Sintora se fue a su lado. Caminaron unos metros, callados.
– Yo -dijo él.
Y Serena Vergara se detuvo, con brusquedad. Se cerró con ambas manos las solapas del abrigo:
– Tú, qué.
– Yo, si tú estás enfrente, si tú estás cerca de mí, todo cambia.
– Tú eres un niño. Y no sabes nada.
– Soy un hombre. Los niños no van a la guerra.
– Los hombres y la guerra. Niños jugando a matarse.
– Los niños no van a la guerra y si van o la hacen da igual. No te escondas en las palabras. Soy, siento como un hombre, como muchos, como muchos hombres no han sentido nunca.
– Nos van a ver -Serena miró hacia las luces de la Casona, a la puerta oscura del taller. Volvió a andar. Sintora a su lado-. Vete.
– Sé lo que estoy diciendo. Y también sé lo que te falta, lo que no tienes.
– Tú -aceleró más el paso Serena Vergara, torció la cabeza, casi fingió que sonreía.
– Yo.
– Tú lo sabes.
Avanzó más rápido Sintora y se detuvo delante de ella. Acababan de doblar la verja de la Casona:
– Yo no quiero nada, sólo quería decírtelo, que lo supieras. Que supieras que soy como esos árboles en medio del invierno, aguantando la lluvia y el frío, sin hojas -le empañaba la lluvia las gafas a Gustavo Sintora, y del flequillo, revuelto y húmedo, le caía una gota como si de verdad fuera un árbol y el agua resbalara mansa por su corteza-. Que estoy vacío y lejos de todo, más lejos y más vacío porque tú existes, y estás lejos. -Se miraron-. Quería decírtelo, que lo supieras. Aunque sé que ya lo sabías.
– Y tú, ¿sabes que estoy casada, y que debo de tener quince o veinte años más que tú? -lo miró extrañada, Serena-. ¿De dónde sales tú, ahora?
El agua caía sobre la llama y la hacía blanda, el viento oscilaba y las brasas se volvían esponja. Un calor que no llegaba, y de los ojos y por la cara le caía lluvia como si le llorase la piel, y seguía mirándome. Mirando mi silencio y cómo yo la miraba bajo el viento y los árboles que se estremecían dentro de mis huesos.
– Anda, vete. Vete. Estás -negó con la cabeza-, estás empapado -extendió la mano Serena, casi le rozó el cuello del capote, viejo y mojado, pero la mano hizo un dibujo lento en la noche y volvió a ella, a su cuerpo-. Vete y olvídate de todo.
– No te olvides tú -dijo Sintora, y se quedó allí, en la entrada de la Casona, con un temblor que no venía sólo del frío, sino de lo hondo de su cuerpo.
Y sólo cuando vio perderse la silueta de Serena Vergara en la oscuridad, su abrigo y sus pasos, se puso él en movimiento, y muy despacio, crujiendo sus pies en la grava del jardín, se acercó a la Casona, a aquel rumor que ya desde la puerta le resultaba conocido y le traía el olor rancio del tabaco, un tufo de humedades y ropa sucia que se mezclaba con vino derramado y que llevaba asociado un vocerío en el que se cruzaban notas perdidas de música, risas y el conato de alguna discusión.
– Mira, la leche que mamaste. No sabía yo que eras tú de Málaga -lo recibió Paco Textil, con su gorra de vaina echada sobre la frente y la cicatriz bailándole al compás de la borrachera-. La leche que mamó. Que yo, yo, este pedazo de cuerpo, soy de Ronda, y uno de Sanidad, que se llama Juanito Mares, también. De Ronda.
De Málaga, la leche que mamó, repitió el Textil, entonces a Enrique Montoya, mientras le entregaba una carta a Sintora. Cogió el joven soldado el sobre, cuajado de matasellos y de tintas despintadas, arrugado por los bordes. Y en medio de él reconoció la letra torpe y temblorosa de su madre.
– ¿Y esto?
– El teniente Villegas te la ha procurado. ¿Qué tú te crees? El teniente Viguellas nunca se descuida de los suyos. De Málaga -lo señalaba el Textil-. Míralo, Montoya, al niño.
– Ha llegado el correo de la Cruz Roja. La ha traído el teniente Villegas para ti. A mí se me ha muerto un gato que se llamaba Perro. Seguro que se lo han comido los vesinos. Mi abuela, que nunca se va a morir, le desía Gato. Por provocar, provecta, coja falsa, la vieja -le explicó Enrique Montoya mostrándole un sobre arrugado que volvió a meterse en un bolsillo del chaquetón-. A ella nunca se la van a comer los vesinos, ni nadie. A mi abuela. El moño de nueve vueltas, el carácter de noventa y nueve.
– La leche que mamaste tú también, Montoya -se reía el Textil, llorando.
– Me voy a ir a Fransia y se va a venir conmigo. Es inmortal la vieja. Para mí hoy todo son desgrasias.
Se apresuró Sintora a abrir el sobre. Manchó de agua la carta y se corrió la tinta de las primeras líneas. Se quitó el capote, y bajo él le quedaron manchas de humedad. Entre los borrones del agua, Sintora leyó algunas palabras sueltas. Estoy viva, todos, en la carretera, perdidos, de saver de ti. Y siguiendo la letra picuda y temblorosa, ya donde el agua no había emborronado la tinta, Sintora fue entendiendo que su familia había regresado a Málaga y que a él y a su hermana pequeña los dieron por muertos. «Pero undia por la mañana que estava lloviendo unhombre grande llamo a la puerta y dijo que venia de la carretera de Almería y que en esa se abia encontrado a unaniña que estava llorando porque abia perdido a su hermano en el bonbardeo y el se la abia llebado. Cuando los italianos llegaron dando pan y diciendo que no iban a matar anadie el se volvió a Malaga y se trajo a la niña, que la tenia en la esquina con una hermana sulla. Era el hombre calvo grande y llorava de ver como la niña se me abrazo a la falda y llorava, y decia tunombre Gustavo.»
Se recostó Sintora contra el respaldo de madera de la silla y miró a la gente que deambulaba por la Casona, el humo, las risas, el faquir Ramírez y el mago Pérez Estrada. Sentí ganas de levantarme y abrazarlo, al faquir, porque era maravilloso atravesarse el cuerpo con punzones y vencer el dolor, sentí ganas de acercarme al mago y decirle que nunca se cansara de sacar palomas blancas de todos los rincones y de todos los muertos, porque el vuelo de las palomas llegaría a alguna parte, porque el vuelo lleva al vuelo.
– Son buenas las notisias, Sintorita, o pasa algo de gravedad -lo miraba con las cejas levantadas Montoya.
– Muy buenas -le costaba hablar, estaba fatigado-. Mi hermana, y mi madre y mi familia, están bien, todos. Han vuelto a la casa.
– A Málaga -sonrió el Textil-. Es paisano mío, Montoya. ¿Dónde andas, Sintorita? Que parece que te han dado noticias de luto. Cómo se ha quedado.
Sonrió Sintora, y se inclinó para acabar de leer las palabras de su madre, la despedida, los deseos de reunirse, de salud y de tener noticias suyas. Dobló el papel con cuidado, lo metió en el sobre y lo dejó sobre la mesa, justo cuando el cabo Solé Vera llegaba del mostrador con unas botellas de vino bajo el brazo.
– Cabo Solé. A nuestro paisano también le ha traído el teniente buenas noticias buenas -señaló a Sintora el Textil a la par que cogía una botella.
Me miró el cabo preguntándome sólo con la vista y al ver cómo yo afirmaba sonrió enseñando los dientes, grandes y parejos. Me puso un vaso delante y me dio con la mano, con la nicotina amarilla de los dedos, en la cara. Vamos a beber por los tuyos y por los míos.
– Al cabo le han dicho en la carta que ha tenido una hija -señaló con el índice el Textil al cabo Solé Vera, mi padre.
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