Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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Gustavo Sintora fue conociendo a la gente que vivía en la Casona. Y muy pronto empezó a decirle al Textil, La leche que mamaste, ¿dónde andas, Textil? Y el Textil, torciendo con una sonrisa la cicatriz que le bajaba del ojo, respondía, La leche que mamó, el niño, las gafas que se ha echado ¿lo habéis visto?, y le decía a Sintora que se sentase con él si estaba en la cantina, o fingía que le disparaba con los dedos si iba en su coche de morro largo y con las letras UHP mal pintadas en la puerta y en el motor.

Conoció al mago Pérez Estrada y al novillero Ballesteros. Y también al enano que siempre iba vestido de negro y al que todos llamaban Visente en honor a la pronunciación de Enrique Montoya, y al faquir Ramírez, que era un hombre triste al que no le gustaba su oficio, que había sido chatarrero y que para salir de la miseria poco antes de empezar la guerra, al ver en un escaparate unas estampas de unos hindúes traspasados de alfileres se puso a razonar sobre su escasa sensibilidad a los martillazos, cortes y perforaciones ocasionados por su trabajo y empezó a clavarse agujas y a masticar trozos de chatarra y metal, primero para los amigos, ganándoles apuestas, y luego en cafés y salas de espectáculos del Madrid nocturno, con unos bigotes postizos para que no lo reconocieran y que ahora llevaba siempre en los bolsillos de la ropa, poniéndoselos nada más que en los pueblos y teatros donde pensaba que lo podía ver alguna amistad de su madre, por guardarle la memoria, decía él. Y lo hacía todo con mucha tristeza, moreno y con los ojos hundidos, la nariz larga y también triste, acordándose de su madre muerta y de los cuidados que ella siempre le había procurado, viéndose ahora como carne de un espectáculo que a él le parecía miserable y lamentándose de los males que aquellas tareas algún día le acarrearían a su salud, que siempre era débil y desde su infancia andaba resentida con unos catarros crónicos, vértigos y náuseas que ahora sólo tenían el consuelo del enano Visente, su amigo costurero que a pesar de enano y de haber sido seminarista, a pesar de que a cada paso andaba santiguándose y en el pecho llevaba un recorte de tela con una estampa y el lema «Detente bala, el Sagrado Corazón está conmigo», tenía el respeto de toda la gente de la Casona.

Y a la miliciana Sarah de Boston, y a la torera Nuria Velarde, y al rapsoda y ventrílocuo Domiciano del Postigo, conoció Gustavo Sintora en sus primeros días en la Casona. Y una mañana, al salir del edificio, en la misma escalinata donde la había visto el primer día, se cruzó con Serena Vergara, que entonces llevaba un vestido de flores pequeñas y amarillentas, y los labios, y a la luz del día por la cara se le veían huellas de pecas, restos de fuego derramado de las pupilas, el pelo casi pelirrojo, y fue ella la que le habló:

– Tú eres.

Sintora pensó en Montoya, en los días que la había visto de lejos, por los jardines de la Casona. Y ella, soplo del viento sobre las llamas, siguió diciendo, con la duda:

– Tú eres, el nuevo.

Y sonrió, abiertos los labios. Los ojos limpios. Mirándome. Los dos detenidos en la escalinata. Pensé en las palabras de Montoya: No existe. Pero en ese momento quien de verdad no existía era Montoya. Corrons.

– Así, como ahora llevas gafas, no sabía si eras tú.

– Sí. Me llamo Gustavo Sintora - sí existía, y yo existía, y mi voz era mi voz, y ella me miraba, y sonreía, y el arco suave de las cejas se le hacía más alto y a los ojos le entraba más luz.

– Sí -dijo ella-. ¿Y estás bien?

– Sí, señora.

– Señora -abrió todavía más la sonrisa y siguió andando, volvió a andar y aquel campo de girasoles que había en su vestido se estremeció y fue como si la tierra se levantara de la tierra y volase, los campos y los árboles y la tierra y el mundo que llevaba en su cuerpo.

Señora, pareció repetir ya dentro del edificio. Y Sintora bajó la escalinata sin saber que la bajaba, empezó a notarse la respiración. Vio la cara de Corrons y supo que aquel hombre nada tenía que ver con ella, con esa mujer. Volvió a ver su sonrisa pero esta vez, con la imagen de los labios estirados le vino una oleada de negrura. De nuevo oyó las palabras de Montoya refiriéndose a él, un perro perdido, alguien que nunca podría significar nada para ella. Y de pronto la sintió lejos, una extraña, igual que las mujeres que veía desde el camión. Y se sintió libre, Sintora, atravesando el jardín abandonado de la Casona. Y pensó, No existe.

Pero en el tiempo que siguió a aquella mañana, Sintora comprobó que Serena Vergara sí existía. Lo comprobó al verla pasar en el comedor, y en el taller, en la nave de la costura, un día que entró con el enano Visente para recoger el traje de un cantante, al levantar la vista y ver cómo sus ojos miraban sus ojos, ella ya sin sonreír. Y también lo supo una tarde, cuando viajaba en la caja del camión con Ansaura y la vio caminando por la acera, entre los árboles.

El abrigo color remolacha. Lloviznaba. El cabo Solé Vera detuvo el camión y Sintora oyó la voz del cabo llamándola, y ella, Serena, se agarró las solapas del abrigo y corrió hacia el vehículo, hacia la cabina. Sus miradas se cruzaron cuando pasó bajo el camión. Sintora oyó cómo se abría la puerta y ella subía al vehículo. Y pegado a la caja estuvo sintiendo la presencia de ella al otro lado de la madera y del metal de la cabina, sabía que estaba allí, que existía y respiraba, que su piel estaba dejando su calor en el asiento del camión y que su cuerpo vibraba al mismo compás que el suyo.

Y fue en esos días cuando Gustavo Sintora salió a hacer su primer transporte de espectáculos. Salieron los dos camiones del destacamento. En uno iban el cabo Solé Vera y Doblas llevando detrás a Sintora, al mago Pérez Estrada y a dos músicos, Martínez el trompetista y otro al que le decían Lobo Feroz por lo pacífico que era y porque nada más que sabía tocar el xilófono y hacer acompañamiento con maracas. Y en el otro camión, que conducía Ansaura, iban en la cabina Salomé Quesada con sus cejas corridas que parecía que se las había pintado el falsificador Sebastián Hidalgo, y el teniente Villegas, y en la caja llevaban a un cantante joven, Arturo Reyes, que había llegado a la Casona unos días después que Sintora y que tenía palidez de muerto, los ojos hundidos y toda la sangre del cuerpo agolpada en el bermellón de los labios. Y con él iban otros dos músicos y Enrique Montoya, que igual que Sintora, hacía de escolta y debía viajar con el fusil montado, sólo que Montoya lo llevaba tirado por el suelo del camión, revuelto entre unas mantas, descargado y con las balas metidas en los bolsillos del pantalón.

Mientras estaba en el jardín de la Casona cargando el camión, Sintora estuvo observando la entrada del taller de costura. Pero sólo vio a Paco Textil, que detuvo su coche al lado del camión y asomado por la ventanilla, le dijo, La leche que mamaste, Sintora, qué envidia, con los artistas, a ver cuándo los del destacamento me lleváis de espectáculo, yo todo el día aquí encerrado viendo tricotar, o en casa del Marqués, haciendo cuentas como una mona.

Y se fueron los dos camiones, salieron de Madrid y llegaron a un pueblo de casas oscuras que tenía una plaza cuadrada con banderas en los balcones. En medio de la plaza había un entarimado que parecía un patíbulo pero que era un escenario. El escenario en el que, al caer la noche, cuando los balcones y la plaza entera se llenaron de gente, actuaron el mago Pérez Estrada, que con cierta desgana sacó de los pliegues de su capa varias palomas y de dentro de su boca una cadena de pañuelos, todos blancos, los pañuelos y las palomas. Saca un pollo al chilindrón, mago Pérez, Y a mí sácame una prima que tengo en Cuenca y es muy puta, se reía un grupo de milicianos sentados en el suelo de la plaza. También actuaron, primero por separado y luego a dúo, los cantantes Arturo Reyes, delgado y con voz de flauta, Maricón, le gritaba la tropa, y Salomé Quesada, que imponía el silencio con su voz y su mirada a pesar de que llevaba un vestido, con lentejuelas entre azul y verde, que era casi todo escote y había empezado tarde su número, amenazando con suspenderlo por lo indecoroso del camerino, que tenía arañas en el techo y trozos de pared derrumbados por la humedad.

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