Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Aparqué en la calle desierta y toqué al timbre. Nadie abrió y sentí un poco de bajón. Volví a llamar y… nada. ¡Qué decepción! No había pensado en esta posibilidad y no me atrevía a bajar hasta mi casa con la lluvia, no era el momento de ser temeraria y al mismo tiempo estaba empapada, salvo la cabeza, donde llevaba el casco. Fue entonces cuando se me ocurrió acercarme por casa de Alice, donde me resguardé de la lluvia la primera vez que subí al Tosalet. Quizá hubiesen ido a visitarla, no parecía lógico que con este tiempo se hubieran aventurado más allá. Y acerté. Vi aparcado el Mercedes, no el todoterreno, sino el Mercedes negro a unos metros de casa de Alice. Habría pensado Fred que era una oportunidad para ponerlo en marcha. Había más coches de lujo bordeando toda la acera, por lo que Alice estaría dando una fiesta. De la casa salía música, música lejana que la lluvia traía y llevaba en ráfagas. Arrimé la moto al muro y me subí de pie en el sillín. Por las cristaleras que daban al jardín vi a gente bailando, creí distinguir a Karin dando vueltas en un traje de noche blanco, tal vez se había contagiado de la eterna juventud de Alice. No me dio tiempo de ver más porque sentí una presencia a mi espalda.

– Si te caes vas a hacerte daño.

Era la Anguila, Alberto creo que se llamaba, que ya había visto en casa de Karin. Llevaba paraguas y cara de pocos amigos. Y yo me sentí avergonzada. Me habían pillado fisgando y los Christensen se enterarían. Se enteraría Alice. Veía cómo la herencia se alejaba de mí.

Le tendí la mano para que me ayudara a bajar.

– Quería saber si Fred y Karin estaban dentro. He pasado por su casa… me estoy empapando…, no quiero bajar con esta lluvia en la moto.

Una vez en tierra firme me coloqué debajo del paraguas y me quité el casco.

– Te conozco -dijo.

– Y yo a ti también -dije yo como si estuviésemos hablando en clave.

– ¿Por qué no has llamado a la puerta?

– He llamado -mentí-, pero no han debido de oírme.

– ¿Dónde está el timbre, a la derecha o a la izquierda?

– No lo recuerdo.

– Mentirosa.

El paraguas nos obligaba a estar demasiado cerca y a echarnos el vaho de los alientos en la cara, no le caía bien. Era curioso porque aun llena hasta las cejas de ese temor vago a todo y a nada, había algo en este tipejo que no me daba miedo. Él no era como la nada llena de estrellas. No era como la carretera en medio de la noche. Él no era nada de eso, era tan mortal como yo y no me daba miedo del todo.

– Si puedes, diles que he venido a verlos. Me voy -dije poniéndome de nuevo el casco.

– No tan deprisa -dijo él.

– ¿No tan deprisa? ¿Es que eres policía o algo así? Anda, no me jodas.

– Ni se te ocurra moverte -dijo sacando un móvil y dejándome fuera del paraguas.

Se alejó un poco para hablar sin quitarme ojo. Tuvo que esperar una contestación que le impacientaba. Imaginé a Fred y Karin aturdidos por el baile teniendo que asimilar la noticia de que yo estaba espiando por la tapia. Yo también esperaba con los brazos cruzados y el casco en la mano. Se comportaba como un portero de discoteca, como un guardaespaldas, como un vigilante de seguridad. Hoy llevaba traje y corbata y el pelo estirado detrás de las orejas. Por fin cerró el móvil.

– Te llevaré a Villa Sol y esperaremos a que lleguen ellos.

El chico cuadrado llamado Martín salió de dentro y le entregó unas llaves. No tenía ánimo para discutir, sólo quería secarme, ver un poco la televisión y acostarme.

Lo de llevarme era un decir. La moto la conducía yo y él iba sentado detrás con el paraguas abierto. Cuando llegamos sacó unas llaves del bolsillo y abrió la verja y la puerta de entrada. Me quité la mochila de la espalda y dejé que resbalara hasta el suelo.

– No se te ocurra sentarte mojada en el sofá -dijo adivinando mis intenciones.

Seguía sin ganas de discutir. Recogí la mochila y subí al que consideraba mi cuarto, el de las florecillas azules. Debajo del almohadón continuaba como yo lo había dejado el camisón de satén. La ropa de la mochila también estaba húmeda, sólo se salvaba una camiseta, así que me puse el camisón. Sabía lo que podría parecer, pero me daba igual. Igual. De perdidos, al río.

– No sé qué pretendes. A mí no me engañas. Y ellos acabarán descubriéndote, no te creas que son tontos.

Ésta fue su reacción ante el espectáculo que yo ofrecía bajando la escalera. Me miraba apoyado en la pared, con los pies cruzados. Con el traje negro y el pelo mojado y estirado para atrás debía reconocer que no estaba mal. Y de pronto esta impresión me desconcertó. El camisón me quedaba demasiado bien, incluso ajustándoseme a la barriga, se resbalaba en la zona de los pechos, los tirantes se caían. Era ese tipo de ropa que usan las mujeres que no quieren andarse con rodeos.

Como respuesta di una vuelta sobre mí misma haciendo ondear la falda.

– Piensa lo que quieras menos que pretendo seducirte, porque la cagarías.

Me miró con desprecio infinito, aunque yo sabía, me lo decía el instinto, que le gustaba más de lo que él quisiera. No podía evitar fijarse en los tatuajes. Era el típico fetichista. Uno de esos tíos en los que empiezas a descubrir cosas y cosas y más cosas hasta que ya no lo puedes aguantar. Decidí que no me incomodase y fui a la cocina, sus pasos, los pasos de unos zapatos nuevos, me seguían. Abrí el frigorífico y me puse un vaso de leche, lo calenté en el microondas y empecé a bebérmelo despacio sentada en el sofá y viendo la televisión. Ahora lo sentía detrás de mí. La ropa le olía a mojado.

– ¿Quién te ha dado permiso para usar esa ropa?

– No lo necesito, es mía.

– Claro, en la mochila llevas esas cosas.

Sentía algo de frío pero aguanté hasta que él se marchó a la sala-despacho, que también abrió con llave, entonces cogí un chal de Karin y me lo puse encima. Olía a ella, a su perfume, lo que me produjo una sensación ligeramente desagradable porque no era como cuando me ponía un jersey de mi madre. Aunque no me entendiese con mi madre, su olor era tan familiar como la cena de Nochebuena, pero el olor de Karin en mi cuerpo en el fondo me repelía.

Cuando tuve bastante sueño, me lo quité y sin decir nada subí a la habitación y me acosté. Al principio me mantuve alerta porque el cuarto no tenía pestillo, luego me relajé. Alberto sería una anguila, pero nada más.

Me quedé dormida como un tronco pensando que seguramente Alberto también quería ser el nieto favorito de los noruegos, hasta que el ruido de la puerta de la calle al abrirse y cerrarse me despertó. Hubo un cruce de palabras y bostezos en voz baja. Dudé si debía salir o si sería peor para todos porque tendríamos que hablar de lo sucedido y nos desvelaríamos. La verdad es que no sabía qué hacer. Fui descalza hasta el hueco de la escalera y vi marcharse al majadero de Alberto. Y vi a Karin con el precioso vestido blanco con suaves plumas en el escote que en ella quedaba como un disfraz. Y sobre todo vi que Fred llevaba un uniforme que había visto mil veces en las películas de nazis, con gorra y todo, y que le hacía todavía más alto y marcaba aún más sus rasgos ya de por sí graves. Le sentaba mejor que a ella el vestido. A Alice le pegaba mucho montar fiestas de disfraces para sus amigos a la antigua usanza, cuando el mundo era elegante y las mujeres se vestían de largo todas las noches.

Me metí en la cama y apagué la luz tratando de volver al sueño, y al rato les oí subir la escalera cansinamente. Habría un momento, pensé, en que ya no podrían subirla y tendrían que habilitar la salita-biblioteca como dormitorio y hacer la vida abajo. Sería mucho más práctico, pensé mientras se me cerraban los ojos. Pero antes de que abandonara este mundo del todo, oí que se abría la puerta de mi cuarto, que unos pies descalzos se acercaban a mi cama y que unos ojos me miraban un rato y luego se iban V cerraban la puerta. ¿O estaba ya soñando?

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