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Clara Sánchez: Lo que esconde tu nombre

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Clara Sánchez Lo que esconde tu nombre

Lo que esconde tu nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra. Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Qué más daba que el mundo entero tuviera más fuerza y menos años que yo. Yo tenía la enorme ventaja de no esperar nada. Me sentía…, me sentía, ¿cómo explicarlo?, me sentía conforme. Cuando noté que iba a dormirme me desnudé, me puse el pijama, apagué el aire acondicionado, me quité las lentillas y me puse las gafas de culo de vaso que usaba para leer en la cama; por lo menos la dentadura era fija. Qué tiempos aquellos en que sólo me necesitaba a mí mismo para ir de un lado a otro, sin trastos. Cerré los ojos y me encomendé a Raquel y a Salva.

Me despertaron los rayos de sol que atravesaban los visillos. Me duché y me afeité con la maquinilla eléctrica que mi hija había echado en la maleta a regañadientes porque decía que era una tontería no aprovechar el kit de afeitado del hotel. Me dejé la cara suave, ni siquiera cuando estuve enfermo en el hospital había dejado de afeitarme, ni siquiera en los momentos más difíciles de mi vida. Mi mujer decía que la manera meticulosa de afeitarme era mi marca personal, y puede que tuviese razón. Desayuné más de lo normal porque el bufé entraba en el precio de la habitación y porque así al mediodía sólo tendría que tomarme un tentempié, y cenaría temprano.

El coche de alquiler no me lo traerían hasta las doce, así que me fui dando un paseo hacia el puerto y me compré en un puesto del Paseo Marítimo un sombrero panamá que costaba veinte euros y que me daba más sombra que la gorra de visera que llevaba puesta. Mi hija había insistido en que no me trajera tantas cosas que podría comprar aquí en cualquier parte, pero a mí me parecía un despilfarro dejarlas allí para que luego no supieran qué hacer con ellas. Aunque hacía bastante calor, no tenía más remedio que llevar chaqueta, afortunadamente ligera, porque necesitaba bolsillos donde guardar las gafas por si se me caía una lentilla (las de sol las sacaba y las metía del bolsillo de la camisa), la cartera con el dinero y las tarjetas de crédito, una libreta donde tomar notas y la cajita de las pastillas. Cuando era joven también cargaba con el Marlboro y el mechero. Por suerte el móvil podía dejarlo en el hotel, porque nada más cruzar el charco había dejado de funcionar. Me gustaba llevarlo todo repartido por los bolsillos, me equilibraba el peso. Mi hija me compró una vez una mochila, pero me la dejaba olvidada por ahí porque no me parecía que fuese mía. Siempre que he podido he llevado traje, como poco pantalón y chaqueta de distinta clase, y en invierno abrigo de lana beige hasta media pierna, la verdad es que no sabría vivir sin estas pequeñas costumbres.

Me senté en una terraza a tomarme un café y a hacer tiempo estudiando de nuevo el mapa. El café era el único hábito perjudicial que no había dejado y que no pensaba dejar, me negaba a pasarme al té verde como los pocos amigos que me quedaban. Lo peor de ser viejo es que uno se va quedando solo y convirtiéndose en un extranjero en un planeta en el que todo el mundo es joven. Pero yo aún tenía a mi mujer dentro de mí, y mi hija debía vivir su vida sin tener que cargar con la mía y con todo el mal que se había paseado por ella. En mi balanza el odio pesaba mucho, pero también, gracias a Dios, pesaba el amor, aunque lamentablemente, todo hay que decirlo, el odio le había quitado mucho sitio al amor.

Pensé, tomándome el café en esta terraza -un café espresso bastante bueno, por cierto-, que cuando se ha conocido el mal, el bien sabe a poco. El mal es una droga, el mal es placentero, por eso aquellos carniceros cada vez exterminaban más y eran más sádicos, nunca tenían bastante. Le quité la etiqueta al sombrero, me lo puse y me guardé la gorra en un bolsillo. Si aún viviera Raquel, le compraría otro a ella. Le quedaba bien cualquier sombrero, luego dejaron de llevarse y las mujeres perdieron elegancia. No hacía mucho me había dicho un médico que a mi edad la memoria es una memoria cristalizada, lo que quiere decir que se recuerdan mejor los acontecimientos lejanos que los recientes. Era verdad, ahora me daba por acordarme con todo lujo de detalles del sombrero que llevaba Raquel cuando nos casamos, allá en el año cincuenta, una mañana luminosa de primavera.

Sandra

Al día siguiente no me arriesgué a ir a la playa, no tenía ganas de coger la moto y me conformé con bajar aun pequeño supermercado que había a quinientos metros; lo suficiente para darme un paseo y comprar unos zumos. Tuve todo el día para hacerme comida sana, leer y estar tranquila. El limonero y el naranjo le daban al pequeño jardín aire de paraíso, y yo era Eva. El paraíso y yo. Mi hermana me había dejado pilas de ropa sucia para que las fuera lavando. Debía regar por la mañana y al atardecer y meter ropa en la lavadora y tender y luego recogerla y doblarla y, si salía de mí, plancharla. Si le hacía caso, me podría pasar todo el tiempo trabajando, ¿de dónde habría sacado tanta ropa sucia? Creo que me había dejado instalarme en la casa para obligarme a hacer algo y que a su entender acabara sirviendo para algo. Puede que se hubiese pasado varios días ensuciando ropa. Le gustaba mandar de tal modo que no pareciese que estaba mandando. Yo misma había tardado años en darme cuenta de que me mandaba y me obligaba a hacer, sin que me diera cuenta, cosas que no quería hacer.

Y estaba precisamente cumpliendo con el riego del atardecer, después de la siesta, cuando oí el sonido de un coche que aparcaba junto a la cancela de la entrada. Oí cómo se cerraban las puertas del coche y pasos lentos, hasta que los vi. Eran ellos, los ancianos que me habían echado una mano en la playa. Parece que se alegraron de verme, yo también me alegré, llevaba demasiado tiempo rumiando a solas. Cerré la manguera y me acerqué a ellos.

– ¡Qué sorpresa! -dije.

– Nos alegramos de verte recuperada -dijo él.

Hablaban muy bien mi lengua, aunque con acento. No era inglés, ni francés. Tampoco era alemán.

– Sí, he estado descansando, casi no he salido de aquí.

Les invité a entrar y a sentarse en el porche.

– No queremos molestar.

Les serví té en una bonita tetera de cobre que tenía mi hermana en una alacena imitación a antigua. No les dije nada de café porque no había encontrado ninguna cafetera.

Se lo tomaron a pequeños sorbos mientras les contaba que no estaba segura de si estaba o no enamorada del padre de mi hijo y que no quería empezar esta nueva etapa de mi vida metiendo la pata. Me escuchaban con gran comprensión y a mí no me importaba que lo supieran todo sobre mí, por lo menos lo que más me comía el tarro, no me importaba porque eran unos desconocidos, era como contárselo al aire.

– Dudas de juventud -dijo él cogiéndole la mano a su mujer. Se notaba que había estado muy enamorado y que ahora no podría pasar sin ella. Ella era un enigma.

No era un hombre que sonriera, pero era tan educado que parecía que sonreía. Su enorme estatura hacía que el sillón de mimbre pareciese de juguete. Era muy delgado, se le marcaban los pómulos, los parietales y absolutamente todos los huesos. Llevaba un pantalón gris de verano y una camisa blanca de media manga, y era muy pulcro.

– Mañana si quieres podemos venir a buscarte, te llevaremos a la playa con nosotros y luego te traeremos de vuelta -dijo él.

– Para nosotros será una diversión -dijo ella sonriendo de verdad con unos pequeños ojos azules que quizá alguna vez fueron bonitos pero que ahora eran feos.

En lugar de contestar, les serví más té. Estaba sopesando la situación. Nunca había entrado en mis cálculos hacerme amiga de dos ancianos. En mi vida normal, los ancianos con los que me relacionaba eran de la familia, nunca amigos.

Se miraron hablándose con los ojos y se soltaron para poder coger las tazas.

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