¿Qué podía saber esta criatura de todo aquello? ¿Cómo podría descubrir el mal en estos dos ancianos que se preocupaban por ella? No quería asustarla, ni quería que alguien pensara que yo era un viejo verde recreándose en la visión de una chica dormida e indefensa, aún conservaba algo de pudor a pesar de todo, a pesar de que no me importaba lo que pensaran de mí. Dejé de escudriñar y seguí andando hacia abajo, hacia algún final de este camino buscando carteles de «se vende» o «se alquila» para no ser completamente desleal con mi hija. Mentirle en una cosa tan pequeña, engañarla diciéndole que buscaba una casa que no buscaba, me parecía más mezquino que hacerlo con algo grande, peligroso, algo que realmente mereciese la pena ocultar. Así que para ser consecuente con lo que le había prometido tendría que ocuparme en ratos perdidos de buscar una bonita casa para nosotros y tendría incluso que pensar en la posibilidad de venir a vivir aquí. No quería acabar siendo, además de todo lo demás, un parlanchín que les crea falsas ilusiones a sus seres queridos. Eso no.
Al final de la calle de este sombreado y sinuoso camino en que vivía la chica del pelo rojo, había más y más caminos bordeados de chalés, al lado de los cuales la casa de la chica era una casita, una casita casi de cuento. Como no vi ningún letrero ni ninguna salida clara hacia ningún lado, decidí regresar al coche, y al pasar de nuevo por la casita eché un vistazo a la buganvilla, y la chica ya no estaba. Se abrió una ventana, que seguramente abrió ella, y seguí andando. Se había hecho la hora de tomarme las pastillas y tumbarme un rato.
Fui al mismo bar del día anterior, pero aún tenía el desayuno en la boca del estómago y sólo me pedí un zumo y un café para tomarme las pastillas. Luego subí a la habitación a descansar. Olía a detergente, a fresco, la cama estaba perfectamente hecha y el pequeño balcón que daba a la calle, entornado. Pero no podía distraerme, relajarme, dormirme como si fuese un jubilado normal aprovechando sus últimas fuerzas, como mi amigo Leónidas, que se levantaba temprano y se acostaba tarde para vivir más y luego se pasaba el día dando cabezadas. Llegaría un momento no lejano, en que ya no pudiese conducir, ni coger un avión solo, llegaría un momento en que ni siquiera existiera ningún Fredrik Christensen. La vida me metió en un mundo que yo no quería, un mundo inhumano, sin sueños, y ahora ese mundo llegaba al final como una película que termina.
Según habían ido pasando los días iban quedando menos vecinos, ninguno, a decir verdad, y los días se acortaban y había más silencio. A veces el silencio era tan grande que cualquier pequeño movimiento de hojas sonaba como si fuera una borrasca, y cuando se metía un coche por el sendero parecía que iba a traspasar el muro y se iba a estrellar contra la cama. Menos mal que al poco tiempo las distancias ya no me engañaban y si oía una gota chocando en el suelo del pasillo sabía que en realidad estaba cayendo en el porche. En una tarde de ésas fue cuando noté la primera patada del bebé, y si hubiese sabido dónde vivían Fred y Karin me habría acercado corriendo a contárselo. Seguro que no les habría importado que me presentara de repente en su casa. Desde luego deseché la tentación de llamar a Santi, que se agarraría como un clavo ardiendo a esa patada de nuestro hijo para venir a verme, y la de llamar a mis padres, que me echarían un sermón sobre mi soledad.
Creía recordar que los noruegos habían mencionado algo del Tosalet, pero en el Tosalet las villas se extendían sobre una zona muy amplia de pinos y palmeras, prácticamente bosque, por lo que sería como buscar una aguja en un pajar. Así que me quedé tumbada con las manos en la nuca esperando la siguiente patada. Hasta que no pude aguantar más, hasta que sentí que tenía que compartir con alguien este momento, hasta que se nubló y amenazaba con llover y tenía toda la tarde por delante y no pude resistir el impulso de actuar. No tenía otra cosa que hacer que buscar la casa de los noruegos. Y no sé por qué en el momento en que me subía a la moto en esta tarde gris, caí en la cuenta de que la pareja nunca me había invitado a su casa. Nunca me habían dado la dirección ni el teléfono. Se sorprenderían mucho de verme allí si lograba dar con ellos y yo entonces me sentiría incómoda, como si hubiese traspasado alguna línea invisible trazada únicamente por ellos.
De todos modos, no me importaba darme un buen paseo por estas calles apacibles del Tosalet. El olor a tierra y a flores mojadas, incluso antes de que se hubiesen mojado, se mezclaba con la humedad del mar. Se me abrían los pulmones, respiraba mejor que nunca, lo que sería muy bueno para el niño. Al fin y al cabo yo era su puerta y ventanas al mundo y lo que le llegaba sería muy poco. Oxígeno, música algunas veces, los latidos de mi corazón y posiblemente mi tristeza y mi alegría. Le llegarían sin que él supiese que llegaban y lo arrastraría a lo largo de su vida sin saber que lo arrastraba, y por eso la gente desde la misma guardería tenía un carácter muy marcado, y me preguntaba cómo estaría yo ahora marcando el carácter de mi hijo.
Iba a una velocidad mínima, fijándome en casas que encajasen con mis nuevos amigos y en los nombres de los buzones. Lo segundo era más fiable porque ¿qué pensaba encontrar?, ¿una granja noruega? En esto de las casas la gente es bastante sorprendente. Los hay que van muy atildados y luego su choza está hecha una mierda, y al revés. Mis padres por ejemplo tenían una forma de ser desastrosa, vehemente, alocada, y sin embargo eran muy ordenados con los papeles y facturas y también con la casa, donde todo tenía su sitio y si se fundía una bombilla, era repuesta inmediatamente. Por eso no estaba segura de que la morada sea el fiel reflejo de los moradores.
Me adentré más en la urbanización y aparqué en una plazoleta, le puse la cadena a la moto y cuando levanté la vista vi de frente un restaurante cerrado, lástima porque allí podrían haberme indicado algo. Caían algunas gotas gruesas aquí y allá, pero seguí andando. Si no pensaba, el momento era perfecto. Casi todas las villas estaban cerradas a cal y canto con muretes de piedra y puertas metálicas de una sola pieza, como si no quisieran ver ni ser vistos, como si dentro tuvieran todo lo que pueda desear un ser humano. Llovía, ahora sí que llovía, y al rato arreció de manera salvaje. Me iba empapando a lo bestia y no sabía dónde meterme, no había ningún tejado ni saliente donde pudiera resguardarme.
Fue una mujer en un coche quien, mientras abría la puerta de su garaje con un mando a distancia, me preguntó si quería entrar hasta que amainara. No tuvo que decírmelo dos veces. Me metí en el garaje andando junto al coche con las sandalias encharcadas y desde allí salí al jardín. En el jardín había una pérgola y le dije a aquella señora, extranjera como Karin, que me sentaría bajo la pérgola un rato.
Antes de que pudiera explicárselo yo misma, dio por hecho que me había perdido. Le contesté que estaba buscando la casa de un matrimonio noruego llamados Fredrik y Karin. Deduje que no le sonaban porque se fue hacia la puerta principal sin decir una palabra. Se metió entre dos columnas dóricas que la flanqueaban mientras yo me escurría el agua como podía y me preguntaba cuánto tiempo tendría que pasar en el planeta ajeno de esta señora, sin muy buen gusto, por cierto, pero evidentemente con bastante dinero. En este caso, morada y moradora parecían encajar. Fueron unos diez minutos de soñar qué haría yo con aquel terreno y cómo trataría de salvar la fachada de la casa, cuando regresó la misma señora sosteniendo un paraguas y seguida del alboroto de varios perritos. Ahora venía sonriendo y traía una toalla en la mano. Me la tendió para que me secase, pero no me sequé porque era una toalla de playa con señales de haberse revolcado en ella varios cuerpos, me limité a tenerla en la mano mientras me decía que había telefoneado a Karin, y que Fredrik venía de camino a buscarme.
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