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Clara Sánchez: Lo que esconde tu nombre

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Clara Sánchez Lo que esconde tu nombre

Lo que esconde tu nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra. Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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– La pobre Karin -dijo- está hoy con la artrosis. Los cambios de tiempo la matan.

Los pequeños perros me llegaban a los tobillos, ladraban y saltaban a mi alrededor. Y en medio del griterío le dije que había sido una verdadera suerte que conociera a mis amigos.

– Aquí nos conocemos todos -dijo-. Viven a unos trescientos metros.

Bajó la vista hasta la barriga y la detuvo allí un momento, pero no hizo ningún comentario, no querría meter la pata por si acaso se trataba de una falsa impresión. En ese momento yo aún llevaba ropa muy veraniega con el ombligo al aire, una camiseta por la cintura y unos pantalones de cadera baja. Sentía los pies chapoteando dentro de las sandalias de plataforma.

– No es bueno que cojas frío, deberías secarte.

Los perrillos agitaban sus pelambreras de peluquería.

– No se preocupe -contesté tendiéndole la toalla.

– ¿Conoces a los Christensen desde hace mucho?

– Nos conocimos en la playa hace unos días, lo pasamos bien juntos.

La señora clavó el paraguas cerrado en el banco de madera que había bajo la pérgola. Llevaba un vestido blanco hasta los tobillos y se le transparentaban las bragas. Aunque tendría más o menos la edad de Karin, se la veía ágil y poco consciente de sus años. Me sonrió pensativa.

Cuando oímos el claxon de Fred salimos a la puerta la anciana joven, los perros y yo. Tal como suponía, Fred me miró extrañado. Me preguntó por la moto y si había venido sola y le dije lo que se dice en estos casos, que pasaba por aquí, que recordaba haberles oído decir que vivían en el Tosalet y que… Cuando me cansé de dar explicaciones me callé, tampoco era para tanto. Junto a la entrada había un mosaico muy bonito con el número 50. La anciana joven se sacó un pequeño paquete de uno de los bolsillos del vestido y se lo dio.

– Gracias, Alice -dijo Fred-. Muchas gracias.

Subí al coche con cierto apuro por si mojaba la tapicería.

– Karin está preparando té, llegamos enseguida -dijo con una alegría que no debía de ser sólo por mí, mientras giraba por calles y más calles por donde era milagroso que cupiese el todoterreno y que saliese sin ningún raspón.

Ponía Villa Sol en la entrada de la casa, a cuyas profundidades descendimos, para luego subir andando por unas escaleras a un vestíbulo.

Karin estaba en la cocina. Una cocina de unos treinta metros cuadrados con muebles desgastados y antiguos de verdad y no imitación a antiguo como los de mi hermana. No me preguntó nada, le alegró verme. Andaba con más dificultad que otros días y le habían aparecido dos o tres líneas más de sufrimiento en la cara.

– Hoy me duele todo el cuerpo -dijo.

– Sí, ya me ha dicho esa señora lo de la artrosis.

– ¡Ah!, Alice. Alice tiene mucha suerte, tiene genes de caballo. Aunque parezca imposible me lleva un año.

Entonces Fred le puso a Karin el pequeño paquete en la mano y a Karin se le iluminaron los ojos.

– Ahora vuelvo -dijo.

Regresó al rato con una bata de seda rosa en la mano y me obligó a quitarme la ropa mojada y a ponérmela en un pequeño baño que había al lado de la escalera. A Fred le obligó a ir al garaje a buscarme unas sandalias cangrejeras. Me gustaba más el aspecto de Villa Sol que el de la villa de Alice. Era menos pretencioso y más personal. Había más flores y la arquitectura era la tradicional de la zona, con la fachada color ocre, el tejado de teja, las contraventanas mallorquinas y la marquetería verde oscuro. Nos sentamos en un saloncito donde debían de hacer vida porque olía al perfume de Karin. Tenía chimenea y se veía el jardín y en un rincón había un sillón que me gustó desde el primer momento y que fue donde me senté. Fred me acercó una banqueta para que apoyara los pies. Las tazas tenían el filo dorado, como los platos y la tetera.

– Dentro de quince días empezaremos a encender la chimenea al anochecer. Hay mucha humedad en esta zona.

– Siento haber venido de improviso.

– No importa, querida -dijo Karin-. Quiero enseñarte algo, mira, le estoy haciendo un jersey al bebé.

Fred cogió un periódico y yo me acerqué más a Karin. No podía creerme que hubiesen pensado en mí hasta este punto.

– Hoy me ha dado una patada, bueno, dos patadas.

Karin me sonrió entre sus difíciles arrugas, que hacían que la sonrisa resultara un poco diabólica, como diciendo qué sola estás cuando algo tan íntimo e importante se lo tienes que contar a una perfecta desconocida. Pero como no dijo nada no pude contestar que si se lo contaba a una desconocida sería porque quería contárselo a una desconocida, porque a lo mejor quería contarlo pero no compartirlo.

Dejó las agujas y el ovillo a un lado porque debido a la artrosis no podía hacer nada en este momento y se puso las manos en el regazo y se cogió una con otra.

– Odio el invierno -dijo-. Me gustaba cuando éramos jóvenes, la nieve resplandeciente, el frío helado en la cara. Entonces el invierno no me importaba, podía con todo, ahora necesito el sol y su calor y los días como hoy me entristecen y me hacen pensar. ¿Y sabes qué es lo peor? Pensar. Si piensas en cosas buenas las echas de menos y si piensas en las malas te amargas. Cuando hace mucho calor y estoy en la playa no pienso en nada.

A mí más o menos me sucedía lo mismo, en la playa, con el sol abrasándome la sesera, me encontraba en el séptimo cielo.

– No te preocupes por nada, cariño, tendrás mucho tiempo para olvidar, eres tan joven…

Y las dos nos quedamos mirando hacia el jardín sin decir nada, pensando, oyendo las gotas que caían del tejado y de los árboles. Cerré los ojos y me adormecí, no por sueño sino porque era muy agradable. ¿Olvidar, qué? ¿A Santi? Tampoco era para tanto. Aunque no quisiera casarme ni compartir un hijo (no me hacía gracia la idea de ir al parque con él y el niño), le tenía cariño. Abrí los ojos y me incorporé en el sillón cuando empezó a rondarme la culpa de sentirme junto a Karin mucho mejor de lo que nunca me había sentido junto a mi madre, de preferir tener a Fred bajo el mismo techo, pasando las hojas del periódico, que a mi padre. Me daban paz. Me bebí lo que quedaba en la taza, ya frío. Karin me dijo que si yo quería podía enseñarme a hacerle alguna prenda al niño.

Me entusiasmó la idea de aprender algo útil, de usar las manos, también sería bastante agradable trabajar el barro en medio de esta paz, en días en que no pasa nada. No me hice rogar cuando a las ocho Fred anunció que era la hora de cenar y que esperaban que los acompañara. Puse la mesa mientras Fred preparaba una ensalada más bien ligera. Él se tomó una cerveza y nosotras agua. Después de recoger los mantelitos bordados probablemente por Karin y los platos con escudos en el fondo, Fred trajo un mazo de cartas para que jugásemos al póquer, momento que podría haber aprovechado para marcharme. Pero acepté alejarme otro poco más de mi mundo y meterme de lleno en la dimensión de Fred y Karin. Por otro lado era mejor ir sabiendo lo que me esperaba más adelante, cuando uno no puede darse el lujo de aburrirse.

Karin sujetaba las cartas con sus torturados dedos y echaba miradas vivaces a su marido. Según ella, Fred había ganado varios campeonatos de póquer. Era muy bueno, el mejor, pero las copas estaban en la casa-granja de Noruega y también las que había ganado con el tiro al blanco. Fred trataba de no cambiar la expresión pese a los halagos, no levantaba la vista de las cartas y se dejaba alabar. Cuando por fin nos miró, los ojos le brillaban como a un niño.

Sólo interrumpimos la partida porque llamaron a la puerta.

Eran dos chicos. Uno ni alto ni bajo y ancho, con el pelo rapado y unas patillas muy finas que le enmarcaban la mandíbula. Una camiseta negra sin mangas le abrazaba su gran pecho. Lo llamaron Martín. Martín me miró intrigado y Fred lo cogió del brazo y se lo llevó a una salita que había saliendo del salón. El otro se quedó junto a la puerta. Era casi delgaducho, el pelo, en comparación con el de Martín, se podría decir que era largo y castaño claro.

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