Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Era como si yo tuviera unos ojos distintos de los del resto de la gente, porque donde la gente nada más veía un par de viejos, yo veía a la joven enfermera Karin.

Era cuatro años más joven que Fredrik y había hecho buena pareja con él, ahora eran un par de despojos. Cara bonita, cuerpo bonito, pelo rubio ondulado, suficientemente alta como para no parecer una enana a su lado, la típica nórdica, pero tampoco una belleza de quitar el hipo. Se conocieron de estudiantes y parece ser que fue ella quien le animó a afiliarse al partido nazi y a prosperar en él. En la información que obraba en mi poder se decía que Karin era el cerebro de la pareja, la que maniobraba y había aprovechado las escasas y rígidas ideas de su marido para empujarle, y de paso empujarse a sí misma, a lo más alto. Una historia como tantas, sólo que con vidas masacradas de por medio. Fredrik había sido deportista. Había sido jugador de hockey sobre hielo, como su amigo Aribert Heim. Y además montaba a caballo, nadaba, esquiaba, era escalador, un hombre sano. De todos modos, no eran unos personajes a quienes hubiese dedicado mucho tiempo, el suficiente para saber quiénes eran, quizá porque me había pasado los mejores años de mi vida corriendo de un lado para otro tras el Carnicero de Mauthausen, tras Martin Bormann, tras Léon Degrelle, Adolf Eichmann y otros por el estilo. Y a veces, como suele decirse, los árboles no dejan ver el bosque, y no había prestado a Fredrik la atención que se merecía, lo había considerado un nazi de segunda, hasta ahora, que había vuelto a sacar de mis archivos una información tan envejecida y apergaminada como él mismo, y como yo, y me había dado cuenta de que todo lo que había estado haciendo hasta este momento me había conducido a este lugar y a él.

Aquella tarde no podía estarme quieto. A veces los viejos nos volvemos muy impacientes, es como si la fatiga nos afectara al cuerpo, pero no al cerebro. El cerebro tenía mucho que hacer, y me sublevaban estos músculos fláccidos y sin fuerza, y en la cama trataba de hundirme lo más posible para que el colchón hiciera su trabajo de recuperación. Así que con una siesta de una hora, de la que habría dormitado un cuarto, estaba en condiciones de subir a la plazoleta del Tosalet y vigilar Villa Sol. Tarde o temprano llegarían visitas, con suerte, visitas como ellos, compañeros del infierno, que se habrían atraído unos a otros para sentirse más seguros. Estaba loco por saber más.

Cogí unos prismáticos que había traído de Buenos Aires y que según mi hija iban a aumentar tontamente el peso de la maleta, pero eran unos prismáticos Canon antiguos como no se han vuelto a fabricar. Los había usado durante tanto tiempo que se me ajustaban a la vista prácticamente solos, y no pensaba por nada del mundo hacer un desembolso innecesario comprándome otros aquí. Eran prismáticos de profesional, de observar cosas importantes, trascendentales. Jamás usaría esta arma de penetración en las vidas ajenas para ver algo que no me correspondía ver. Ya tuve demasiada intimidad en el campo. En el barracón dormíamos hacinados en literas de tres pisos y tenía que apretar los ojos para no ver lo que no me correspondía ver. Desde entonces no soportaba ser testigo de escenas íntimas ni en el cine. Esto era distinto, mis prismáticos solamente enfocaban al enemigo. Mis prismáticos siempre habían estado en guerra. También tenía una cámara de fotos pequeñita, que no hacía ruido, regalo de mi hija, que mientras intentaba que olvidara, al mismo tiempo comprendía que había cosas que formaban parte de mí. Por lo demás, mi manera de funcionar era muy artesanal, no tenía tiempo ni ganas de ponerme al día.

En el coche además tenía varias botellas de agua de litro y medio cada una, dos cuadernos, un par de bolígrafos y las manzanas que iba cogiendo del bufé por si me aburría y me entraba hambre. Me eché la minicámara en el bolsillo. Todas las americanas se me acababan deformando, casi siempre terminaba desgajándose el forro del bolsillo derecho y los picos quedaban desnivelados. Con este equipo me dirigí a apostarme en la plazoleta del Tosalet, desde donde vigilaría Villa Sol. Pero no fue necesario llegar hasta allí, porque no había empezado a ascender las curvas cuando me crucé con el todoterreno verde oliva de Fredrik. Bajaba despacio ocupando toda la carretera, eran personas voraces también para acaparar centímetros.

Este cambio repentino de situación me aceleró las pulsaciones. Debía cambiar de sentido urgentemente y seguir a Fredrik. Vaya carretera, tuve que jugarme la vida en cuanto vi ocasión y espacio para dar un volantazo. Raquel desde el más allá me dijo que estaba loco, que también había puesto en peligro la vida de otra persona con la que podría haberme chocado. Raquel me dijo que nadie debía seguir pagando por culpa de Christensen o de cualquier otro. Raquel y yo en este punto nunca habíamos estado de acuerdo. Decía que no me preocupara, que no perdiera más el tiempo, porque estos cabrones acabarían muriendo como todo el mundo y que de eso no podrían librarse, acabarían siendo un esqueleto o cenizas, morirían, terminarían, desaparecerían. Y cuando yo le decía que quería que sufrieran en esta vida, que precisamente lo que no quería es que se fueran al otro mundo escapándose de mí y de mi odio, mientras que yo no pude escaparme de ellos, de ellos que no tenían por qué odiarme, entonces Raquel me decía que les estaba dando demasiado de mí, que era como si no hubiese acabado de salir del campo y que incluso el odio era algo que ellos me quitaban. Echaba tanto de menos a Raquel.

Conduje como un temerario para no perderle, y en efecto, al llegar abajo y entrar en un tramo recto, lo distinguí a lo lejos. Adelanté como pude hasta situarme dos o tres coches más atrás. Lo bueno del todoterreno es que se localizaba muy bien. Y en cuanto me di cuenta de que iba en dirección al centro comercial me relajé. Las pulsaciones cayeron tan de golpe que casi me mareo.

En el centro comercial lo tenía cogido por los huevos porque, aunque se trataba de un espacio muy grande y con muchas secciones, la cabeza de Fredrik siempre sobresaldría en algún punto. En cambio, en el parking no se veía el todoterreno a simple vista. No importaba porque sólo tenía que pensar qué necesitaría comprar yo para saber qué necesitarían Karin y él. Agua embotellada, yogures enriquecidos con calcio, fruta y pescado, el resto les haría daño. También podría encontrarlo en los estantes de las infusiones y en perfumería comprando gel, maquinillas desechables y papel higiénico. Hice el recorrido a buen paso hasta que lo divisé en la zona central hablando con otro de parecida edad, que llevaba una gorra de marinero.

Ambos iban en pantalón corto, Fredrik enseñando sus largas y flacas piernas que terminaban en unas abultadas Nike y el otro unas piernas más cortas y fuertes o que debieron de ser fuertes en otros tiempos y que ahora eran gordas. Y Fredrik era tan pulcro y limpio que el otro a su lado resultaba tosco y guarro. Ambos se apoyaban sobre el asidero del carro. El tipo ancho, cuya cara no lograba ver bien por la gorra que llevaba puesta y por mis lentillas, que se me empañaban en los locales cerrados, señaló con la mano hacia la derecha y fueron hacia allá. Podría haberles hecho una foto con mi minicámara, pero aunque parecía que nadie me prestaba atención no era aconsejable hacerlo en un recinto cerrado como éste, donde por fuerza tendría que haber cámaras de seguridad, así que también empujé el carro hacia allá. Yo, al contrario que estos individuos, no tenía que hacer la compra porque vivía en un hotel, porque estaba solo y porque tenía cosas más importantes entre manos: ellos. Había ido mucho, solo y en compañía de Raquel, a sitios como éste desde que me jubilaron hasta este momento, en que de nuevo volvía a no sentirme como los demás, y eso que cuando fingía ser como los demás era muy agradable, y quizá habían sido los únicos momentos felices de mi vida. Hay gente que ha sufrido mucho más que nosotros, decía Raquel, cada uno sufre a su manera. En el fondo me dolía que Raquel se hubiese desgastado tanto para que yo fuese quien era imposible que fuera. Y lo hacía por amor, y sólo por eso me había esforzado en fingir olvidar.

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