Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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– ¿Cómo estáis mis hombres de los camiones?

Dentro de la alegría la voz tenía un peso de tristeza y los ojos, antes de que se me pusieran borrosos en mis ojos, a pesar del reflejo de la candela, también tenían sombras y sótanos y oscuridad y yo habría querido bajar las escaleras de aquel sótano, perderme hacia abajo, hacia adentro y vi cómo movía los labios, y hablaba.

– ¿Dónde os habéis dejado al Gitano?

– Éste es Sintora. Nuevo -le dijo el cabo Solé Vera a Serena Vergara señalando al soldado de la mirada borrosa-. El Gitano está en la puerta. Con Corrons.

Desvió la vista Serena Vergara, un viento frío le pasó por la cara antes de que recobrara la sonrisa y volviese a mirar a Sintora. Tan joven, parece que dijo. Tan joven, oí que decía desde el centro de una hoguera, no sé si una voz o el viento del fuego. Y en seguida dio la vuelta a aquella especie de mostrador, y desde dentro empezó a sacar bultos y fardos de ropa atada con cuerdas, uniformes de tela áspera como los que había en las hornacinas. Doblas agarró varios fardos por las cuerdas y se los cargó a la espalda. Resoplando con más ruido del habitual y sin decir nada empezó a andar hacia la puerta. Vamos a practicar el castigo bíblico, las ordenansas, le dijo Enrique Montoya a Sintora a la par que se agachaba delante del mostrador para cargar sobre los hombros un par de bultos. Lo imitó Sintora, y tambaleándose miró por última vez a la mujer del pañuelo abierto, que le dedicó una sonrisa y luego, con una mueca de pena, dijo, ahora sí con la voz clara, Qué crimen, tan joven. Si es un niño.

Fueron caminando hacia la salida. Dale duro, Montoya, gritó una voz infantil desde las filas de las máquinas de coser. Era el enano vestido de negro que la noche anterior intentaba serenar al faquir mientras se metía la cuchara por la nariz y que ahora, mientras cosía de pie ante una de aquellas máquinas, los miraba pasar con una sonrisa abierta, pálido y vestido con la misma ropa oscura. Visente, respondió Montoya a modo de saludo. A sus órdenes mi cabo, dijo el enano al cabo Solé Vera, llevándose el brazo corto y doblado a un lado de la frente, abultada y llena de huesos.

En la puerta no estaban Ansaura ni Corrons. Doblas, que ya había bajado la puerta trasera del camión, fue echando dentro los fardos de ropa, y ya estaba a punto de volver a levantar la portezuela cuando el cabo le ordenó que la dejara abierta:

– Me parece que es un viejo -añadió el cabo mirando hacia un lateral del edificio.

Y por allí aparecieron Ansaura y Corrons. En medio de ellos venía un hombre mayor y muy delgado. El celeste de los ojos casi blanco y una calva huesuda sobre la que le bailaban unas cuantas canas largas y lacias. Iba vestido con un mono azul.

– Venga para arriba -dijo Corrons a la vez que agarraba por un brazo al viejo y, a la par que Ansaura lo cogía por el otro, lo alzaban hasta la caja del camión.

Nos vamos de viaje, reverendo, dijo Enrique Montoya subiendo de un salto al lado del hombre tembloroso que nada más hacía mirar para arriba, el cielo, deslumbrado por la luz. Yo supe lo que era. Yo supe que era un cura antes de que Montoya le dijese reverendo. Era un cura y lo tenía escrito en la forma de andar, en el temblor que tenía en el cuerpo y en el olor que echaba a cura. Y pensé que iban a querer que yo lo matara, para que dejase de ser un niño, como ellos me decían y como me había dicho la mujer con los ojos y la melena de fuego. Y miré la pistola que el cabo Solé Vera tenía colgando de la cintura, por debajo del chaquetón de cuero. Miré la pistola con la empuñadura negra y el cabo miró cómo yo la miraba. Y no me tuvo que hacer ninguna señal para ordenarme que subiera al camión, a la cabina.

Atrás, en la caja, con Montoya y el viejo, subió Ansaura. Corrons se quedó en la puerta del edificio, andando muy despacio detrás de la estela del camión, mirando cómo el vehículo se alejaba lento y cabeceando por la grava. Gustavo Sintora lo vio hacerse pequeño en el temblor del espejo.

Madrid era un pueblo gris y desbaratado, unas calles en las que rebotaban mis huesos en los adoquines del camión. Yo veía pasar otros camiones y pensaba que todos los camiones eran el camión en el que yo viajaba. En todos los camiones iban un cabo Solé Vera, un Doblas y un cura tembloroso y con olor a miedo y a cura. Madrid era una tumba que todavía no quería saber que era una tumba, era un nombre, seis letras por las que avanzaba mi cuerpo como avanza un caracol por el borde de una navaja de afeitar.

Con un bufido ronco remontó el camión una calle en cuesta. Dejaron atrás unas casas con verjas y jardines y el cabo Solé Vera detuvo el vehículo delante de una casa con las ventanas tapiadas y en cuya fachada, encima del portal, tenía el relieve de un león con la boca abierta en un rugido de mármol.

– No para de temblar, lleva el terromoto de San Fransisco en el esqueleto -oyó Sintora la voz de Montoya mientras bajaban del camión-. Míralo. Si no nos damos prisa nos va echar una cacota, el amable párroco.

Enrique Montoya y Ansaura, el Gitano, estaban bajando al viejo, que sacudía la cabeza de un lado para otro y tiritaba más que antes. Parecía que quisiera salirse de su cuerpo con los temblores.

– Se nos va a morir y no va a valer nada -protestó Ansaura, los ojos destilando negrura. Y traqueteando al viejo, le dijo-: Te juro que te metía una bala dum-dum por la boca, pero no te voy a matar. Tira para adelante, viejo, y no te mueras.

– No te mueras que te mato, amenasa, Ansaura, el Gitano -sentenciaba Montoya.

– Arriba -ordenó mi padre mirando la casa del león.

La del león era la casa del Marqués. Sintora dejó escrito en sus papeles de la guerra y en los cuadernos que años después escribió cómo era la casa aquella, con un ascensor que entre las tripas de una red metálica subía con un crujido de cadenas y un traqueteo que siempre parecía anunciar su desplome. Es por lo de las estatuas que al principio de la guerra sacaron de la casa, pesaban toneladas y ahora son del pueblo o de algún hijo del pueblo que se las quedó para venderlas, le dijo Montoya a Sintora mientras subían y el joven soldado miraba a su alrededor, apercibiéndose de lo que meses o años después escribiría: Escombros y suciedad por las escaleras. Había dos hombres con cananas de cartuchos y balas que jugaban a las cartas en el descansillo de la planta principal. Tosían y fumaban delante de una puerta de madera oscura, labrada. Detrás de ella, pasillos y salones con suelo de arlequín. En la pared, cuadros y señales de cuadros que ya no estaban, y todo olía como olían los ricos, a madera vieja y a un perfume que yo nunca había olido nada más que al bajarme del tranvía por las noches y pasar por debajo de las casas de El Limonar, donde las flores de los ricos tenían un olor más limpio que el de las macetas de mi madre, y de sus ventanas, además del olor de las flores, bajaba un aire tibio que era el mismo olor que dejaban a su paso aquellas mujeres con tacones, zapatos que marcaban en las aceras el eco del dinero que yo iba pisando con mis alpargatas detrás de ellas, cubriendo sus huellas, haciendo yo un ruido que no era ruido, el sonido blando de los pobres.

Por la casa vio Gustavo Sintora a dos hombres y una mujer mayor, vestidos con monos como el del viejo que ellos llevaban o con ropas viejas que se veía que no eran suyas. Con ellos estaba una joven con los ojos muy negros y el pelo casi rapado, hermosa. Sintora supuso que también serían curas o falangistas, las mujeres quizá monjas. También vio a otros dos hombres armados muy parecidos a los que había en la entrada, uno tumbado en un sofá y el otro rascándose de las botas un barro seco y rojo con una bayoneta oxidada. Los miraron pasar. Hacían ruido las armas dentro de la casa, al rozarse contra las paredes, al crujir ellas solas, haciendo la digestión de la pólvora y el fuego. Los hombres del destacamento y el cura llegaron a una habitación con el suelo de madera y las paredes forradas de libros.

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