Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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– Lo que nos hacía falta era un niño de pañales. Se piensan que el destacamento de Villegas es el coño de la Charito. La última mierda.

El que hablaba era el hombre que venía de la oscuridad, el que tenía el flequillo cortándole la frente como un hacha de color negro. También tenía los ojos negros, y las manos, y las puntas de las uñas. Y los labios también tenían un tinte de carbón, oscuros y muy perfilados, y parecía que fuese la voz, que también era negra, la que le dejase un rastro de alquitrán en la boca. Era Ansaura, el Gitano, que no se sabía si era o no gitano pero al que todos llamaban Ansaura, el Gitano, y que, primero en un camión, luego a lomos de un mulo y al final cargada sobre sus propios hombros, habría de llevar por todos los frentes, por tierras empantanadas, por trincheras y pueblos devastados, una máquina de coser al lado de la cual acabarían fusilándolo mientras él pensaba en su mujer y murmuraba su nombre, Amalia, Amalia, Amalia Monedero. Pero eso fue mucho tiempo después, cuando Sintora ya había conocido a Serena Vergara y le había perdido el miedo a aquel hombre que entonces hablaba de las debilidades del teniente Villegas y de cómo todo lo que no valía para otra cosa era enviado a ese destacamento, el coño de la Charito.

Mi padre se puso el cigarro en la boca, prendió un encendedor que tenía una llama medio verde y, después de echar el primer humo despacio, mirando al suelo empezó a andar hacia un camión destartalado y de morro chato a la par que hablaba, tranquilo, con la voz baja de quienes tienen una autoridad que está más allá de los galones:

– Venga, niño, que te vamos a enseñar la guerra. Guárdate el papel y sube al camión. Tú, Montoya, quítate el traje, que se lo tiene que poner uno al que mañana va a coger el toro. Doblas. Ansaura, el camión de la Doce.

Y todos, después de quedarse un instante mirando cómo andaba mi padre, mirando sus propias sombras alargadas entre los camiones y las lonas que cubrían los vehículos, se pusieron en marcha. Doblas, al que mi padre le había dado una palmada en el hombro y que era el de la cara congestionada, fue el primero en moverse, sombra lenta de mi padre, respirando, sin ser viejo, como respira un perro o un oso viejo o quizá un elefante marino viejo y de color morado.

– Y tú, Ansaura, ya tendrías que saberlo.

– ¿Lo qué? -miró indignado Ansaura, el Gitano, al cabo.

– ¿Lo qué? Que la guerra entera es el coño de la Charito.

Y aquellos hombres, uno negro, otro vestido de torero y cojeando por la angostura del traje, uno que resoplaba con el ruido de un elefante marino y mi padre, que era cabo y se llamaba Solé Vera, subieron a aquellos camiones que tenían unas letras, UHP, pintadas en las puertas. Y los motores de los camiones y los camiones enteros empezaron a temblar, y sus ruedas, que no estaban llenas de dientes ni eran ojos de lobo, comenzaron a dar vueltas. Y Gustavo Sintora iba con ellos.

La guerra, la guerra era un laberinto de mujeres vestidas de negro, de perros perdidos y niños que jugaban a la guerra, de niños que jugaban a los muertos, a ser muertos como su vecino al que le había caído un cascote de metralla mientras tomaba una sopa con restos de patatas y anguila o pagel o rodaballo, un pez que asomaba su raspa entre el caldo naranja, un estanque tintado de pimentón o sangre. Un pez que no nadaba, que miraba con su ojo muerto los ojos muertos del vecino, el trozo gris de metralla del que goteaba una sangre espesa y oscura, lenta, vaga, aburrida la sangre de tanta guerra, de tanto fluir por cabezas, pechos y espaldas, cansada de salpicar paredes, mesas, árboles, adoquines y tapias. La guerra era una soledad con bombas, voces y banderas, una soledad de niños y de muertos. De ojos, de peces sin vida. Un relámpago que estallaba dentro de mi cabeza. La guerra era yo.

Gustavo Sintora, quizá vislumbrando en su mente aquello que tiempo después escribiría, viajaba en el camión que conducía mi padre, apretado entre Doblas y la puerta contra la que lo exprimía su respiración recia y profunda. De reojo, miraba Sintora los ojos de huevo del ayudante de mi padre y los terrenos destruidos que iban atravesando, tapias con carteles y troneras, descampados, paisajes sin árboles. Nadie hablaba y a nadie parecía importarle Gustavo Sintora ni de qué modo había llegado a Madrid. No era más que una brizna de paja flotando en el torrente alocado de la guerra. Así se había visto en la carretera de Almería, su familia llevada por el río de la gente y las tropas que se batían en retirada, huyendo de Málaga. Muebles, lebrillos, un piano, animales, colchones, niños y soldados viajando a paso lento en las cajas abarrotadas de los camiones. Baúles destripados, sillas y muertos por la carretera.

Sintora se perdió de su familia en medio de un bombardeo. Los proyectiles venían del mar, de un barco diminuto y gris que apuntaba sus cañones hacia la costa mientras que del cielo bajaban los aviones acariciando las copas de los árboles, rozándolos para ametrallar soldados, lámparas, mulos, muertos y camiones. Todo ardía o parecía que iba a arder, todo me decía que al instante siguiente ya no iba a estar allí, nada iba a estar, ni el fuego, ni el tiempo, ni yo, ni siquiera mi esqueleto. Yo era una bocanada de viento que corría entre las rocas, por entre las ramas de los matorrales que me arañaban las piernas sin dolor. Yo era el viento y yo vi la cara de un hombre que me miraba con los ojos muy abiertos y oí que un árbol me hablaba y me dijo soy la muerte, y todo era una lámina, la vida era un papel que alguien estaba a punto de echar en medio de una hoguera, escribió Sintora.

Cuando dejaron de pasar los aviones fue caminando por entre los grupos que se arremolinaban alrededor de la carretera. Buscaba a su familia, a la hermana pequeña que al empezar el ataque llevaba de la mano. Decía el nombre de la niña como si estuviera dentro de un sueño, lo murmuraba y luego lo gritaba y lo volvía a susurrar. Y así fue carretera adelante. Caminó no se sabe cuántos días, semanas, hasta que un amanecer, quizá en la provincia de Murcia, llegó a un campamento ruso en el que unos soldados le dieron de comer y entre palabras y risas que Gustavo Sintora no entendía acabaron adoptándolo como corneta. Estuvo más de dos meses Sintora con aquellos hombres. Pasaba el día por los campos, viendo despegar aviones, ensayando con su trompeta pobre el modo de despertar por las mañanas a aquellos aviadores que venían de Rusia y que en verdad parecía que tuviesen los ojos llenos de nieve, con el celeste de las pupilas desvaído por unos copos que constantemente debían de caer por el interior de sus cabezas.

Y además de esos rusos había otros que decían que también eran rusos pero que mayormente tenían cara de esquimales y comían una cosa que olía a pescado crudo, una masa que echaba peste y que siempre me la querían dar de comer, y se reían al ver mi asco y me daban licor. Hacían fuego y té. Me enseñaban algunas palabras. Me hablaban mucho rato, sabiendo que yo no los entendía, pero me seguían hablando y me abrazaban, borrachos, me daban palmadas en la cara y me decían mi nombre mal dicho, Guesteva. Leían cartas con unas letras que yo ni siquiera sabía que eran letras. Cantaban y siempre se reían con voces muy altas, como si quisieran que los escuchasen en Rusia. Y una mañana, cuando me levanté para tocar la trompeta, vi que ya todo el mundo estaba de pie y los barracones vacíos y todos, con los intérpretes corriendo de un lado para otro y hablando todas las lenguas, iban por la pista de aterrizaje, arrastrando macutos y armas y levantando un polvo que en el amanecer parecía blanco, nieve que con el ajetreo y las carreras se les derramaba de los ojos. Ya nadie se reía, y por primera vez parecían soldados. Hacían el ruido que hacen los soldados, un sonido de metal y cuero. Detrás de un barracón vi a dos muertos, uno al que le decían Vania y otro Maslobóyev y que al morirse se había quedado con una sonrisa muy dulce en la cara, como si acabase de recibir una de aquellas cartas que venían de la Siberia y tenían el perfume de una de las mujeres de las que ellos hablaban y a las que yo imaginaba con la piel también nevada y el color de un río pálido en los ojos. Cereza en los labios. Pero no era una carta, sino una bala lo que había recibido, o dos. Y de las cabezas de los muertos Vania y Maslobóyev salía un río que no era el río que las mujeres rusas debían de tener en los ojos, sino un pequeño surco rojo que serpeaba en la tierra y que todavía avanzaba lento, arrastrando tierra y briznas de paja, la sangre. Y un oficial al que yo había visto por las noches beber y cantar con ellos, con Vania y Maslobóyev, se alejaba del barracón, enfundando la pistola con la que los acababa de matar y dando órdenes a unos soldados que plegaban una lona con miradas de miedo. La traición, le dijo a Sintora uno de los intérpretes, la patria.

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