Antonio Soler - El Nombre que Ahora Digo

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El hombre que ahora digo narra las vivencias de un grupo de soldados que, durante la Guerra Civil española, malviven ofreciendo espectáculos de variedades. Pero, sobre todo, se trata de una soberbia, historia de amor. Esta novela obtuvo el III Premio Primavera en 1999 y consagró a Antonio Soler como uno de los narradores más sólidos de nuestro país.

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– ¿Sabes lo que te digo, Enrique Montoya? Que te mueras. Y otra cosa, a la Ferrallista, a Dolores, a partir de ahora la respetas.

– Eso que usted me dise tiene mucha dificultad. Aparte que yo no sabía que la Ferrallista se llamaba Dolores.

El jardín, con aquellos trapos, tenía el aspecto de una verbena después de un bombardeo, arrasada y otoñal. El enano Torpedo Miera estaba delante de una mesa que habían rodeado de banderas. Le habían hecho para la ocasión un uniforme militar que por las mangas le estaba un poco cojo, quizá por la premura de la confección o quizá por la dificultad que su amago de corcova ofrecía a las costureras. Las piernas, rectas y sin el arqueo habitual de los enanos, las tenía adornadas con una tira roja a cada lado del pantalón. Estaba repeinado, con agua, aunque los pelos de la coronilla los llevaba tiesos. La cara blanca, recién hervida.

Cogidos del brazo, llegaron Salomé Quesada y Arturo Reyes, él todavía más pálido de lo habitual, los labios como si acabara de chupar sangre, y vestido con un esmoquin en el que se veían los restos de algunas manchas mal lavadas. Salomé Quesada, con sus cejas largas y el pelo recogido sobre la parte superior de la cabeza, se separó del cantante nada más ver al teniente Villegas, que la recibió cogiéndole las dos manos y besándole la mejilla que ella le ofrecía, tenuemente maquillada de rosa.

Se inició un aplauso. Por la escalinata de la Casona, donde se habían agrupado el mago Pérez Estrada, con su traje blanco inmaculado, un par de enanos, el faquir Ramírez, con una camisa de lunares sobre una camisa militar, y los músicos, empezó a descender la Ferrallista Dolores. Los músicos tocaban el himno de Riego y el novillero Ballesteros, a quien, según parecía, la herida de la frente no le iba por buen camino y además del pañuelo rojo llevaba una venda liada a la cabeza, levantaba el puño y susurraba para sus adentros la letra del himno.

A la Ferrallista le habían puesto los pelos de color naranja y un maquillaje tan lívido que parecía propio de un muerto o del cantante Arturo Reyes. Los labios también se asemejaban a los del cupletista, con carmín de sangre. Llevaba un vestido que aún la hacía más alta, no se sabe si azul, gris o verde, largo, brillante como el raso pero sin ser raso. Va con tacones de altura, que es lo más propio para casarse con un enano, aclaró Montoya a sus compañeros de destacamento. Pero con quien parecía que la Ferrallista iba a casarse era con el propio Enrique Montoya, pues no hacía más que mirarlo y avanzar en su dirección, escoltada por Rosita la Dinamitera, que por toda gala se había colocado en un ojal del mono unas hojas verdes de helecho, y por una costurera gorda y canosa que era experta en echar cartas y maldiciones y a la que llamaban la Bruja de Segalerva.

Cuando se encontró a la altura de Montoya, la Ferrallista se detuvo. De cerca se le notaba la pasta del maquillaje, que le bajaba dispersa por el cuello, hasta el escote pronunciado por el que asomaban dos tercios de unos pechos también demasiado blancos, no se sabe si por los polvos embellecedores o por la sombra en la que normalmente vivían. No me guardes rencor, Montoya, yo a ti no te lo guardo, dijo. Y le dio un beso largo en la boca. La música se había parado. Montoya no respondió a las palabras de la mujer, se quedó con los labios y también con parte de la nariz manchados de rojo, mirando cómo la Ferrallista y sus dos madrinas o lo que fueran se dirigían hacia la mesa de las banderas, donde las esperaban un capitán desarrapado y los enanos Visente y Torpedo Miera. Hubo amago de aplausos, un músico que volvió a tocar unas notas del himno. El capitán, bigote y ojos negros, fue breve, y en cuanto acabó su parlamento dio la mano a la Ferrallista y al Torpedo Miera y se retiró de la mesa. Le hizo una señal a alguien, más con la mirada que con la cabeza, y se dirigió hacia la salida del jardín.

Iban con él un sargento y dos soldados. Se notaba que estaban en el frente. Y al pasar por mi lado yo olí el aroma de la guerra. Se percibía la guerra en la pesadez y en la seguridad de sus movimientos, en el olor a cuero y a metal y a ropa vieja que dejaban a su paso.

Cuando todavía estaba en el aire el sonido del coche en el que se fueron los soldados, empezó a hablar el enano Visente. Y se atrevió a hablar de Dios y de que el amor trae la paz al mundo. Que cada uno llamase al padre de ese amor, Dios, Naturaleza o como quisiera. Ansaura, el Gitano, con su flequillo más caído que de costumbre, casi líquido, alquitrán derramándosele por la frente, miraba al enano y movía los labios muchas veces.

– Tiene cojones el Visente -murmuró Montoya-. Nasen curas y se mueren curas.

– Y si el capitán Rivera no se hubiese ido, estaría diciendo lo mismo, el enano -dijo el cabo Solé Vera, mi padre-. El día que menos se lo piense se va a encontrar echándole el responso a un pelotón de fusilamiento. Con ocho balas metidas en el cuerpo.

– Serán ocho balas amorosas, mi cabo. Y se las habrá mandado Dios, o la Naturalesa -aplaudía ya Montoya el final de la plática.

La música volvió a sonar. La Ferrallista y el enano Torpedo Miera, cogidos del brazo, él a la altura del ombligo de ella, pasaban bajo la breve bóveda de fusiles que le habían formado nueve o diez soldados. Al final de aquel arco en el que flotaba la amenaza de alguna bayoneta, el grupo de paisanos con aire de domingo esperaba a la desigual pareja. La Bruja de Segalerva miraba al cielo y hacía gestos para ahuyentar a los malos espíritus. Y fue entonces cuando Gustavo Sintora, al girar la cabeza, vio a Serena Vergara en un lateral del jardín, al pie de los árboles más altos y desnudos.

Sonreía, con su abrigo de color remolacha, a unas compañeras del taller de costura, y era como si estuviese lejos de ellas y pensara en otra cosa. A su lado estaba Corrons, que miraba a otra parte, con los ojos más descolgados que nunca. Los párpados eran la tapa de un ataúd sobre la mirada. Y ella, en la sonrisa, vio que yo estaba allí y que la miraba con mis gafas y mis ojos. Y pareció que una llama la alumbrara por dentro. Un viento pasó rápido sobre el fuego, agitándolo, y le alumbró la oscuridad de la mirada.

Siguió Serena hablando con sus compañeras un instante más. Hacía gestos con las manos, y la sonrisa se le hizo más abierta al despedirse de las mujeres. Cogió a Corrons del brazo y se dirigieron hacia la Ferrallista. Se perdieron entre la gente mientras Sintora y sus compañeros del destacamento se aproximaban a una de las mesas donde habían colocado las botellas de vino, algo que parecía cecina y unos trozos de pan untados con una especie de manteca oscura, casi negra.

A ver si sabes de qué motor es esta grasa, Doblas, le dijo Montoya al ayudante del cabo Solé Vera pasando un dedo por la manteca. Pero el otro no le contestó, masticando ya un trozo de aquel pan embadurnado de betún y mirando cómo el mago Pérez Estrada sacaba dos palomas blancas, una con un buche gris, del vestido de la Ferrallista. Si mi caballo Ulises no estuviera vagando por el universo convertido en moléculas estelares, ahora mismo serías una diosa subida a su grupa inmaculada, decía el mago, quizá celoso de ver cómo el falsificador Sebastián Hidalgo, que al parecer también había tenido relaciones de cama con la Ferrallista, le entregaba a la recién casada una foto en la que se la podía ver bastante más guapa de lo que en la realidad era, acompañada de un Torpedo Miera que en la fotografía había dejado de ser enano por obra de aquel falsificador que además de borrarle las arrugas de la cara y de ponerle al enano un cuerpo más alto, había incluido en la foto un cañón antiguo y panzudo en referencia a la antigua profesión del Torpedo Miera, que, según él decía y nadie certificaba, antes de trapecista había sido el mejor hombre bala de los circos italianos. El enano Angulo, despeñado en medio de una borrachera desde lo alto de una iglesia al llegar Sintora al destacamento, siempre había asegurado que el sobrenombre de Torpedo se lo habían puesto a Miera por lo mal que se desenvolvía en los trapecios y no porque se hubiera metido nunca en las tripas de ningún cañón, y que de Italia sólo conocía el puerto de Génova, cuando lo habían atrapado de polizón en un barco y lo habían devuelto a Valencia o a Cartagena, adonde ya llegó diciendo mucho Ciao y palabras que acababan en ini.

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