Sobre las nueve convencí a Karin de que necesitaba estirar las piernas y de que me iría dando una vuelta hasta la moto que había abandonado en la plazoleta hacía mil años. Fred seguía con sus ayudantes o quienes quiera que fuesen los visitantes en el despacho o lo que quiera que fuese aquella habitación.
Bajé todo lo despacio que pude las curvas que conducían al nivel del mar, nunca me perdonaría darme un golpe. No sé por qué había salido de la casa de los Chris-tensen con más miedo del que había entrado, un miedo vago, inconcreto, miedo a todo. ¿Qué haría Karin si se quedaba sola y le daba un ataque de artrosis? Yo aún me podía permitir el lujo de valerme por mí misma, de ser autónoma. Cuando el niño viniera ya veríamos. Creo que el destino o Dios o lo que sea me puso a Karin en el camino para que le viera las orejas al lobo y para que supiera apreciar lo que ahora tenía, juventud y salud y un hijo en marcha.
Ya no volví a verlos en varios días.
En cuanto entraban en Villa Sol y cerraban el portón metálico ya no se oía nada desde fuera, y yo me marchaba al hotel. Cenaba algo por los alrededores, respiraba el aire fresco de la noche, a veces incluso me sentaba un rato en una terraza a tomarme un descafeinado y a contemplar los cuerpos semidesnudos de la gente, los ombligos, las espaldas, las piernas. Me gustaba porque no iban desnudos del todo, y me subía a mi cuarto sin una idea muy clara de cómo salir de este impasse, de cómo provocarles para que se revelaran como quienes en realidad eran. No podía ir a la policía sin más y decirles aquí vive un peligroso criminal de guerra. ¿Peligroso?, dirían, ya no es peligroso para nadie, tiene un pie en la tumba. ¿Llegarían con vida suficiente a un juicio? Pero sí que podría lograr, con las pruebas necesarias, que sus crímenes saltaran a los periódicos y que sufrieran el rechazo de sus vecinos, que ya no pudiesen pasearse por el supermercado, el hospital y la playa como cualquiera. Podría amargarles la vida. Podría lograr que tuvieran que huir, vender la casa, hacer las maletas y tener que empezar de nuevo, lo que a su edad supondría un auténtico martirio. Seguramente soñaban con pasar aquí sus últimos días. Pero sería yo quien los pasase aquí, no ellos. Ellos no tenían derecho a morir en paz. ¿Qué habría pensado hacer Salva con ellos? Me había dejado en herencia el objeto pero no el objetivo. Durante los últimos años de su vida, Raquel me decía, cuando me sentía tentado de hacer lo que estaba haciendo ahora, que me había quedado desfasado, que las cosas funcionaban de otra manera, que había otros medios de investigación y que me quedara en casa. Pues bien, yo era consciente de que nadie contaba conmigo y de que nadie se acordaba de mí ni de mis servicios, mis antiguos compañeros estaban como yo o aún peor y los novatos creían que había muerto, el mundo estaba en otras manos y yo tendría que hacer las cosas a mi manera.
Fue uno de aquellos días cuando al regresar al hotel por la noche me salió al paso el conserje de la gran peca en la mejilla. Me miraba asustado y me pidió que me sentara en unos sillones que había en el vestíbulo. Algo malo ocurría.
– ¿Se trata de mi hija? ¿Le ha ocurrido algo?
Hizo un gesto negativo con las manos y me tranquilicé. Si mi hija estaba bien, no podía ser tan grave.
– Ha sucedido algo alarmante en su habitación…, está destrozada.
Le escuchaba con los ojos bien abiertos.
– ¿Mi habitación?
– Sí, su habitación. Han entrado y lo han revuelto todo. También han rajado el colchón y la funda del silloncito. Tenemos cajas de seguridad. Si traía algo de valor con usted habría sido mejor que alquilara una.
Seguramente era el aplomo con que me lo estaba tomando lo que le hizo pasar del apuro a la regañina.
– El hotel no puede asumir este tipo de descuidos.
– No tengo nada de valor, si se refiere a dinero, joyas o algo así.
Había dejado de mirarme como a un anciano indefenso, trataba de ver más allá de las arrugas y la decrepitud.
– Ya, y… ¿drogas?
No me reí del comentario porque acababa de darme cuenta de que Fredrik me había descubierto y había ordenado que me asustaran. No sabía cómo, pero después de lo del supermercado había dado conmigo. Y más alarmante todavía era que Fredrik no estaba solo, o al menos no rodeado solamente de viejos, él no podría haberlo hecho, se necesitaban fuerza y rapidez para algo así.
– Creo que quienes hayan hecho esto se han equivocado de habitación, no encuentro otra explicación -dije.
El conserje me pidió disculpas y me propuso cambiar de cuarto. Podía tomarme una copa en el bar mientras trasladaban mis cosas a otro piso. Acepté pensando que lo que debía hacer era cambiarme de hotel, aunque bien mirado volverían a dar conmigo. Seguramente habrían encontrado el expediente que había sacado de mis archivos personales. Afortunadamente me había metido en el bolsillo de la chaqueta el recorte del periódico y las dos únicas fotos que tenía de ellos de jóvenes. Ella vestida de enfermera y él en camiseta haciendo gimnasia.
Me senté en la barra de la cafetería y me pedí un descafeinado pensando que al haber sido descubierto por Fredrik la situación había cambiado por completo y, lo que era más temible, Fredrik estaba más despierto de lo que yo suponía. Y además tenía gente con él, y yo estaba solo. ¿Serían capaces de matarme?
A la hora volvió el de la peca para decirme que ya habían trasladado el equipaje, pero que podía pasar por el antiguo cuarto para comprobar que no hubieran olvidado nada.
– Es la primera vez que ocurre algo semejante en este hotel. Perdone las molestias. Lo sentimos muchísimo.
Le hice un gesto con la mano para que terminara de disculparse, me incomodaba que se sintiera culpable.
– No se preocupe, los viejos somos un blanco fácil -dije sacando la cartera del bolsillo inútilmente porque no me permitió pagar.
En la habitación sólo quedaba el estuche de las lentillas y uno de los dos cuadernos con notas, el otro lo tenía en el coche. No era extraño que no lo hubiesen visto con tantas cosas como había por el suelo. La almohada, la funda de la almohada, el relleno de los cojines rajados y del colchón, las mantas del armario, los pequeños frascos de gel y champú del cuarto de baño, los cajones del escritorio, unos cuadros baratos y las botellas y bolsas de frutos secos del minibar. También la radio-despertador. Querían que me diese cuenta de que venían por mí.
– ¡Vaya! -dije-, se han confundido, no hay ninguna duda.
– De todos modos, compruebe que no le falte nada. Mañana el detective del hotel tendrá que hablar con usted, espero que no le importe.
En compensación por el susto me habían trasladado a una suite del último piso. Era una pena que mi pobre Raquel no pudiera disfrutarla. Había un salón con sillones y sofás y una gran terraza con plantas tropicales de enormes hojas desde la que se veía algo del puerto. También Raquel habría disfrutado mucho de la bañera con hidromasaje y de las flores, la cesta de frutas y la botella de champán. Sin embargo, estaba contento de que mi hija no me hubiese acompañado, porque así sólo tendría que cuidar de mí mismo. Respiré al ver el expediente revuelto con camisas y pantalones. Los matones de Fredrik no lo habían descubierto.
– Que disfrute de su estancia. Si necesita cualquier otra cosa, mi nombre es Roberto.
Le dije a Roberto que se llevara el champán, que se lo bebiera con su mujer porque yo no debía probar el alcohol. Roberto sonrió y dijo que enviaría a una camarera para retirarla.
Repasé las cerraduras de la puerta y de la terraza y la manera de reforzar la seguridad. Mientras estuviera dentro, sería muy difícil que me atacaran por sorpresa. El problema lo encontraría al volver de la calle.
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