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Clara Sánchez: Lo que esconde tu nombre

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Clara Sánchez Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra. Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Me desperté a las seis de la mañana. No estaba mal, había dormido de un tirón y me duché, afeité y vestí sin prisas, oyendo las noticias en la radio-despertador de grandes números rojos que había al lado del teléfono, lo que también me servía para ponerme al día con la política local y el esfuerzo de los ecologistas para que no construyeran más en la playa.

Fui uno de los primeros en llegar al comedor y desayuné a fondo, sobre todo mucha fruta, prácticamente toda la que necesitaría tomar a lo largo del día, más una manzana que me metí en el bolsillo de la chaqueta. Salí y caminé hacia el coche sintiendo el aire de la mañana ya bastante fresco a estas alturas de septiembre.

Subí hasta el Tosalet cruzándome con coches que llevaban más prisa que yo, seguramente camino del trabajo. Yo en cierto modo también iba a trabajar, aunque no me pagasen. Se podría llamar trabajo a todo lo que suponga una obligación impuesta por uno mismo o por los demás, y mi trabajo me esperaba en una pequeña plaza a la que daban varias calles, una de ellas era la de Fredrik. Me situé de forma que a lo lejos pudiera observar la espesa hiedra de la casa, tapando prácticamente su nombre, Villa Sol. Como Christensen no me había visto en toda su vida, no tendría que esconderme demasiado, sólo hacer movimientos naturales en caso de cruzarnos.

Y nos íbamos a cruzar porque antes de una hora de espera asomó el morro de un todoterreno verde oliva del fortín Villa Sol. El corazón me dio un vuelco, ese vuelco que tanto temía mi hija, y casi no me dio tiempo de situarme en posición para seguirle. Estaba terminando de hacer la maniobra cuando pasó lentamente, como una visión, una especie de tanque conducido por Fredrik Christensen. A su lado iba la que debía de ser Karin. Me incorporé a la carretera principal tras ellos. A unos cinco kilómetros hicimos un giro a la derecha. No tenía por qué preocuparme que me viesen, para ellos yo era un vecino que hacía su mismo recorrido, y eso me daba cierta libertad para no arriesgarme a perderles.

Pasados unos kilómetros, de un chalecito salió una chica joven y subió con ellos. Continuaron su ruta hacia la playa, y yo detrás. A veces dejaba que algún otro coche se colara entre nosotros para que no se fijase en mí, pero tampoco quería arriesgarme a perderle, no quería tener que hacer maniobras urgentes ni raras. Tampoco él estaría para demasiadas fiorituras.

Circulamos paralelos a la playa durante unos diez kilómetros hasta que torció a la derecha y aparcó en una calle, al final de la cual se veía un trozo de mar, un trozo de azul deslumbrante. ¿Cómo podían estar tan cerca el infierno y el paraíso? Las olas, si uno se fijaba bien en las olas, eran obra de una imaginación portentosa.

Salieron del coche, y tuve miedo de emocionarme demasiado, respiré tan hondo que me dio tos. Era él, muy alto aún, ancho de hombros, piernas y brazos largos, flaco. Abrió el capó y sacó una sombrilla, una nevera y dos hamacas plegables. A ella en cambio no la habría reconocido. Parecía que el cuerpo se le había descompensado y andaba sin agilidad, había engordado y se había deformado. Se colgó al hombro una bolsa de plástico. Llevaba puesto un ancho vestido playero de color rosa con aberturas a los lados, y él, pantalón corto, camisa amplia y sandalias. La chica llevaba puesta una camiseta sobre el bañador, una gorra, la toalla al hombro y colgando de la mano una bolsa de plástico bonita, no de supermercado. Digamos que en cuanto plantaron la sombrilla los tuve controlados y me entretuve en buscar por los alrededores algún local donde entrar a orinar y a tomarme un café. No fue fácil, pero al final incluso dejé en el coche dos botellas de agua. Mi hija jamás me perdonaría que muriese por deshidratación.

Me quité los calcetines y los zapatos para andar por la arena, era muy agradable. En cuanto tuviera tiempo me bañaría. El Mediterráneo hacía pensar en la juventud y el amor, en mujeres hermosas, en la despreocupación. Localicé con la vista a Fredrik y Karin bajo la sombrilla. Él miraba el mar y ella leía, y de vez en cuando hacían algún comentario. Tenían la cabeza dentro de la sombrilla y el cuerpo fuera, al sol. Había pocos bañistas, los típicos rezagados de las vacaciones y extranjeros desocupados como éstos. La chica joven ya había llegado a la orilla. Estaba tan centrado en la pareja de noruegos que no me di cuenta de que le ocurría algo hasta que Fredrik fue hacia ella. Parecía que una ola se había llevado la revista que leía y saltaba para alcanzarla. Me quité las gafas de sol para ver mejor, pero la luz se me clavó en los ojos y tuve que cerrarlos. Cuando los abrí, Fredrik regresaba dando zancadas con la revista en la mano, la abrió con mucho cuidado y la tendió al sol sobre la sombrilla. Luego sacó un helado de la nevera y se lo llevó a la chica. Me senté junto al muro que separaba la arena de los abrojos, juncos y matorrales que se extendían a mi espalda, con curiosidad y un poco de sueño.

Parecían muy considerados y amables con esta chica que no era de su misma raza aria. Daba miedo verles hacer el bien. Actuaban como si nunca hubiesen llegado a ser verdaderamente conscientes de haber hecho el mal. Por lo general, en la vida normal el bien y el mal están bastante mezclados, pero en Mauthausen el mal era el mal. Nunca a lo largo de mi vida me he tropezado con el bien absoluto, pero sí he estado dentro del mal en mayúsculas y de su fuerza demoledora y ahí no había nada bueno. Cualquiera que viese en este momento a Fredrik pensaría: este hombre fue joven, luchó en la vida, trabajó y luego se jubiló y descansó. Y nunca llegaría a saber que se equivocaba y continuaría equivocándose cada vez que se tropezara con un hombre sin alma.

Estuvimos allí unas dos horas. Cuando vi que empezaban a cerrar la sombrilla, y la chica a sacudir su toalla me fui al coche y esperé. Al poco aparecieron los tres. Se metieron en el todoterreno. Los noruegos iban delante y la chica en los asientos traseros. Se adentraron en el interior, donde las casas tenían un aire más campestre, más auténtico y donde había huertos y muchos naranjos. Luego tiraron por el camino estrecho donde habían recogido a la chica por la mañana y me pareció demasiado arriesgado seguirles, así que continué hacia delante y esperé en un saliente de tierra hasta que asomó el morro cuadrado y grande del todoterreno de Fredrik y lo vi alejarse. Seguramente volverían al Tosalet, por donde podría acercarme más tarde. Ahora le echaría un vistazo más de cerca a la chica de la playa, quería saber qué podría interesarle de ella a la pareja feliz. Así que aparqué un poco mejor el coche y salí.

Iba mirando a derecha e izquierda del camino entre ladridos de perros que se aplastaban furiosos contra las verjas como si quisieran matarse. Hasta que la descubrí junto a una buganvilla, tumbada en una hamaca. Era joven, rondaría los treinta años, ni morena ni rubia, castaña, a pesar de que llevaba parte del pelo de color granate. Tenía un tatuaje negro y rojo en el tobillo que parecía una mariposa, y otro en la espalda, unas letras en chino o japonés, en negro. Estaba tumbada de medio lado, por lo que puede que llevase más en el otro lado. El jardín era pequeño, con un naranjo y un limonero además de la buganvilla, aunque quizá se prolongase algo más por la parte trasera. Había un tendedero con un biquini, ropa interior y una toalla. Estaba sola. Una víctima perfecta para los Christensen. Puede que la conocieran en la playa y hubiesen puesto sus ojos en ella para chuparle su sangre nueva, para chuparle la energía, para contaminarse de su frescura. La gente en el fondo cambia poco, y para Fredrik un semejante era un ser aprovechable al que robarle algo. No se cambiaba en dos días ni en cuarenta años, yo en lo fundamental no había cambiado.

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