Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo
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Y cuando la luz del día ya despuntaba empezaron a despegar los aeroplanos y a desaparecer con su zumbido ronco de aviones averiados por entre unas nubes que, al igual que los ojos de los rusos, también amenazaban con descargar nieve, sólo que ésta, de haber caído, habría sido una nieve sucia, manchados de barro los copos antes de tocar el suelo. Gustavo Sintora se quedó en la orilla de la pista, mirando los barracones vacíos en los que nunca parecía haber vivido nadie. Y cuando ya ni siquiera se oía el eco de los aviones, se puso a tocar la trompeta al lado del ruso que se llamaba Vania y del ruso que se llamaba Maslobóyev por ver si al oír la trompeta se levantaban como habían hecho días atrás. O quizá tocaba para despertarse él mismo del sueño de la guerra.
Pero nadie despertó. Sólo las ramas de los árboles se estremecieron, desnudas. Dejó atrás el campamento abandonado por los rusos, llegó a un pueblo en cuya entrada había un espantapájaros con sotana y un muerto desnudo que debía de ser el cura dueño de la sotana, colgando ambos del arco de una muralla, enganchado cada cual por un garfio que al espantapájaros le entraba por la joroba de paja y al cura por la boca de sangre. Había revuelo de militares. Metieron a Sintora en un camión con vacas y soldados y lo llevaron a Madrid, al destacamento del teniente Villegas.
Estuvo dos días sentado delante de la oficina cerrada del teniente. Los soldados y milicianos que por allí pasaban, llevando con ellos olor a pólvora y sudor, unos con fusiles y uniformes, otros heridos y con vendajes marrones, de sangre vieja, lo miraban extrañados y algunos le decían con sorna que el teniente andaba con Salomé Quesada, que estaba estudiándole la coreografía a la cantante. Y se encontraba allí, durmiendo en medio del pasillo, cuando notó que la puerta de Villegas se abría y que por encima de él alguien entraba en la oficina. Abrió los ojos y, borroso, vio a un hombre alto, con gorra de plato bajo el brazo, bigote fino y una fusta de cuero usado aliñando el primer uniforme impecable que Gustavo Sintora veía en toda la guerra. Cuando el oficial ya estaba a punto de cerrar la puerta, Sintora le cogió el pantalón y le dijo que estaba esperando al teniente Villegas, si era él. Si es usted, mi teniente, le preguntó. Tiró el oficial con suavidad para soltar el pellizco que el otro todavía le tenía cogido y, alisándose la tela, calibrando una posible arruga qué no se había producido, le hizo un gesto con la cabeza, ordenándole con la frente recién peinada que entrara.
El despacho estaba lleno de carteles y fotos de toreros y artistas. Había el retrato de un novillero con un pañuelo al cuello, un pañuelo que por el gris oscuro de la foto, debía de ser rojo. El novillero se llamaba Rafalito Ballesteros y, según rezaba en el pasquín en el que estaba metido su retrato, en el frente de Guadalajara había toreado nueve novillos en una tarde. Tenía un garabato al pie de la fotografía, una firma y el nombre de Villegas, una especie de dedicatoria con una letra que parecía la letra de los rusos. Había dos enanos equilibristas que andaban por un alambre y llevaban en la mano una sombrilla estampada de flores, unos hombres con turbantes y unas túnicas a las que se les notaban los remiendos, un mago con capa blanca subido a lomos de un caballo también blanco. El cantante Miguel de Molina retratado de perfil, con la mirada mística y un sombrero cordobés que en la foto parecía de plata, a lo mejor de aluminio, un tipo muy delgado con un bigote largo y lacio y un punzón atravesándole la cara de un lado a otro, medio sonriéndose a pesar del punzón y el hambre que se le adivinaba en los ojos más que en la abundancia de costillas y huesos del pecho. Al lado del faquir, que según decía el pie de la foto se llamaba Ramírez, estaba el retrato de una mujer que tenía un casquete del que salían unas plumas blancas y que sólo iba vestida con un corsé de piedras brillantes. Tenía las cejas negras y casi corridas y yo supe que ésa era la Salomé Quesada que me había tenido dos días en el pasillo, durmiendo en el suelo y comiéndome mi hambre.
Y mientras Gustavo Sintora, con la vista yendo y viniendo de las tinieblas a la nitidez, miraba todos aquellos retratos y carteles, el teniente Villegas, sentado detrás de su escritorio, miraba los documentos que tenía encima de la mesa, olvidado de la existencia de Sintora. Sólo al cabo de unos minutos, alzó la vista para preguntar:
– ¿Así que tú te llamas? Siéntate -miró otro documento-. Los Faraones antifascistas, cuadro flamenco y zambra gitana. Si no tienes en qué entretenerte, los días que quieras te vienes por aquí y miras estos papeles. ¿No te parece?
– Sí, mi teniente -dijo Sintora sin saber a qué contestaba-. Sintora, mi teniente.
– Y tú tendrás hambre, viniendo de donde vienes, que tiene que ser lejos. Por la pinta que traes. Y el olor -tenía los ojos serenos, Villegas, jugaba nervioso con los dedos en la mesa. Tamborileaba sin sonido.
– Por las vacas. Vengo de.
– No te preocupes, aquí vas a estar bien. Te acostumbrarás pronto -dijo, levantándose despacio, echando un último vistazo a los papeles que dejaba encima de la mesa.
Vamos, ordenó sin mirar a Sintora. Con la gorra bajo el brazo y la fusta azotándose suave la pierna, marchó por un laberinto de pasillos el teniente, el paso largo y rápido y Sintora caminando un par de metros atrás. Se intentaban levantar los heridos al paso del teniente Villegas, se cuadraban los sanos y a todos se les ponía una mirada de orgullo al verlo pasar, sin saludar él a nadie. Y ya en el comedor, un sótano que tenía las ventanas cerca del techo y con barrotes, me senté donde él me dijo que me sentara y me comí lo que él le dijo que me trajese a un hombre pequeño que tenía la frente cuadriculada de arrugas y las orejas muy despegadas del cráneo. Me miraba comer sin decir nada el teniente, como si en vez de mirarme a mí mirase un prado largo y unas montañas al fondo. Como si la guerra se hubiera acabado me miraba el teniente Villegas. Y cuando dejó de mirarme cortó un trozo de papel y a la par que escribía algo me dijo que fuese a los hangares de transporte y preguntase por el cabo Solé Vera.
El lugar al que llegaron los camiones era un jardín abandonado por el que los vehículos, entre setos medio calvos y árboles con aire de prehistoria, avanzaron royendo la grava. Al fondo del jardín había una casa grande que en la caída de la tarde parecía de color amarillento y tenía luces encendidas. Se bajaron los hombres de los camiones y mi padre, el cabo Solé Vera, iba andando delante, con su gorra de plato torcida y su chaquetón de cuero. Enrique Montoya fue corriendo tras él, con el traje de torero en la mano y dando explicaciones. Aquí está, Solé, nuevo. Impecable. Impoluto disfrás, como si no me lo hubiera puesto. Ansaura, el Gitano, caminaba al compás de Sintora, en silencio, y detrás de ellos iba Doblas, tragándose la noche con aquella respiración de animal cansado.
Al empezar a subir la escalera que daba entrada al edificio, mi padre se detuvo a hablar con una mujer que en ese momento salía. Enrique Montoya le hizo una reverencia y entró en el caserón antes de que Sintora, esquivando la espalda de mi padre, lo siguiera, aunque deteniéndose el recién llegado a mirar, borrosa por la penumbra y por la enfermedad de sus ojos, la cara de aquella mujer. Vio Sintora una melena corta, morena aunque con un resplandor rojizo, como si cerca de ella hubiese una hoguera, y vi unos ojos grandes que también parecían estar anocheciendo al lado de un fuego que no se sabe de dónde venía, y también vi un abrigo oscuro de color remolacha, un pañuelo al cuello, con dibujo verde en el burdeos del fondo, y una sonrisa de labios largos que parecían tener, en pálido, el color del abrigo. Entró Sintora en la casa dejando atrás a mi padre y a Serena Vergara, la mujer que el joven soldado llevaría tatuada a fuego el resto de sus días y por la que habría de perder todas las patrias. Atravesó un pasillo corto y al pronto fue como si todas las fotos que había visto en el despacho del teniente Villegas hubieran cobrado vida y, huidas de sus retratos y carteles, se hubiesen echado a andar por el mundo.
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